El Arte de Vivir

Armas defensivas

José Fernández Bremón


Cuento


Querido Luis:

He leído con interés las descripción que me haces de ese castillo moruno, sin almenas ni puertas, con los cimientos removidos por las minas y los muros aportillados, que siembran de piedras y cascote los derrumbaderos que lo cercan.

«Felices nosotros que no tenemos que vivir rodeados de murallas y cubiertos de hierro —dices al concluir tu carta— ni sentimos la necesidad de fortificarnos y defendernos».

Tienes razón en apariencia: ya no se encierran los hombres en castillos, esos nidos humanos hoy abandonados a las lechuzas; ya no nos blindamos el cuerpo para preservarlo de la saeta y de la lanza; pero ¡ay! de aquel que no se fortifica a la moderna y no lleva una sutil y disimulada coraza debajo del chaqué.

Antiguamente se distinguía de lejos el enemigo por el polvo que levantaban sus caballos, el brillo de las armas y los colores que ostentaban sus pendones. Hoy se acerca a nosotros sin ruido y abrazándonos. Entonces el combate era la forma natural y clara de la guerra. En nuestros tiempos, todo el que reflexiona concluye por estimar al enemigo declarado, que al fin y al cabo tiene la franqueza de no disimular su antipatía, y nos advierte que no contemos con él y vivamos prevenidos. Son, por desgracia, muy pocos los que nos envían su cartel.

En la Edad Media los hombres sabían a ciencia cierta los instrumentos que usaba el enemigo para ofenderlos: máquinas de guerra para agujerear sus muros; zanjas para perniquebrar a sus caballos; mazas de hierro para abollar la cabeza a los jinetes; picas para derribarlo del caballo y desencajar la armadura por los flancos; saetas para atravesarle un ojo cuando se alzaba la visera, y otros instrumentos entonces familiares y corrientes. Hoy el enemigo usa un bastón ligero e inofensivo, y hiere con la palabra fina y cortésmente.

Es verdad que ya no usamos troneras en las casas, ni ponemos las ventanas en el patio por temor de que el vecino nos dé los buenos días con un flechazo. Pero te aconsejo no olvides que vivimos bloqueados y en estado de guerra, para que no descuides tus defensas.

Ante todo rodea tu habitación de un foso de precauciones y recelos, y coloca en tu puerta un puente levadizo que no puedan franquear los pedigüeños, los amigos falsos, los fisgones y zalameros, las busconas y toda clase de roedores de la salud, de la paz y de la hacienda. Que tu malicia te cubra con una especie de muralla, desde la cual mires el mundo por una tronera. Lo mejor sería que no tuvieras, o que nadie sepa que la tienes.

No te preocupes jamás de los ladrones: si tuviera tiempo y espacio te demostraría que esos enemigos son los que menos te roban y despojan. Un ruido los hace huir; una cerradura inglesa los detiene, y hasta la policía puede descubrirlos. Son tímidos como los ratones y los pájaros.

A los que te digan que pasaron los tiempos en que un hombre perverso dejaba su guarida, acometía a los que encontraba en su camino, los desvalijaba y volvía a su castillo cargado de despojos no los creas. En este mismo instante estoy viendo a un vecino de aspecto venerable, que vuelve de su diaria excursión a las Salesas, a los ministerios y a la Bolsa: trae en la mano un rollo de papeles, y en su alegre semblante la sonrisa delata que vuelve cargado de botín. Le conozco. Ha arruinado a alguna familia; ha envuelto en la red de un préstamo a una persona confiada; ha hecho en Bolsa la operación cesárea a un negociante: su capital, que es trabajo acumulado por otros, es en él usura y traición amontonados. Vuelve triunfante, pero no empolvado como los antiguos salteadores de horca y cuchillo, sino limpio, correcto, seguro y confiado. Es un señor feudal.

He dicho que vivimos sitiados. Mientras duermes vela el que quiere echar carne de caballo en tu puchero, polvo de achicoria en tu taza de café, esencia de patata en tu botella de aguardiente; velan adulterando todo lo que comes los enemigos del estómago, desde el ama de cría que da de mamar a los niños leche mala, hasta el farmacéutico que equivoca la última receta. Si antes se cubrió el cuerpo de hojas metálicas, ¿no sería hoy preciso llevar armadura hasta dentro del estómago?

Te congratulas, y yo también, de que no llevemos casco. Confiesa que en otro tiempo bastaba un capacete de hierro para tener resguardada la cabeza. ¿Cuándo ha estado el hombre más en peligro de perderla y más necesitado de defensa? Todos tienen manera y ocasión de trastornárnosla para convencernos de sistemas contradictorios y diversos, que nos quitan el sueño y nos confunden y marean. Confiesa que quien no adopta una precaución para la integridad de su mollera, poniéndose por casco un método de vida, concluye en una jaula.

¡Ay del que no resguarda su corazón con una coraza impenetrable, contra la debilidad de sus buenos sentimientos! Cuanto más egoísta es el hombre, más bondad te exige y mayores sacrificios. Así como en el tresillo suelen parecer grandes las entradas que hacen los otros, y pequeñas las nuestras, aunque sean solos degollados, así también, hay moralistas que tratan de convertirse en ascetas, mientras ellos se consideran sin deberes. Todos contarán con lo tuyo, contarán con tu vida y tu salud, sin estar dispuestos siquiera a oír tus quejas. De tu corazón ha de brotar un chorro de buenos sentimientos, y el suyo será una esponja seca, que nada arroja por mucho que se exprima y todo lo absorbe con afán.

Y si esto es por lo que toca al pecho, ¿crees que pueda vivir nadie ni moverse si no tiene guardadas las espaldas?

Convengo contigo en que se desmoronaron las antiguas fortalezas por inútiles; que sólo en los museos y panoplias se conservan aquellas pesadas armaduras que libraban al cuerpo de cuchilladas y lanzazos. Pero, ¿quién, si no se fortifica y cubre cada parte de su cuerpo con una armadura moral impenetrable, dejará de ser despedazado y magullado, en esta sociedad, donde los enemigos nos abrazan y nos ahogan, nos piden y desuellan, nos desvalijan y deshonran?

La lucha continúa como en la edad de hierro. Ármate de crueldad, malicia, escepticismo, frialdad y disimulo, que son las piezas mejor templadas contra las armas que esgrimen en tu daño. Ármate y duerme armado y ten en cuenta que sólo puedes ser centinela de ti mismo.


Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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