El Árbol de la Ciencia

Boceto

José Fernández Bremón


Cuento



I

Érase el mes de mayo, a la caída de la tarde, en un hermoso día.

Las muchachas salían a los balcones, las macetas ostentaban esas galas de la primavera con que pueden adornarse las plantas que vegetan a fuerza de cuidados, privadas de la atmósfera libre de los campos, sin espacio donde desarrollar sus raíces y sin jugos con que alimentarse.

Estaba el cielo sereno, si cielo puede llamarse lo que distingue el habitante de la corte por el tragaluz que forman los tejados.

No hacía viento.

Asomada en uno de los balcones de cierta calle había una joven, al parecer de dieciocho años, ocupada en arreglar una maceta; la bella jardinera examinaba con atención los botoncillos de la planta, sonriendo de satisfacción al contemplar su lozanía. Parecía decir con sus sonrisas: «Ésta es mi obra».

Y la planta impertérrita no esponjaba sus hojas, ni erguía sus ramas al contacto de aquellas manos blancas y suaves.

¡Qué ingratas son las plantas!

¿Será ficción la sensibilidad que les atribuyen los poetas bucólicos cuando se trata de las heroínas de sus versos?

¿Será la sensitiva entre los vegetales lo que entre nosotros una niña nerviosa?

¿Tendrán corazón las setas y pensarán las calabazas?

Sientan o no las plantas, como afirman algunos, la que era objeto de tales caricias no se daba por entendida.

Bien es cierto que la insensibilidad del arbolillo nada tenía de extraña al verse acariciado por la niña de manos blancas y suaves, cabello rubio y ondulante, cintura delgada, ojos negros y cutis sonrosado. Porque, ¡oh desengaño!, en la esquina inmediata había un joven de agradable presencia, de pie e inmóvil, con los ojos fijos en el balcón, y hubiera sido una imbecilidad en la planta, con semejante rival, atribuirse las sonrisas de aquella joven tan fresca y tan juguetona. La maceta era un pretexto, un instrumento pasivo, una distracción diplomática, una excusa y nada más.

Los enamorados viven de excusas: la niña había elegido una planta y el rondador de la esquina parecía admirar desde lejos los ágiles movimientos de una mona, que sujeta al extremo de una cuerda, se columpiaba de balcón en balcón con gran contentamiento de los muchachos. Sin embargo, aunque la cara del joven miraba directamente al cuadrumano, los ojos se dirigían a Amparo sin distraerse, y se apropiaba de todas las sonrisas que aquélla prodigaba.

Algunos movimientos de manos imperceptibles al observador eran para los dos jóvenes signos elocuentes. Y luego sostendrán que es invención moderna la del telégrafo, cuando los enamorados han existido siempre, cuando sus ojos han aplicado la electricidad tantos siglos antes de que los sabios anunciasen el gran descubrimiento.

Así pasaron algunos minutos, pero se abrió una vidriera, y un hombre de alguna edad, apareciendo en el balcón de la casa de enfrente, fijó en Amparo una mirada codiciosa.

La niña se retiró bruscamente del balcón, y el joven de la esquina y el desconocido cruzaron una de esas miradas con que demuestra el hombre no ser el más pacífico de los seres creados.

Poco después, las campanas de las iglesias de Madrid daban el toque de oraciones, sin que una parte de los madrileños supiese a qué tocaban, sin que nadie se descubriese.

En la corte sólo se hace caso de las campanas cuando tocan a fuego. La curiosidad siempre excitada necesita espectáculos, y luego, ¡es tan hermoso para muchos ver cómo arde la casa del vecino!

II

Digamos de una vez quién era el importuno.

Don Carlos de Losada era un señor de cincuenta años de edad, alto de cuerpo, enjuto de carnes, simpático para los hombres y horrible para las mujeres.

Educado en Madrid, apenas conocía más tierras que las llanuras de Carabanchel por un lado y el camino de Fuencarral por el opuesto.

Don Carlos era un filósofo madrileño, de esos que sólo han leído novelas y periódicos, que discuten en los cafés, asisten a las sesiones borrascosas, al estreno de las obras dramáticas y a los bailes del Real y Capellanes. Soltero por de contado, escéptico hasta lo sumo, y capaz de todo, menos de hacer una buena obra. El escepticismo de don Carlos no debe extrañarse.

El habitante de las ciudades se olvida de Dios a fuerza de tropezar tanto con los hombres. Como pájaro nacido en la jaula, vive en un espacio tan pequeño, que sus ideas sólo pueden girar en un círculo limitado.

El campesino o el navegante, al contemplar las llanuras dilatadas, bosques frondosos, montañas inmensas, mares encrespados, exclaman con entera convicción saludando a la naturaleza: «Dios lo ha creado».

El ciudadano menos escéptico, cuando se asoma al balcón y observa por todo horizonte una hilera de casas más o menos altas, construidas de piedra o de ladrillo, dice encogiéndose de hombros: «Esto lo hace cualquiera».

Nadie es ateo ante la inmensidad de la creación. Esas ideas negativas no brotan al calor del sol, en una atmósfera libre, saturada de aromas, sino que fermentan en un cerebro vacío de fe, entre el humo del cigarro, ante una luz de gas o de petróleo, en un chirivitil, o en uno de esos hormigueros humanos donde se hielan tantos corazones y se pierden tantas inteligencias.

Losada había sido uno de esos desdichados que, después de una vida sin freno, llegan a una edad en que todo lo dominan las pasiones, sin fuerza para resistirlas ni medio de satisfacerlas.

El alma, cuando se desvía de su camino natural, corre de abismo en abismo. Don Carlos no tenía familia y experimentaba la necesidad de crearla. Pero se había acordado un poco tarde.

De los veinte a los veinticinco años, las miradas de muchas mujeres buscaban con empeño las suyas.

De los veinticinco a los treinta observó que ese empeño disminuía.

De los treinta a los cuarenta, se contentaba con obtener alguna miradita de tarde en tarde.

Desde que cumplió los cuarenta aquello se acabó, y a la edad en que ocurre nuestra historia hacía diez años que las mujeres volvían a otro lado la cara cuando don Carlos las miraba.

Esto se explica naturalmente.

Losada tenía un cutis sonrosado a los veinte años: sobre su labio superior brotaba un bigote fino y sedoso: sus manos eran blancas y torneadas.

A los veinticinco, por consecuencia de sus excesos, representaba treinta años; tenía un largo bigote; facciones varoniles y angulosas; manos delgadas.

A los treinta, su bigote era un cepillo. Sus pómulos salientes denunciaban la falta de las muelas.

Y, cuando cumplió los cuarenta, tenía el pelo gris y el cutis arrugado. Había recorrido con rapidez pasmosa las estaciones de la vida.

Acartonose su cuerpo y era su cara a los cincuenta buena sólo para modelo de esas cabezas que el Greco se complacía en trasladar al lienzo. Sólo podía parar en un museo.

Un hombre de tal facha, enamorado de una niña, debía ser infeliz; así lo comprendió don Carlos y quiso desechar sus pensamientos, pero en vano. La misma esquivez de María del Amparo avivaba su pasión, y ya hemos dicho que Losada no era de esos que sabían vencer sus pasiones. Un viejo enamorado es terrible y su tenacidad inmensa; si no tiene afecciones que neutralicen ese mal, suele ser miserable; si la religión no le enfrena, es un torrente.

Gran cosa es la moderna filosofía. Hiela el corazón en la juventud para que reviva en la edad madura; condenándose a un infierno en la época de la vida en que el hombre sensato reconcentra sus afecciones humanas en el hogar donde nacieron sus hijos.

Don Carlos había visto a Federico y adivinado lo que pasaba. Estaba furioso.

Don Carlos cuando se enfurecía era aún más feo que de ordinario.

—Es preciso que este obstáculo desaparezca —dijo cerrando el balcón con tal estrépito que cayeron al suelo algunos cristales con el golpe.

III

Don Carlos reflexionó fríamente, pasado el primer arrebato. La lucha le parecía desigual y era preciso desarmar al enemigo. Frente a frente el combate era imposible.

—Será forzoso hacerse amigo de ese hombre —dijo don Carlos mientras hacía un lazo enorme en su corbata, y buscaba en su imaginación los medios de conseguirlo, en tanto que se ponía el chaleco. Púsose la levita, pasó el cepillo por el sombrero y el pensamiento no brotaba—. ¡Eureka! —exclamó con júbilo al colocar el sobrero sobre su frente. Revolviendo los rincones de su cerebro don Carlos tropezó con la siguiente máxima:

«Las amistades verdaderas suelen empezar riñendo».

Se asomó por detrás de la vidriera, pero María del Amparo no estaba en el balcón, sin duda por no encontrarse allí con su vecino. El piano daba fe de su presencia. Don Carlos oyó un vals entonces muy en boga, y que después han tocado todos los organillos del mundo. Aquél era sin duda el himno de los dos amantes.

Federico paseaba con ademán irritado.

Cuando salió a la calle don Carlos, se detuvo a la puerta, miró a los balcones de Amparo, dirigió al joven una irónica mirada y empezó a andar sonriéndose.

Federico aspiró con voluptuosidad el insulto; sintió que su corazón se ensanchaba y siguió de cerca a Losada.

Éste penetró en un café cercano y se sentó en uno de los lugares más solitarios. El joven vaciló un momento; entró por fin con objeto de pedir explicaciones y se detuvo, quedando inmóvil ante la serena mirada de don Carlos. Temía hacer un papel ridículo.

Don Carlos, satisfecho de su triunfo, volvió a provocarle con la mirada. Federico, como atraído por un imán, adelantó algunos pasos y se sentó en la misma mesa que Losada, fijando en él la vista con descaro.

—Creo haber notado que me mira usted con cierta predilección, y vengo a ponerme a sus órdenes, caballero.

—¿Es usted estudiante? —le preguntó don Carlos con desdén.

—Soy maestro de armas —contestó con altivez el joven.

—Magnífica profesión para eludir desafíos.

—Excepto cuando median insultos.

Don Carlos le miró con agrado; se le acababa de ocurrir una idea diabólica, y dijo manifestando cierto interés a Federico:

—Usted es celoso sin motivos.

—Caballero, los celos suponen desconfianza, y me avergonzaría de tener celos de Amparo.

—Está usted resentido entonces.

—Me conceptúo ofendido.

—¿Por mí?

Federico guardó silencio.

—Acaso modifique usted su opinión muy en breve. ¿Quiere usted que hablemos sinceramente, como si fuéramos amigos?

El joven le miraba con curiosidad y sorpresa.

—¿Responderá usted con franqueza a todas mis preguntas? —dijo el joven.

—Sin duda alguna.

—¿Ama usted a María del Amparo?

—Con toda mi alma.

—¿Y no sabe usted que Amparo es mi prometida?

—Lo sospechaba.

—Qué, ¿son nuestros amores incompatibles?

—Nada de eso.

—¿Se burla usted?

—Hablo con toda seriedad.

—Caballero, si no se explica usted al momento, no respondo de mi paciencia.

—Ahora —dijo don Carlos con mucha calma— tengo a mi vez el derecho de dirigir a usted algunas preguntas.

El joven se movía en su asiento como quien no se encuentra cómodo.

—¿Por qué siendo usted correspondido no se presenta a la madre de Amparo?

—Yo no penetraré en su casa sino para pedir su mano?

—¿La ama usted de todo corazón?

—He prometido no tener jamás otros amores.

—¿Cuándo proyecta usted pedirla por esposa?

—Apenas se case mi hermana.

—Eso no es responderme.

—Mi hermana se casará dentro de un mes y saldrá para América a reunirse con su esposo; yo le representaré ante la Iglesia.

Otra idea diabólica se le ocurrió a don Carlos. Hay días en que abundan las ideas.

—¿Me jura usted guardar secreto?

—Sí juro —contestó con interés el joven esperando alguna revelación.

—He querido tantear a usted a fin de poder apreciarle. Hoy me he convencido de que es usted el hombre destinado para mi hija.

—¡Cómo! —dijo el joven aturdido.

—Silencio: ni una palabra a nadie, ni un gesto que indique que usted posee este secreto.

—La madre es viuda.

—Una falta, Federico, una gran falta que Amparo ignora, que nunca ha de sospechar siquiera.

—Pero Amparo también temía que usted la persiguiese.

—Sí, la persigo con los ojos; mis miradas rebosan amor; pero es el amor del padre que no puede desahogar su cariño. Ahora bien. ¿Desmerecerá María a los ojos de usted después de revelado mi secreto?

—Amparo es inocente.

Don Carlos le estrechó la mano, y el joven, entregándose a él con toda confianza, le refirió los más íntimos detalles de su vida y de sus amores. Losada le hizo también algunas confianzas y se separaron muy amigos.

—No dé usted un solo paso sin contar conmigo —le dijo al despedirse.

Federico se lo prometió con sinceridad y cada cual se alejó por su camino.

Don Carlos murmuraba irónicamente:

—Bien decía yo, que las verdaderas amistades suelen empezar riñendo.

IV

Dos días después la madre de Amparo, doña Teresa López, recibió un anónimo: el anónimo en la escritura es como la careta en el rostro. Sirve para decir verdades peligrosas o para cometer infamias. Generalmente se dedica a este último objeto.

Así decía aquella carta, cuya procedencia no es difícil imaginarse.


«Un amigo leal...»


Rarísimo es el anónimo en que no se habla en nombre de un amigo.


«Un amigo leal se cree en el deber de advertir a usted que el joven cuyos obsequios admite su hija, ni por su conducta, ni por los compromisos que tiene contraídos, puede hacer la felicidad de María del Amparo. Sirva esta advertencia a tiempo para evitar mayores males.»


Doña Teresa guardó silencio acerca de la carta, sin dar fe a su contenido, pero intranquila. Limitose a observar a su hija, y se propuso tomar nuevos informes sobre Federico.

Al día siguiente Amparo estaba triste. Su madre se hallaba al corriente de aquellos amores, y los autorizaba con su silencio. La niña, satisfecha con su tácita aprobación, no se reservaba jamás de doña Teresa. El silencio entre ambas era elocuente.

La buena señora calculó que su hija habría recibido algún anónimo. Sabía por experiencia que la envidia y todos los malos sentimientos dirigen sus ataques allí donde hay un poco de felicidad. No hay amores que dejen de sufrir semejantes contratiempos.

Los que antes nos miraban con indiferencia y no se ocupaban nunca de nosotros, personas muchas veces desconocidas, desde el instante en que nos ven disfrutar el consuelo del cariño, se entretienen en sembrar recelos, en envenenar aquella dicha.

Sin embargo, doña Teresa esta vez se equivocaba. María del Amparo estaba triste por una carta de Federico, escrita con una frialdad tan razonadora, tan llena de dudas para el porvenir, que parecía hecha a propósito para matar sus esperanzas.

Dos días pasaron aún y Amparo continuaba en su melancolía, encerrándose a menudo en su cuarto y complaciéndose en la soledad. Doña Teresa empezaba a alarmarse seriamente con los progresos de aquel mal del espíritu, cuando una tarde llamaron a la puerta y se presentó una mujer hermosa, pero vestida humildemente, pidiendo hablarle a solas.

Doña Teresa recibió a la desconocida, que llevaba en sus brazos un niño de pechos. Un observador callejero hubiera conocido fácilmente el tipo de aquella mujer, a pesar de la humildad y compostura que en su traje y ademanes manifestaba. Pero la madre de Amparo no tenía tanto conocimiento de las gentes.

—Perdone usted, señora, si me presento en su casa siendo desconocida para usted; pero una obligación sagrada me obliga a dar este paso.

Y empezó a referir una historia, de la cual resultaba que había sido seducida por Federico, suplicándole al final que impidiese los amores de su hija para no hacer la reparación completamente imposible. Doña Teresa, convencida de la gravedad del caso, creyó un deber de conciencia prometérselo; y apenas se hubo retirado aquella mujer, que era una embaucadora pagada por don Carlos, la pobre madre se sentó al lado de María y le dijo con dulzura:

—Tú estás triste, hija mía.

María del Amparo quiso sonreírse, pero una lágrima indiscreta bañó sus ojos.

Doña Teresa estrechó en sus brazos a su hija, diciéndole con firmeza:

—Es preciso que le olvides.

—¡Ay, madre mía!

—Te lo ruego; hay un obstáculo que impide esos amores.

—¿Y qué será de mí entonces?

—Ya encontrarás consuelo fácilmente.

—¿Pero dónde he de hallarlo?

—La Virgen de la Soledad es madre de los afligidos.

—Madre, tiene usted razón; vámonos a la iglesia.

V

Losada había dicho a Federico, vendiéndose por un buen padre:

—Tengo seguridad de que el amor de usted es sincero, pero necesito saber si Amparo le corresponde por verdadera afección o sólo por pasatiempo, antes de proteger estos amores. ¿Quiere usted someterse a algunas pruebas?

—Ofende usted a su hija con esa desconfianza que yo nunca abrigaría.

—La edad, amigo mío, y el conocimiento del mundo. Cuando jóvenes, siempre creeemos en algo y algunos creen en todo; pero, según entran los años, se van modificando las ideas.

—Y se concluye por dudar de todo. ¿No es cierto?

—Precisamente de todo, no digamos, pero de mucho que creíamos infalible.

—¿Y duda usted de su hija?

—Dudo, es decir, no tengo la evidencia de que su amor sea cosa seria. Puede suceder, sin embargo, y eso es de lo que quiero cerciorarme.

—Yo creo hasta la evidencia en el cariño de Amparo, porque hace falta a mi felicidad y confío en sus promesas.

—Yo también creo que usted no le es indiferente; más aún, que le quiere a usted en este instante; pero como yo deseo para mi hija, no una dicha fugaz, sino una existencia venturosa, necesito tomar mis precauciones, poner a prueba ese cariño, y la ocasión se me presenta.

Losada mentía con un aplomo que a cualquiera engañaba. Federico le dejó hablar, pero con inquietud: la duda es contagiosa y se requiere una gran dosis de convicción y firmeza de ánimo para combatirla. Federico era débil de carácter.

—He sabido que un pariente de Amparo, joven, y que posee una gran fortuna, ha pedido su mano. María lo sabe ya. ¿Le ha indicado a usted algo?

El joven recibió a pecho descubierto aquella herida traidora; vaciló un instante y respondió con lealtad:

—No me lo ha dicho.

—Eso nada prueba en último caso —repuso Losada como procurando tranquilizarle; pero el mal estaba hecho, y la sospecha existía.

—Sin embargo...

Los papeles se habían trocado: Federico, que antes defendía a María del Amparo, era el que ahora dudaba, y don Carlos aparentaba disculparla.

—¿Quiere usted seguir mis consejos, Federico? Sabe usted el objeto que los guía, y comprenderá que son desinteresados.

—Haré lo que usted diga.

—Escriba usted a Amparo, no en los términos apasionados que usted usa, sino una carta razonada en que se manifieste lo escaso de su fortuna, el porvenir que unida a usted le espera, y autorizándola para concluir estos amores si no se conceptúa con fuerza suficiente para soportar todas las contrariedades de una humilde medianía. Si Amparo le quiere a usted verdaderamente y el ofrecimiento que le han hecho no la seduce, su contestación lo indicará de seguro; pero si está arrepentida de sus promesas, tomará de esa carta pretexto para concluir las relaciones.

Federico, celoso ya y desconfiado, accedió a la prueba escribiendo el billete que había causado tanta tristeza a María del Amparo. La respuesta fue tibia, porque la joven desconfiaba también de Federico.

Después sucedió lo que ya sabemos. Doña Teresa había prohibido a su hija toda relación con el joven.

Éste escribió, y sus cartas no obtenían respuesta. Una criada le entregó todas las que había dirigido a María, y hubo de devolver las que en su poder tenía. Don Carlos fingió compadecerle, y se lamentaba del suceso.

Federico se hizo poco comunicativo, y su carácter áspero y taciturno.

En la sala de esgrima no hablaba con nadie, y pagaban el mal humor sus discípulos inocentes.

Se desahogaba a sablazos Federico.

VI

Doña Teresa sentía el golpe cruel que había recibido María del Amparo, pero no desconfiaba del remedio, porque todo su cuidado maternal se redujo durante muchos años a fortalecer las ideas religiosas en el alma de su hija. Sabía perfectamente que para los dolores del cuerpo basta con el auxilio eficaz de la medicina, pero comprendía que la religión es el único bálsamo del espíritu, y había preparado aquella inteligencia de niña para resistir el ataque febril de las pasiones. El padre que descuida la educación moral de sus hijos, y no escuda su corazón contra las contrariedades de la vida, proporcionándoles el consuelo de la vida divina, los entrega indefensos a un mundo corrompido, donde todo tiende a herir su alma, que desligada de Dios y abandonada de los hombres, concluye por envidiar el imbécil reposo de la materia.

Amparo, a quien su madre no había revelado todo su secreto, conservaba todavía algunas esperanzas. Creía que la oposición de doña Teresa se fundaba tal vez en la mediana fortuna de Federico, y como conocía el cariño que le profesaba aquella buena señora, calculaba posible enternecerla por medio de sus halagos.

Una noche, la pobre niña, calculando llegada la ocasión de aventurar algunas indirectas, se sentó al lado de su madre y la abrazó con esa zalamería que tanto gusta a los padres y con la cual los hijos suelen conseguir todos sus caprichos; pero notó que doña Teresa estaba más triste que de ordinario. Los ojos de Amparo, fijándose ávidamente en los de su madre, descubrieron en los de ésta una lágrima que asomaba a pesar de los esfuerzos que hacía por reprimirla.

María se alarmó y renovó sus caricias.

—Estás llorando... —le dijo conmovida—, y quieres ocultarme lo que sucede.

Espanta la doble vista con que adivinamos las desgracias.

Doña Teresa no sabía mentir y le faltaban fuerzas para disimular en aquel instante. Conocía lo duro de la revelación que tenía que hacer a su hija; pero había adivinado con su instinto de madre las esperanzas que Amparo conservaba y era necesario destruirlas a toda costa.

—María —le dijo después de un rato de silencio—; hace días te impuse una orden muy severa que obedeciste como buena hija, pero sólo exteriormente. No has olvidado a ese hombre.

Amparo bajó los ojos: su madre parecía leer sus pensamientos.

—Al exigirte aquel sacrificio, no obré sino por motivos muy graves. ¿Tienes la suficiente resignación para escucharme? Lo que tengo que decir es muy doloroso.

Aquellas palabras, dichas con dulzura y solemnidad, helaron el corazón de María del Amparo: comprendió que no había esperanzas. Se reconcentró en sí misma, y después de vacilar algún rato, reuniendo todas sus fuerzas, respondió con triste energía:

—Estoy dispuesta a escuchar; no me ocultes nada; comprendo que no hay remedio posible.

Doña Teresa, con un tacto exquisito, procurando dulcificar todo lo que pudiese herir el corazón de su hija, le hizo comprender que Federico no podía ser esposo suyo.

María no dijo nada, pero la palidez de su rostro denunciaba un inmenso sufrimiento: se hallaba en uno de esos momentos de la vida en que duele el corazón y abrasa la cabeza, en que nos recreamos en el dolor, como para destruir la sensibilidad a fuerza de apurarla.

—No necesito más —dijo a su madre—, y renuncio al afecto, que era mi ventura; pero quiero saberlo todo, absolutamente todo, para quitarme cualquier pretexto de duda, si alguno puede quedarme todavía.

—No me atrevo.

—Esas palabras son para mí tan graves, que la realidad sería inferior a lo que mi imaginación inventa.

—En ese caso, lee este papel.

Y la madre entregó a María un segundo anónimo concebido en estos términos:


«Señora, si quiere usted convencerse de la verdad de mis pronósticos, acuda usted mañana a las ocho a la iglesia de San José, procurando no ser vista, y presenciará el casamiento de Federico.»


Aunque Amparo estaba suficientemente preparada, no pudo dominar un sacudimiento nervioso al contacto de aquella infame carta. Sus letras le parecían escritas con fuego por una mano diabólica. Cuando se hubo repuesto, exclamó con resolución:

—Iremos: este papel le calumnia.

Doña Teresa nada contestó: le parecían naturales las palabras de Amparo.

A la mañana siguiente dos mujeres envueltas en sus mantillas entraron en una iglesia de la calle de Alcalá, arrodillándose en la galería de la izquierda, tras uno de los pilares. La más joven no apartaba su vista del presbiterio: la de más edad rezaba con gran recogimiento. Era una madre que pedía a Dios por su hija.

Por primera vez en su vida Amparo se encontraba en el templo dominada por ideas profanas. Estaba concluyéndose una misa de requiem, y no rezó un solo padrenuestro por el alma del difunto. El funeral concluyó, se apagaron las luces, se desarmó el catafalco, y sólo quedaron algunos devotos arrodillados en algunos lugares de la iglesia.

Poco después el mismo altar donde el sacerdote envió la postrera bendición humana a un alma que acababa de abandonar el mundo volvió a iluminarse: las luces que habían alumbrado el entierro iban a alumbrar un matrimonio.

Amparo lo conoció: se lo decían los latidos de su pecho.

Entró el sacerdote por la puerta que hay a la derecha del altar mayor, y tras el sacerdote una comitiva compuesta de seis o siete personas, entre las cuales, a los ojos de la infeliz joven, se destacaba Federico. Estaba pálido y distraído, pero Amparo le veía alegre y satisfecho.

Una joven de aspecto vulgar le precedía, y los celos de Amparo le concedieron una hermosura maravillosa. Cuando se hubo arrodillado Federico a la derecha de su hermana, y a entrambos lados los padrinos, María se levantó, no pudiendo presenciar aquello por más tiempo, y su madre se vio precisada a seguirla. Parecía que su razón se había extraviado.

Poco antes de llegar a la puerta principal de la iglesia sus piernas flaquearon y cayó de rodillas. Quiso levantarse y no pudo. Alzó los ojos, vio delante una imagen, procuró rezar, y no encontraba palabras; pero Dios la entendía. Su pensamiento se desprendió de la tierra, confundiéndose en la región del amor infinito, y a los pocos momentos su espíritu quedó sereno, como si el soplo de Dios hubiese apagado el volcán de sus pasiones. Cuando logró levantarse, salió a la calle apoyada en el brazo de su madre. Todo lo que veía a su alrededor le parecía mezquino después de aquella sublime contemplación. Dios poseía su alma por completo; la oveja descarriada había vuelto a su rebaño.

Y en tanto, oculto en uno de los más oscuros rincones, Losada presenciaba con satisfacción aquella escena, ignorante del bien que había causado sin quererlo.

La baba venenosa de la serpiente se había convertido en bálsamo de salud.

VII

¡Qué egoísta es el amor!

Crece una niña en el hogar paterno, rodeada de cariño; es hija única y sus padres la quieren con extremo, sólo viven para ella y satisfacen todos sus caprichos: pensando en su porvenir, se imponen economías y privaciones.

La niña, cada día más hermosa, es el encanto de sus padres y el ángel bueno de la casa. Mientras en ella permanece, todo es allí alegría; en sus cortas ausencias parece aquello un desierto.

Pero la joven se enamora; un hombre pide su mano y no pueden negársela. Cuando abandona su hogar para unirse a su marido, lloran los padres y la niña sale de su morada llena de júbilo, sin reparar siquiera en el desconsuelo que produce. No fija su pensamiento en la espantosa soledad, en el vacío que deja, ni en la tristeza que en esas largas noches del invierno sentirán dos pobres viejos sentados junto a la chimenea, evocando sus recuerdos con los ojos húmedos de lágrimas y la cabeza reclinada sobre el pecho.

Variemos el cuadro.

Una joven se une sin amor, sin conciencia de lo que hace, con un hombre que puede ser su padre. El marido procura compensar la diferencia de edades, rodeando a su mujer de atenciones; ésta comprende y agradece aquellos cuidados, y corresponde a su esposo con una estimación afectuosa. Pero otro hombre se interpone entre la mujer y el marido; aquélla vacila, insiste el seductor, y en el corazón de la esposa late un amor ilícito.

Al entrar en su casa, el confiado marido la halla un día desierta, y cuando se convence de su deshonra, siente en su pecho, antes tranquilo, un conjunto de dolores, la ira, el amor ofendido, el honor ultrajado, la vergüenza, la envidia, la repulsión y el deseo de venganza. Tormentos insoportables, cuando es preciso refrenarlos en el corazón y aparentar en el rostro indiferencia; y más horribles aún cuando es la causa de ellos la misma mujer a quien se adora, la única de quien no podía esperarse el engaño, porque la imaginación en los extravíos del cariño la había divinizado.

La esposa al huir sacrificó a un amor adúltero la felicidad de su marido.

Pero basta de ejemplos: lleno de ellos está el mundo.

Losada sabía perfectamente las amarguras que había sembrado, y sin embargo estaba satisfecho, aunque sólo significaban para él una remota esperanza. Todas las mañanas asistía a la sala de armas de Federico, con el pretexto de ejercitar sus fuerzas, pero en realidad para saber todos los pensamientos de éste y sostener un espionaje continuo. Temía que la casualidad descubriese algún día su odiosa trama y vivía prevenido; excelente tirador en su juventud, quería reemplazar al mismo tiempo la destreza perdida por lo que pudiese ocurrir, y observaba y estudiaba con una paciencia admirable los recursos del maestro, al cual mantenía a raya con frecuencia. Sucedió más de una vez en las lecciones, sobre todo si habían hablado de María poco antes, que Federico, a quien merecía Losada gran respeto, pero cierta antipatía que aquél no se explicaba, al cruzar los sables, no podía resistir al deseo de desahogar su despecho en el hombre que con la mejor voluntad, al parecer, le había hecho desgraciado. Como don Carlos era un discípulo temible, Federico apuraba entonces toda su habilidad, y Losada permanecía en actitud puramente defensiva, fatigándole, irritándole con su obstinada y vigorosa resistencia. Federico prodigaba golpes, ponía en juego todo su arte, y a medida que la contrariedad le hacía perder algo de su serenidad acostumbrada, su adversario aparecía cada vez más tranquilo. En aquellos días los discípulos formaban corro alrededor, y tomaba la lección el aspecto de un verdadero asalto.

Antes de tomar las armas departían amigablemente el joven y su rival, recayendo casi siempre la conversación en María del Amparo.

Un día Federico, contra su propósito de no cruzar por la calle de su antigua prometida, había pasado por ella casualmente. María estaba al balcón, y al verle desde lejos entró en su casa con rapidez cerrando las vidrieras. Federico había formado una opinión muy triste de la joven.

Así pasaron dos o tres meses, y todos los esfuerzos de Losada se estrellaban en la indiferencia de María. Tenaz en su empeño, no descuidaba ocasión de hacerse visible, de manifestarle su amor, de presentarse a ella como un refugio después de tan doloroso desengaño. El rostro de Amparo nunca tuvo para Losada una sonrisa.

Murió doña Teresa, y sus parientes se hicieron cargo de la huérfana. Losada, que hasta entonces no había creído llegada la ocasión de ofrecer su mano a María, le escribió una carta casi paternal, llena de cariño, de reflexiones sobre su porvenir, y suplicándole que le recibiese por esposo. María notó cierta relación misteriosa entre la carta y los anónimos: detuvo aquélla sin contestar, y a los tres días escribió estas breves líneas a don Carlos:


«Mañana a las siete estaré en la iglesia de las Góngoras. Allí podrá usted saber mi respuesta a sus ofrecimientos generosos.»

VIII

Al amanecer del día siguiente ya estaba Losada de pie, procurando reparar las injurias del tiempo en su marchita cara; todos los adelantos modernos habían sido agotados, todas las invenciones de la perfumería; cuando empleó dos horas en su tocado, salió a la calle como nuevo.

Después de un corto paseo para que el aire de mañana diese cierta frescura a su semblante, don Carlos se dirigió a la iglesia, ufano con su conquista. Debemos decir, sin embargo, en obsequio suyo, que no confundía a la joven en el número de las que en otro tiempo había tratado, ni pensó prevalerse de la situación en que María se encontraba. Había aprendido a conocer el valor de Amparo por lo mucho que aquella primera entrevista le costara. La quería para esposa; su corazón estaba en ello profundamente interesado. Pero no podía desprenderse de cierto impulso de orgullo y de cierta triunfante coquetería, y su imaginación sobre aquella risueña base volaba por los espacios creando mundos de ventura y buscando medios de alejar de la corte a Federico.

Apurado le tenía esta última idea, que aguaba parte de su contento, cuando llegó a las puertas de la iglesia; notó que la concurrencia era numerosa para lo retirado del templo, y que había algunos carruajes detenidos en la calle. Como don Carlos era poco entendido en ceremonias religiosas, no hizo apenas alto en aquellas observaciones, y entró en la iglesia fijando su vista en todas las devotas que allí se habían reunido; no bien pudo convencerse de que Amparo no estaba entre ellas, salió otra vez a la calle, y se detuvo en el pórtico esperando su llegada.

Así pasó media hora. Vio entrar algunas personas conocidas, y ya empezaba a impacientarse, cuando un coche de dos caballos paró delante de la iglesia.

Abrió el lacayo la portezuela, y don Carlos vio con asombro que descendían del carruaje una señora anciana, un sacerdote y María del Amparo.

Estaba muy hermosa: la delicada blancura de su cutis contrastaba con sus negros y rasgados ojos; vestía un traje blanco, en cuyo honesto escote no se sabía dónde empezaba el vestido y concluía la garganta: tal era la igualdad de sus colores. Sus magníficos bucles rubios, ceñidos por una sencilla guirnalda de flores, flotaban en un desorden artificioso, obra de alguna diestra peinadora, y al poner el pie en el estribo, dejó ver un calzado de raso y una media blanca como la nieve.

Don Carlos quedó aterrado: su sangre estuvo un momento paralizada, y María, que le distinguió al instante, le dirigió una dulce y melancólica sonrisa, sin odio, sin rencor alguno. Era su despedida.

Losada siguió maquinalmente a la comitiva, y Amparo, arrodillándose delante del altar mayor sobre un almohadón, colocado exprofeso, oró con un fervor extraordinario, pidiendo a Dios algún favor, haciendo un testamento mental probablemente.

Entonces conoció el miserable amante toda la enormidad de su crimen: la exageró en la escéptica frialdad de sus ideas. Sólo vio un sacrificio inútil en la clausura a que María se condenaba; no comprendía siquiera el bienestar inmenso, la tranquilidad de aquel espíritu que huía de los hombres para acercarse a la felicidad suprema.

Sólo vio a María perdida para siempre tras las sombrías rejas del convento, vagando por sus claustros o arrodillada en el coro, envuelta en su hábito, oculto el rostro bajo la toca que había de marchitarlo, sujeta a los ayunos y mortificaciones, durmiendo sobre un duro jergón, ceñida a su cuerpo la áspera bayeta y arrepentida en aquella soledad de sus votos imprudentes. La consideró en uno de esos instantes de irresistible desaliento, alejada del mundo por juramentos sagrados, con el corazón lleno de deseos, buscando más espacio para su vida, ahogándose en aquella atmósfera, obligada a recitar con los ojos bajos y húmedos de lágrimas oraciones no sentidas, mientras su conciencia protestaba de aquella opresión violenta, más dura aún cuanto más voluntario había sido el sacrificio. Y para colmo de dolor, imaginó que en aquel pensamiento había de germinar indestructible y tiránica una idea constante: el recuerdo de un hombre que no era él, cuya imagen vería siempre a su lado, durante toda su vida, acompañada de ella hasta el sepulcro. Exageró los martirios morales que había producido, y se encontró a sí propio tan miserable, que no pudiendo sufrir la conclusión de la tristísima ceremonia, salió fuera del templo buscando aire para respirar y algo con que distraer su imaginación calenturienta. Cuando se encontró en la calle volvió la vista al convento, y al contemplar el gigantesco ciprés que tras las tapias del jardín se descubre, le pareció aquel lugar un cementerio donde acababa de sepultar sus últimas esperanzas.

El castigo empezaba; lento, profundo y sin remedio ninguno.

Entretanto María, vestida ya con el hábito de novicia y rodeada de toda la comunidad, respiró llena de júbilo en aquella santa mansión, cuya dulce tranquilidad daba a su corazón una paz extraordinaria. Nunca se había sentido tan dichosa, tan libre de cuidados, con la conciencia tan reposada y satisfecha. Parecía que su pecho había cesado de latir, que se encontraba lejos del mundo, y su espíritu sereno vagaba en una atmósfera divina.

Don Carlos había juzgado la clausura bajo el prisma de sus pasiones, en las tinieblas de su alma. Había bosquejado el retrato fiel de esas infelices alucinadas que no miden sus fuerzas y a quienes el despecho abre las puertas del monasterio y se condenan a un martirio sin término; pero no podía comprender, en su escepticismo, la ventura espiritual del claustro para las almas elegidas. Vivir lejos del mundo cuando se ha profundizado todas sus miserias es un consuelo. Alejarse de él antes de conocerlo a fondo es dicha más completa, porque el alma puede mecerse todavía en inocentes ilusiones.

IX

Cuando Losada se encerró en su habitación, le espantó la soledad en que se encontraba. Aquel aislamiento no era a su alrededor; se extendía a todas partes: sólo estaba ligado al mundo por sus recuerdos, por las sombras casi desvanecidas de lo pasado. Al cerrarse las puertas del convento le habían separado para siempre de todo lo que amaba; le habían dejado solo en un mundo vacío. La nada, último resultado, único porvenir del escéptico, había empezado para él y le abrumaba ya con su abandono insoportable. Y tan infeliz era su alma, que hallaba cierto placer, cierta agradable compañía en su remordimiento.

Evocaba a María del Amparo, y una abstracción espiritual se la representaba al hombre materialista que, sin saberlo, tenía una religión, rendía culto a una imperfecta criatura. Triste religión, cuya divinidad desoye todo ruego, evita las súplicas, rompe todo lazo mental con su devoto, le deja abandonado a sus remordimientos y le cierra el camino de la esperanza.

Don Carlos no creía en la amistad, ni en la buena fe, ni en Dios siquiera: sólo creía en el amor, del cual se consideraba ya completamente y para siempre desposeído. Y creía en el amor para tormento suyo; creía que Amparo amaba a Federico; creía que también él había sido amado con locura en esa edad en que el corazón no sabe aún lo que se hace, en que caminamos pisando flores, sin reparar en ellas, para echarlas de menos y envidiar las más humildes en el árido invierno de la vida, cuando ya sólo vemos en torno nuestro prados desnudos y árboles que parecen esqueletos.

Aquellas niñas de cutis sonrosado, de airoso cuerpo, de talle elegante, que fueron sus compañeras de juventud, habían ido desapareciendo, y sólo quedaba de ellas alguna que otra anciana, de andar trabajoso, de mirada moribunda y rostro cruelmente desfigurado por los años. Dentro de aquellos cuerpos miserables latía el mismo corazón que en otros tiempos, pensaba el mismo cerebro que tan risueñas ideas había concebido cuando el espejo era diariamente recompensado por sonrisas de agradecimiento, y esa destrucción física tan rápida, tan inevitable y tan completa jamás le había hecho volver los ojos al mundo del espíritu, donde todo es estable y permanente.

Hay obcecaciones que asombran.

Sentía celos y era materialista.

Materialismo, es decir, la más absurda negación de todo lo que no se ve, de lo que no perciben nuestros sentidos, tan groseros, tan pobres, tan limitados.

El cerebro del hombre, que todo quiere explicárselo, tiene la misma propiedad que esos cristales bicóncavos, a cuyo través se distinguen los objetso notablemente disminuidos. De la idea inmensa, altísima y aterradora del infinito, ha hecho una fórmula matemática. A los pies de esa bóveda, poblada de mundos casi invisibles, ha defendido la preexistencia de lo material, de la masa torpe, del armazón de los mundos, como el salvaje que, aturdido a la vista de un suntuoso monumento, se arrodilla asombrado y lo adora, creyéndolo un Dios, sin pensar en el arquitecto. De su propio pensamiento, que saltando la valla de los sentidos se dilata a distancias inmensas, comparadas con el cuerpo que lo contiene, ha hecho un conjunto de órganos alimentados por los pulmones y el estómago, y movidos por la sangre. Ha querido encerrar a Dios en esos órganos para analizarlo y hacer una disección de la divinidad. Pobre, mezquino Dios sería si tan débiles cerebros pudiesen concebirlo y sorprender sus secretos; triste recurso es negar lo que no puede comprenderse, y desgraciado de aquel que lograse formar una idea remotísima de la grandeza suprema: su pensamiento estallaría.

Dos frutos tiene el árbol de la ciencia. La negación y la fe. Amargo y desabrido el primero; el segundo, dulce y refrigerante.

Aquél conduce al aislamiento, a la soledad más espantosa en medio de tantos mundos, entre tantos millones de seres con los cuales no hay vínculo ninguno; mata la esperanza y condena a la desolación y al frío de la nada. Don Carlos había gustado su amargo fruto, y sentía el veneno arder en su corazón y socavar su inteligencia.

María del Amparo había curado con el otro la enfermedad de su espíritu: había sustituido el amor humano y perecedero por el amor inmortal e inextinguible: ligada a Dios con la fe, sentía por do quiera su llama vivificante, su inseparable compañía; la humilde carmelita pasaba las horas del día que le permitían sus deberes confortando su corazón con la lectura de santa Teresa; y al practicar con júbilo sus tareas contemplativas, veíase ligada a Jesucristo con la fe, y a una serie de piadosas mujeres en la continuación de la santa obra concebida por Elías en el Carmelo y reformada por Teresa: cadena espiritual, lazo divino que llenaba su alma de deleite, de amor, de abnegación, de místicas y renacientes alegrías.

La negación, tristeza inconsolable.

La fe, alegría sin límites.

Tales son los frutos del árbol de la ciencia.

Ahora, elegid.

X

Pasó un año.

La imaginación de Losada había en este tiempo apurado todo el infortunio de que es capaz un alma sin ilusiones. En su rostro se habían impreso estos últimos signos que la vida graba sobre las facciones humanas. Si el hombre fuese un ser exclusivamente material, triste, horriblemente desconsolador sería el don que con la inteligencia le concedió la naturaleza. No puede concebirse idea más desgarradora que la del ser inteligente que asiste desde el nacer al espectáculo de su propia ruina, lentamente operada por los años, sin encontrar medios de atajar la destrucción, como el viajero encadenado por los indios al tronco de un árbol que, sin poder moverse, sin esperanza alguna de auxilio, ve apoderarse de sus desnudas carnes los voraces insectos del trópico, invadir todo su cuerpo, clavarse en sus párpados, ensangrentar sus labios y devorarle, partícula por partícula, hasta que la calentura y la desesperación le hacen perder el conocimiento.

Don Carlos se hallaba en el último período de su vida; sus fuerzas morales estaban agotadas, su fisonomía era la de un cadáver, y sólo le sostenía, como última fuerza vital, un deseo imprescindible de venganza; deseo insensato por ser él mismo la causa de sus males y estarle su conciencia vengando de sí propio. Madurando un horrible plan había pasado aquellos doce meses, hasta que un día la lectura de un periódico hizo vagar en sus labios una sonrisa amarga y repugnante.

—¡Por fin! —exclamó plegando cuidadosamente el periódico que leía.

Era una hora en que Federico acostumbraba a estar solo, y Losada se dirigió a encontrarle. Cuando llegó a la sala de armas se paseaba el joven distraído. Federico manifestó al ver a don Carlos un leve movimiento de impaciencia, porque éste le era cada vez más insoportable; pero se dominó fácilmente y tendió la mano al recién llegado. Losada le miraba sin aceptar la invitación amistosa que se le hacía. El joven le observó con atención, no sabiendo lo que significaba aquel desaire.

—Nuestras manos no pueden unirse —dijo don Carlos con actitud de insultante desafío.

Entre la mirada con que el viejo acompañó sus palabras y el reto que tiempo atrás le había dirigido cuando su primera entrevista, halló tal analogía, que Federico no pudo menos de estremecerse y contestar con altivez:

—Ese lenguaje requiere explicaciones.

—Entérese usted bien de esta noticia.

Y don Carlos alargó el periódico a Federico, que leyó consternado un párrafo en el cual se anuniaba la profesión de una novicia: el joven no pudo acabar de leer su nombre; lo adivinó, y hubo de apoyarse en la pared para no caer desvanecido. Hasta entonces Federico, en su desgracia, abrigaba la remota esperanza de encontrar alguna vez a María del Amparo, de oír tal vez disculpas, de escuchar acaso revelaciones que pudiesen consolarle. Aquella noticia imprevista le separaba para siempre de María. Pasada su primera emoción, miró a don Carlos fijamente y le dijo con acento rencoroso:

—Esto tiene el aspecto de un insulto; pero el dolor debe haber extraviado el ánimo de usted, y le compadezco.

—María del Amparo no es mi hija —dijo don Carlos fríamente.

Federico le escuchaba asombrado, sin darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Por fin rompió el silencio.

—¿No me confesó usted ese secreto hace ya más de un año?

—Mentí.

—¿Con qué objeto?, ¡miserable! —dijo el joven asiéndole con fuerza por un brazo.

—Escuche usted en calma, y luego tiempo tendremos ambos de desahogar la ira.

Y con voz pausada y serena, sin aparente emoción, don Carlos le refirió con insultante franqueza su amor y su infame intriga en todos sus detalles. Federico le escuchaba con interés creciente, y cuando Losada concluyó de hablar, en vez de un odio profundo, el semblante de aquél sólo indicaba una profunda y dolorosa compasión.

Extraño fenómeno: Federico, que no se resignaba al desaire inmerecido de María, hallaba cierto encanto en aquel voluntario sacrificio. Si su amor no quedaba satisfecho, su amor propio lo estaba de tal modo, que casi perdonaba a don Carlos sus maldades. Si al cariño humano se lo despoja de su egoísmo, queda un resto bien miserable.

Federico dijo a Losada con desprecio:

—Es usted un malvado; pero su propia conciencia le castiga: en su corazón tiene usted más tormentos de los que yo pudiera desearle, y por lo tanto le perdono.

Aquellas palabras irritaron a don Carlos, que adivinó lo que pasaba en la imaginación de su rival.

—No lo crea usted —le contestó—; me queda todavía el placer de mi obra. El amor no renace fácilmente; tal vez no encontrará usted en el mundo otro cariño verdadero.

Lo dijo de un modo tan incisivo y provocador, que el joven le miró, retrocediendo al contacto de aquella mirada venenosa. Sintió que un odio horrible y un deseo inmoderado de venganza se apoderaban de su corazón, y experimentó una necesidad de aplastar de una vez aquel reptil humano.

El viejo seguía lanzándole efluvios satánicos con su mirada.

Federico cerró la puerta: empuñó dos floretes rotos, y presentó el mayor a don Carlos, diciéndole con voz temblorosa:

—Para igualar las fuerzas.

Y acto continuo colocó a corta distancia los restos de aquellas armas y un florete entero. Hecho esto, dijo a Losada aparentando una serenidad que no sentía:

—El que quede con vida tomará el arma nueva, arrojará la suya entre las inútiles, y en el suelo el extremo de la de su contrario; después abrirá la puerta para pedir socorro, y sostendrá que ha sido un accidente imprevisto la desgracia. Ante todo, debemos evitar las estocadas que no sean mortales, y si alguno resulta herido solamente, suspenderemos para otra vez el desafío. Sólo hemos de tirar al corazón y hacernos una herida. ¿Acepta usted el pacto?

Losada sonrió como quien ha comprendido, y se preparó con mucha calma.

Federico era uno de esos hombres vulgares, ni escépticos ni creyentes, de ideas morales poco sólidas, pero sin maldad, y aquel combate sólo tenía para él la solemnidad del peligro. Cuando el hombre no tiene el freno de su razón y se deja llevar de sus rencores, se convierte en una fiera.

Solos estaban don Carlos y Federico; sus aceros se habían cruzado con lentitud y firmeza; sus ojos lanzaban fuego, y su corazón latía desordenadamente. No hablaban una palabra: sólo se oía el crujido de las armas. Parecían dos hienas tratando de devorarse en una jaula. La inteligencia humana, entregada a sí propia, tiene soluciones insensatas y locuras crueles; ¡y el hombre sin Dios pretende vivir en sociedad!

—¡Herido! —dijo Federico apartándose de su adversario.

—No es cierto —contestó Losada lanzándose a su encuentro.

Y se renovó la lucha con más ira; pero casi al mismo tiempo cayó don Carlos atravesado. Federico sintió una horrible alegría, y se dirigió hacia el sitio donde estaba la llave. Don Carlos exclamó con voz débil:

—Es inútil, me he vengado —y descubriendo con dificultad su pecho, mostró dos caños de sangre—. Ahora —prosiguió con ironía— pruebe usted que ha sido casual mi muerte.

El joven sintió que le faltaban las fuerzas.

Y empezó la agonía de don Carlos. Sus ojos se inyectaron de sangre. Sintió que iba a morir y tuvo miedo: un miedo incomprensible, una angustia infinita. La nada o el castigo. ¡Qué ideas tan horribles en el cerebro de un moribundo!

Después expiró.

XI

Era precisamente la hora en que María del Amparo acostumbraba a hacer sus oraciones. Su alma estaba serena; su conciencia tranquila; su corazón en calma.

Sentía un bienestar incomprensible; un deseo de hacer bien, de rezar, de desahogar mentalmente su ternura.

Y rezó por el alma de los muertos con tal fervor, con tanta caridad, que acaso la Bondad infinita acordó al espíritu desdichado que acababa de acercarse a su presencia todos los méritos de tan perfectas y sentidas oraciones.


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
Leído 1 vez.