El Condenado por Otro

José Fernández Bremón


Cuento



I

Aquel día Jacobo el albañil trabajaba con gusto; la víspera había comido mucha carne y bebido en abundancia, así es que sentía exceso de fuerza y desusada facilidad de movimientos; además, el recuerdo de una discusión política que había tenido con Blas el Largo, tabernero conservador, daba vigor a su brazo, pues cada vez que recordaba los argumentos de su amigo, respondía mentalmente, derribando de un piquetazo un trozo de pared:

—Tú eres albañil y me comprendes —le había dicho Blas—, se ha destruido mucho y hay que edificar.

Y Jacobo descargaba con ira la piqueta contra el viejo paredón, pareciéndole que echaba abajo una antigualla a cada golpe. Ya había convertido en cascote altar, trono, milicia, capital y burguesía, que consideraba como el ripio y la armadura carcomidos de una sociedad apuntalada, cuando el pico de hierro dio en un vano y estuvo a punto de perder el equilibrio.

Se había llevado muchos desengaños con esos nichos o escondites que se encuentran al derribar las casas viejas; en uno había hallado suelas de zapatos, y en el más interesante el esqueleto de una criatura; pero aquel piquetazo en hueco no era como otros: le pareció haber lastimado un organismo sensible, como si la pared tuviera entrañas; introdujo el pico de hierro suavemente en la cavidad que había hecho, la agrandó con precaución, y al retirar la herramienta salió por aquel boquete un chorro de onzas de oro, y le pareció que gemían al caer.

Quedose Jacobo más pálido que las onzas; miró a todos lados, y asegurándose de que nadie le veía, recogió el dinero en sus bolsillos, y siguió trabajando hasta ocultar la boca de la mina.

Aquella noche, después de emborrachar con su mujer al guarda de la obra, sacó el resto del tesoro, y antes de que amaneciera, Rosa y Jacobo habían guardado bajo los ladrillos de su alcoba dos mil onzas de oro, después de contemplarlas con deleite.

—¡Es un capital! —decía la mujer.

—Y yo que lo he maldecido tantas veces... La verdad es que no lo conocía; y sólo se comprende lo que es bueno cuando se sienten sus ventajas. Bien dicen que el trato engendra cariño.

II

Un viaje y el fingimiento de una herencia justificaron el cambio de posición del albañil y su mujer. Acostumbrados a vivir pobremente, bastáronles para creerse felices un reloj de cuco en el comedor; en la sala dos cromos grandes, una consola de caoba y algunas figurillas de loza compradas en el Rastro, y en el balcón varios tiestos con rosales, clavellinas y geranios. Atestaron de ropa blanca y de membrillos los baúles; se hizo cada esposo un traje nuevo, y Rosa adquirió de lance un pañolón de Manila bordado de pájaros y flores. Hechas aquellas compras, creyeron haber llegado a los límites del lujo.

—Es preciso sacar otra onza del escondite —dijo una noche Jacobo a su mujer.

—Ya van diez, y a ese paso llegará un día en que el dinero se concluya.

—Imposible: he hecho sacar las cuentas, y gastando un duro diario tenemos para vivir todavía más de 87 años.

—Pues yo —replicó Rosa— también he tratado de enterarme: y sé que esas onzas tienen mucho premio cambiadas en billetes y que llevando los billetes a la Caja de Ahorros, nos dará de réditos más de tres duros diarios sin gastar el capital.

—¿Crees en esas brujerías? Aunque todo debe creerse del dinero. Un momento de suerte nos da una renta para toda la vida, y la de nuestros hijos si los tenemos, y catorce años de trabajo no me dieron derecho a nada. Ya todos nos buscan y nos saludan, siendo los mismos de quienes antes nadie hacía caso. Hoy podemos viajar; tomar lo que se nos antoja en las tiendas y cafés; pasear en coche. Créelo, que hay algo de brujería en el dinero. Pero no quiero cavilar; saquemos otra onza.

—¿Te es lo mismo esperar hasta mañana? —dijo Rosa.

—¿Por qué?

—Porque es de noche y tengo miedo; voy a decirte la verdad: estoy segura de que cada vez que sacamos una moneda, se oye un gemido muy triste dentro de la hucha.

III

Llegó, poco tiempo después, el día de Difuntos. Rosa y Jacobo lo festejaron al uso madrileño, comiendo castañas asadas y recorriendo camposantos; y al anochecer volvieron a su casa hartos de oír responsos, leer epitafios y ver lámparas, hacheros, coronas fúnebres, cintas de raso y panteones. Se encerraron con dos libras de buñuelos y una botella de aguardiente, cerrando las maderas para no oír el doblar de las campanas. Sólo el alcohol puede disolver la masa a medio freír que se vende en esos días, y como eran muchos los buñuelos, y la noche triste, y lo exigía el recuerdo importuno de los muertos, marido y mujer bebieron de lo lindo.

Habían encendido en una cazuela con aceite muchas mariposas por el alma de todos sus parientes; y en un vaso pequeño una lamparilla por el ánima más cercana y solitaria. Las luces y el campaneo cortaban los relámpagos de alegría que de vez en cuando producía el aguardiente. Jacobo dio una carcajada, pero impropia, inoportuna.

—¿De qué te ríes? —le dijo su mujer.

—Para ver si nos alegramos.

—No es noche a propósito.

—Ya lo sé; pero estoy pensando en una cosa. Puesto que podemos, ¿por qué no hemos de ser propietarios? Siempre tuve envidia a los caseros.

—Las casas tienen muchos gastos; hay que hacer reparaciones.

—Es que yo sería el maestro albañil, y con lo que me sisase a mí mismo haríamos la obra.

—Pues es verdad... no se me había ocurrido —dijo Rosa con admiración.

—Sin embargo, las casas no son muy seguras; yo que he derribado tantas sé cómo se hacen. Esta misma creo que se está moviendo.

—Son las luces las que se menean.

—No: es el suelo.

—Estás borracho.

—¿No ves que se ha alzado por sí sola la baldosa en que escondemos el dinero?

—Sí, tienes razón; voy a gritar ¡ladrones!

—Calla, nos robarían los que vinieran a ayudarnos.

Jacobo aproximó la luz a su tesoro y lo vio intacto.

—¡Hum! —dijo moviendo la cabeza—, esto no me gusta. Se ha alzado sola la baldosa.

Y volvió a ponerla en su lugar; pero apenas se habían sentado Jacobo y Rosa, volvió a alzarse el ladrillo; marido y mujer se levantaron otra vez, pero sin atreverse a respirar ligeramente.

—Jacobo, ¿estaremos borrachos?

—Todo podría ser, pero en noche de ánimas no me extrañaría que alguna nos hiciera una visita; saben que tenemos dinero y son muy pedigüeñas.

—No digas eso, que siento escalofríos.

—¿Se puede entrar? —dijo debajo de la tierra una voz lúgubre.

—No, no —respondió Rosa temblando y escondiéndose detrás de su marido.

—Adelante —dijo Jacobo, después de echar un trago.

La baldosa acabó de levantarse y caer del revés. Jacobo y Rosa vieron que la lamparilla se alzaba del suelo, se acercaba por el aire como si un ser invisible la llevase en la mano, y que se posó encima de la mesa. Entonces la misma voz que antes habían oído dijo dentro del cuarto y a dos pasos de distancia:

—Buenas noches.

Rosa dio un grito, abrió la puerta y desapareció por la escalera. Jacobo vaciló, pero como no veía a nadie delante, apuró la copa y repitió con firmeza:

—He dicho que adelante.

Y replicó la voz misteriosa:

—Ya entré y estoy sentado delante de la mesa.

Jacobo, que no veía a nadie, tomó el sombrero y contestó:

—Pues usted dispense si le dejo solo, pero no puedo abandonar a mi mujer.

Y cerrando detrás de sí la puerta, bajó las escaleras en dos saltos.

IV

—¿Sabes lo que pienso? —decía en la calle Jacobo a su mujer—. Que nos han alquilado una casa que estaba ya alquilada: mañana nos mudamos.

—No —respondió Rosa—, las ánimas no se ven, pero se quejan: esa voz que hemos oído es la del ánima del dueño del dinero. Mira lo que sale del portal.

—Veo una lucecita que vuela.

—Es la lamparilla: sin duda la trae el ánima y viene hacia nosotros.

Jacobo y Rosa se refugiaron en una buñolería llena de gente y muy iluminada, donde se tranquilizaron con la compañía y la algazara, sabiendo que las cosas del otro mundo huyen de la claridad y de la bulla.

—Yo creo —exclamó Jacobo después de apurar una copa— que hemos visto esa luz porque estamos alumbrados.

—No; mírala otra vez; está en la reja de enfrente, esperando que salgamos.

—¿Sí? Pues tiene para rato —repuso Jacobo palmoteando—. ¡Mozo! ¡Aguardiente! ¡Muchísimo aguardiente!

—¿Cuánto?

—Dos mil onzas.

V

Cuando hubieron bebido una botella, dijo Jacobo con tristeza:

—El capital no tiene fin; ya no puedo beber más y sólo hemos gastado tres pesetas; créelo, no saldremos de aquí vivos.

—Porque eres un cobarde —exclamó Rosa con la cara encendida y los ojos chispeantes—. Paga y sígueme, que yo apago esa luz.

—Eso no; donde hay un hombre de pulmones, no sopla una mujer; voy a romper el alma a esa alma en pena.

Y marido y mujer salieron de la buñolería haciendo eses, con dirección a la luz, y con todo el valor de su aguardiente.

—¡Huye! No nos espera.

La lamparilla, siempre en el aire, se dirigía hacia la casa. Jacobo, navaja en mano, iba detrás, y subía la escalera y entraba en su domicilio, dando tajos y puñaladas en el aire, hasta que, rendido, quedó en el suelo boca arriba; Rosa cayó sobre la cama sin hablar; su marido decía con voz aguardentosa:

—¡Ánima! Como te acerques, te degüello.

VI

—¿Quién eres? —preguntaba Jacobo.

—Soy el que hizo el montón de onzas que encontraste.

—¿Qué deseas?

—Que no derrames lo que reuní a fuerza de privaciones y delitos.

—¿Por qué?

—Porque se me ha permitido residir en ese oro mientras quede una sola onza en el montón que yo formé. Cada moneda que sacas es un miembro que me arrancas con dolor.

—¡Ja, ja, ja!

—¿De qué te ríes?

—De que mañana empiezo a destrozarte y no te va a quedar un miembro sano.

—¡Maldición!

—¿A quién maldices?

—A mi suerte. Me he condenado para que tú pases buena vida.

La lamparilla, que empezaba a chisporrotear, dio el último chasquido y se apagó: el marido y la mujer roncaban con estrépito; cuando Jacobo y Rosa despertaron por la tarde, las lamparillas estaban apagadas y todo en su lugar; sólo conservaban recuerdos muy confusos de ánimas, lucecillas, puñaladas, onzas de oro, buñuelos y aguardiente.


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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