Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.
Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.
Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.
Un juez y un escribano, acompañados de algunos sayones o alguaciles, acecharon la casa poco después del cubrefuegos, deteniendo al aprendiz en el momento en que salió a verter los desechos del barrido. Interrogando al muchacho, las sospechas tomaron gravedad: su amo le había prohibido entrar con luz en el taller, donde hacía experimentos, y le asustaba sin cesar ponderándole los peligros de la desobediencia.
—Tengo fuerza suficiente —le había dicho— para hacersaltar un buey hasta las nubes.
Los ministros de la justicia no escucharon más y penetraron en la casa guiados por el aprendiz; ¿qué ocurrió después? El que había quedado a la puerta se sintió impelido y derribado por una fuerza irresistible, mientras un trueno y un relámpago horrorosos iluminaron el cielo y espantaron la ciudad, sin dejar más rastro que una nube espesísima de humo y un olor que, para ser de naturaleza infernal, no era desagradable.
Cuando las gentes y soldados acudieron, no se determinaron a entrar en la casa, dentro de la cual se veía el cadáver del escribano carbonizado en la escalera: pidiose auxilio al clero, que, defendido por reliquias y conjuros, entró por fin, para presenciar un espectáculo lastimoso e incomprensible: toda la cubierta de la casa había volado, y sólo hallaron en el taller otros cuerpos ennegrecidos y estrellados en las paredes. El cadáver del juez fue recogido a gran distancia, y fue preciso desclavar otro cuerpo que estaba enganchado en una veleta: era el cuerpo del judío.
La justicia mandó quemar todos los cadáveres, exorcizar las cenizas, derribar la casa y sembrar de sal aquel solar maldito. Los sabios de entonces no se explicaron el suceso.
Los ignorantes de hoy creemos que la justicia de aquel tiempo penetró sin precaución en uno de los primeros polvorines, retrasando la invención de la pólvora durante muchos años. Apoya esta opinión los ingredientes que usaba el judío en sus combinaciones: el carbón molido, el azufre y el salitre.