El Cirio Pascual

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

La cerería de Pascual López era en 1763 una de las más acreditadas de Madrid: un portal grande conducía de frente al obrador, lleno de operarios de ambos sexos; maestras y oficialas doblaban, torcían los hilos y hacían las presillas de las mechas, que algunos aprendices untaban de cera para endurecerlas, colgándolas después en mazos o alrededor de los arillos; más allá, la cera, hirviendo en ollas de cobre para purificarse, caía en los braseros, y los oficiales, sacando el líquido en cazos puntiagudos, lo vertían a lo largo de las mechas, dándoles a pulso el peso y forma de velas, cirios o hachas; otros aprendices, descolgando esa obra aún imperfecta, la arropaban en camas hechas con sábanas y mantas, llevándola después a los tableros, en donde otros operarios la moldeaban, bruñían y acababan.

La tienda, al lado izquierdo del portal, comunicaba con el taller por una puertecilla, y no tenía más adornos que un ancho mostrador, cajones rotulados y una severa fila de hachas colgadas de escarpias en el fondo. Detrás del mostrador Juanita la cerera enseñaba al sonreír sus dientes blancos y los hoyuelos de sus mejillas sonrosadas, y revolvía su esbelto cuerpecito con los movimientos más estudiados y graciosos. Pascual López, su marido, la miraba de reojo, pálido como sus hachas y muy intranquilo cuando el comprador tenía trazas de galán.

—¡Una cruz para difuntos! —dijo una moza lugareña.

—¿Blanca o amarilla? —respondió la cerera.

—No me han dicho más.

—¿Era el muerto soltero, casado o viudo?

—Es mi señora: la madre de mi amo.

—Entonces le pondrán una cruz amarilla, pero si la quieren de soltera se cambiará por una blanca.

Y Juanita entregó a la moza una de esas cruces de cera que en aquel tiempo se colocaban en las manos de los muertos.

Los parroquianos entraban y salían, oyéndose estas o parecidas frases:

—¿Hachas de cuatro pábilos? ¿Hay ambleos? ¿Me da usted un paquete de cerilla?

Juanita, despachando lo sencillo y dirigiendo a su esposo los pedidos complicados, se acercó a un arrogante guardia de corps que no parecía tener prisa y la miraba atusándose el bigote.

—¿En qué puedo servirle?

—¿Se hacen aquí milagros? —preguntó el guardia con voz dulce.

—De cera, sí, señor; los hay finos y bastos; ¿queréis manos o piernas o necesitáis una cabeza?

—Quiero un corazón fino —dijo el guardia en voz baja.

La cerera sonrió con disimulo y envolviendo el corazón de cera en un papel, se lo dió al guardia, que al tomarlo oprimió suavemente la mano de Juanita.

—¿Cree usted que ese corazón se ablande entre mis manos?

—Tan ardientes pueden estar que se derrita. Alejaos, que mi marido me está comiendo con los ojos.

El gallardo militar saludó marcialmente, y ya en el portal volvió la cara para dirigir la última sonrisa a la cerera, pero sólo vio enfrente el rostro avinagrado de Pascual.

Poco después entraba en la cerería un alcalde de casa y corte con su alguacil, dejando el séquito en la puerta.

—¿En qué podemos servir a vuestra señoría? —dijo el cerero algo alarmado.

—En poca cosa —respondió el alcalde—. Importa averiguar la procedencia del paquete que presenta mi alguacil. ¿Podéis decirme, señor Pascual, de dónde es esa cera?

Pascual López tomó y examinó con atención el trozo de cera virgen que le entregaban, y después de olerlo y probarlo, respondió sin vacilar:

—Esta cera es extremeña; no me cabe duda.

—Tenéis un gran olfato, maestro; Dios os lo conserve, que buena falta os hace en vuestra casa.

Y dando las gracias al cerero, salió su señoría diciendo por lo bajo al alguacil:

—Ha sido buen pretexto el que me disteis para hablar con los cereros. Ella es muy guapa, y él parece buen hombre. No consentiré que le burle el canalla de mi hijo.

Entre tanto, marido y mujer se peleaban por la venta del corazón al guardia, parroquiano demasiado asiduo y sospechoso. Un gran ruido en el taller dio fin a la disputa.

—¿Qué estrépito es ése? —dijo Juana—. Alguna torpeza o travesura de ese pícaro aprendiz que has recibido, y no sirve para nada.

—Pero es bien criado, gracioso, y con buena voluntad.

—Calla, y mira lo que ocurre.

II

Todo era algarabía en el obrador, que no cesaba con la presencia del maestro.

—¿Qué es esto? —exclamó Pascual con voz tonante.

—Que ha salido la lotería, maestro, y todo Madrid está revuelto con la novedad —contestó alegremente un lindo aprendiz, de unos diecisiete años y de aspecto fino y picaresco. Aquí están los cinco números premiados.


18—34—80—51—81


—¿Ha tocado la lotería a alguno de vosotros?

—Ha debido caer un terno seco; por eso riñen las oficialas y María la aprendiza.

—Sí, señor —dijo una muchacha—, éstas tienen la culpa. Habíamos quedado en jugar nuestras edades. Yo puse la mía, 18 años; la Pepa dijo que tenía 28 y la señá Blasa 40.

—Y jugaron a terno seco el 18, 28, 40 —añadió riendo el aprendiz—, pero ahora resulta que se había quitado años las mayores, porque tienen la una 34 y la otra 51, y se han quitado la suerte por querer rejuvenecerse.

—Debían abonármelo —repetía furiosa la jovenzuela.

—Haya paz —repuso Pascual López— y todos al trabajo. Tú, Pepillo —dijo muy quedo al aprendiz—, vete al mostrador y observa con quién habla la maestra mientras pongo esto en orden. ¡Ea! Señoras, ¿cómo ha de ser? Conformarse con su mala suerte: tú, holgazán, lleva a orear esas velas; tú, a descascar aquellos cabos; mira por dónde andas, que por poco caes en el brasero de la cera...

—¡Fuera de aquí! ¡A trabajar! —decía en tanto la cerera a Pepillo el aprendiz, echándole de la tienda—. No necesito estafermos a mi lado.

—Me ha enviado el maestro.

—¿Cómo? ¿Me replicas? —Y Juanita, agarrando por los cabellos rubiosa a Pepillo el aprendiz, empezó a darle espaldarazos con la palma de la mano, hasta que Pascual López, no sin trabajo, le libró de aquellas garras enfurecidas y graciosas.

—¿Por qué no quieres que esté en la tienda este muchacho? —preguntaba el cerero a su mujer.

—Porque es tu espía y no le puedo resistir. Parece imposible que te confíes a un muchacho que no sabe quién es y de dónde viene. Ese chico te ha de dar muchos disgustos.

—Pues, mal que te pese, has de sufrirle.

A todo esto, Pepillo, atusándose la despeinada y fina cabellera, miraba a la maestra con aire entre afligido y socarrón.

III

Los celos de Pascual López crecían, porque el guardia hacía un consumo de cera poco natural, y para colmo de contrariedades, no era el único que solicitaba a su coquetísima consorte.

Una noche en que tuvo Pascual López que velar el cadáver de un cofrade, dejando a Juanita sola en casa, le puso tan intranquilo un mal presentimiento, que, abandonando el velatorio, se dirigió hacia su morada alumbrado por la clara luna de diciembre, y sin más contratiempo que algún resbalón al pisar el hielo de las aguas que en aquel tiempo se vertían en la calle. Eran las dos de la mañana, y la temperatura de las más frías del invierno madrileño, y, sin embargo, velaba su mujer, porque se veía luz a través de la ventana. Pascual López quedó como paralizado; luego se abalanzó sobre una reja y quiso trepar al piso principal iluminado, y cayó al suelo dando un grito: había visto en el techo de la alcoba dos sombras muy unidas: al rodar por tierra Pascual, se vio rodeado y alumbrado por los faroles de una ronda.

—¡Calle! —dijo el alcalde de casa y corte—. ¿No sois el dueño de esta cerería?

—Justicia, señor, justicia —dijo el pobre marido levantándose, y luego, más bajo, acercándose a su señoría—: mi mujer me engaña y no está sola.

—¿Traéis llave?

—Es verdad: pero la ofuscación me hacía querer trepar por esa reja.

—Tomad un farol y entremos los dos solos.

Pero ya en la casa se había notado que entraban, porque se oyó ruido de alguien que corría.

—Huyen por el obrador y alguno ha caído al suelo tropezando en un objeto de metal. ¿Llegaremos? Han abierto una ventana.

Y Pascual abrió de un golpe la puerta del taller, que estaba ya vacío: el amante se había descolgado por una ventana trasera, sin dejar más rastro que uno de los braseros de la cera desencajado y fuera de su sitio.

—Llegamos tarde —dijo el alcalde—, serenaos y evitemos el escándalo. ¿Sospecháis de alguien?

—¿Que si sospecho? Tengo evidencia: el amante es un guardia de corps.

—Pues estáis equivocado, señor Pascual, el guardia es sólo un pretendiente a quien vigilo y que está arrestado en su cuartel.

—¿Le conocéis?

—Es mi hijo mayor.

—¡Ah! ¡Mirad! El que sea ha dejado una prueba de su culpa; al caer de bruces sobre la cera del brasero, todavía blanda por el calor del taller, nos ha dejado el molde de su cara —exclamó Pascual López con agitación.

—¿Qué hacéis, señor Pascual?

—Echo agua en el hueco de ese molde, y dentro de un instante tendremos el busto del amante, sacándolo al sereno, porque el agua se helará.

El alcalde no pudo menos de sonreír mientras Pascual sacaba el brasero de la cera al ancho patio.

IV

Cuando el agua estuvo helada, el cerero volcó el molde sobre el tablero de bruñir, y apareció en un medallón de hielo una cara juvenil, que hizo retroceder aturdido a Pascual López.

—¡Pepillo! Mi aprendiz. Mi confidente es el que me la pega.

—¿Cómo vuestro aprendiz, si es mi hijo menor, que está estudiando en Alcalá?

—Os digo que es un aprendiz que tengo hace tres meses.

—Hace tres meses que le envié a la Universidad.

—Señor alcalde, ¡justicia!

—Creedme y resignaos.

—Pido justicia y se me debe.

—Y no os la niego, pero oíd. Antes de ser alcalde era ya padre, y lo primero es lo primero. Si os obstináis en perseguir a mi hijo, no podré evitarlo; pero sabed que hay leyes para todo, y malo ha de ser que rebuscando en ellas, no encuentre alguna aplicable para ahorcaros.

—Luego ¿he de sufrir mi agravio?

—Hagamos lo único posible; yo os juro que romperé esta vara en las costillas de mi hijo; romped vos un cirio en las espaldas de vuestra mujer; ¿aceptáis?

—Señor alcalde, trato hecho.

V

Pascual López entró en casa del alcalde, más pálido que de costumbre, cuando éste concluía su ronda.

—Señor alcalde —le dijo—, he muerto a mi mujer.

—¿No la golpearíais con un cirio?

—Sí, señor; con un cirio pascual que pesaba tres arrobas. ¿Qué he de hacer ahora?

—¿No era coqueta vuestra mujer? ¿No la sorprendisteis con un hombre que se fugó de su alcoba? ¿No la golpeasteis con un utensilio de vuestro oficio?

—Sí, señor.

—Vuestra esposa ha fallecido de muerte natural; id descuidado, que yo lo certifico.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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