«Felices los que hallan siempre la moral en armonía con su conveniencia, porque nunca tendrán remordimientos». Así reflexionaba anoche cuando falto de asunto de actualidad para la revista, me dirigí en busca de mi amigo Damián, a quien salvé la vida hace dos meses consiguiendo apartar de su ánimo la manía del suicidio.
—¡Oh amigo mío! —le dije con el acento más suave que pude dar a mi voz—, ya sabes que no deseo tu muerte, pero como al fin y al cabo la vida es corta y miserable y pudieras persistir en la idea de poner punto final a la tuya; sin que esto sea inducirte al suicidio, vengo a rogarte que, si continúas decidido a morir, lo hagas esta misma noche en mi presencia, para darme un asunto dramático y conmovedor con que impresionar mañana a los lectores.
»En estos tres últimos días no ha tenido la bondad ningún marido de hacer la vivisección de su mujer culpable; no se ha determinado a fallecer ningún hombre eminente; ni siquiera se han atrevido los imitadores a asaltar un simple tranvía, a ejemplo de lo ocurrido en provincias hace poco; el cometa que han visto algunos en el cielo no dirige la proa hacia la tierra; todo funciona con monotonía insoportable; felices los revisteros que pudieron anunciar el incendio de Roma por Nerón y la derrota del Guadalete. El mundo ha degenerado, amigo mío. Ya no sucede nada. En ti confío únicamente.
—Mucho siento —contestó Damián con benevolencia— no poder complacerte; pero tus argumentos en contra del suicidio me convencieron.
—Sin embargo, acaso pude equivocarme —repliqué—. Medítalo con calma, amigo mío.
—Comprendo tu situación —repuso Damián—, y voy a darte asunto.
—¡Ah, buen amigo! —dije abrazándole—. ¿Te decides a morir? ¿Te sacrificas a la curiosidad pública?
—No hay necesidad: voy a referirte un hecho que conmoverá seguramente a los lectores. Enciende el cigarro y eschucha.
Y Damián empezó su relato de este modo:
* * *
Hay, pasada la puerta de Toledo, un tejar donde vivían, hace
poco, un matrimonio joven, con tres hijos de cuatro a seis años de edad y
el abuelo materno de éstos: hace dos días desapareció el viejo, sin que
se pudiera averiguar su paradero, atribuyéndose generalmente su
ausencia a los malos tratos que daba su yerno al infeliz.
Ello es que el hijo político no hizo muchas diligencias para encontrar a su suegro y la hija se contentó con lamentarse ante algunas vecinas. Así las cosas, esta misma tarde, el mayor de los niños entró alborozado en el tejar, y dijo alegremente:
—¡Madre!, ya ha parecido el abuelito.
—¡Gracias a Dios! —contestó aquélla, besando con efusión a la criatura—. ¿Dónde está?
—Detrás del montecillo: sólo asoma la cabeza y mis hermanos están tirándole del pelo.
La pobre mujer no comprendió la confusa relación del muchacho y se encaminó precipitadamente hacia el sitio designado, quedando helada de terror ante el espectáculo que se ofrecía a sus miradas. La cabeza del viejo, inmóvil y sumamente pálida, salía de la tierra, bajo la cual debía hallarse todo el resto del cuerpo; los dos nietecitos, llenos de placer con el hallazgo del abuelo, le hacían preguntas infantiles y caricias, pero empezaban a alarmarse con el silencio del anciano.
—¡Ríete! —decía el menor, a quien tanta seriedad daba ya miedo.
—¿Estás dormido? —le preguntaba el otro nieto.
—Madre —repuso el mayor, ¿por qué tendrá abuelito tan fría la cabeza?
La mujer no contestó; cayó a tierra de rodillas; abrazó convulsivamente la cabeza de su padre, y un grito espantoso resonó hasta gran distancia: la infeliz sostenía entre sus brzos la lívida cabeza separada del tronco. Las fuerzas le faltaron y el cráneo, cayendo pesadamente a tierra, rodó por el montecillo.
El grito desgarrador de la mujer atrajo algunos trabajadores y vecinos que dieron parte a la autoridad, la cual registró el tejar y los campos inmediatos para hallar el cuerpo de la víctima y los vestigios y rastros de aquel horrible crimen de que la voz pública acusaba al yerno. El resultado de las primeras investigaciones, en lugar de aclarar el asunto, lo complica de un modo singular, pues en vez de hallarse el cuerpo que se buscaba, se ha encontrado otra cabeza, la del yerno, a quien se suponía el matador.
La sensación producida por este doble y espantoso asesinato ha sido profundísima, y el estado de la mujer e hija de las víctimas es tan delicado, que se teme pierda también la cabeza.
* * *
—Un momento —dije horrorizado e interrumpiendo a Damían—. ¿Cómo
no publican los periódicos de esta noche ese crimen terrible e
interesante?
—Sólo yo lo sé con todos sus detalles.
—¿Mejor que el juez de guardia?
—Mucho mejor, por la sencilla razón de ser el autor del crimen.
—¡Oh!, amigo mío, gracias, gracias —exclamé abrazándole—; tu confesión te honra; sólo te falta concluir como una persona decente, arrojándote por el Viaducto, para no ser conducido al cadalso. Si todos los amigos hiciesen lo que tú, no habría necesidad de inventar revistas: las haríais vosotros mismos, y de las más leídas, por ser la literatura patibularia la más conmovedora. ¡Salgamos! Vayamos hacia el Viaducto. ¡Oh, queridísimo amigo!
Damián me contuvo, mirándome sorprendido.
—¿No te he dicho que ese crimen no ha sucedido, sino que es invención mía?
Confieso que me quedé frío y profundamente disgustado.
—¿Luego ya no tengo asunto?
—¿Cómo que no? Es un crimen con todos los encantos de lo sangriento y aterrador, y la circunstancia atenuante y consoladora de no haber ocurrido.
—Pero ¿cómo disculpar esta ficción?
—Yo mismo te dictaré el final, escribe.
Tomé la pluma y escribí:
No habiendo ocurrido en estos tres últimos días ningún hecho
terrible de esos que dan tanto interés y amenidad a los periódicos, nos
hemos permitido improvisar un crimen nuevo e inventado expresamente para
nuestros apreciables suscritores.