El Desacato

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III

I

Entrando en el Retiro por la plaza de la Independencia, me senté poco antes del anochecer en un banco de piedra, para ver el desfile de las gentes; a mi lado estaba un viejo con los anteojos tan obscuros como los que se usan en los eclipses.

Los primeros que se retiraron del paseo fueron los niños con sus ayas, nodrizas y niñeras, vestidos de marineros o en pernetas los varones, y ellas con anchos sombreros y toneletes o capotas de paja y trajes largos como unas mujercitas; iban saltando y corriendo, cayendo y levantándose, riendo o echando lagrimones. Era la generación del siglo próximo, bulliciosa e inconsciente del papel que desempeñará en el mundo dentro de veinte años, cuando en vez de saltar en la comba, salten por encima de la moral y de las leyes, y en vez de jugar al escondite, jueguen a la Bolsa y se jueguen la cabeza.

Pasaron luego las personas graves que huyen de la humedad y el reumatismo; las niñas y viudas casaderas, y las casadas aspirantes a viudez; los solitarios meditabundos, los jardineros y los guardas.

La luz iba faltando; las caras se desvanecían y se apagaban los colores de los trajes; después sólo pasaban bultos cenicientos, luego sombras, después oí pisadas, pero nada se veía. Un murciélago me dio un abanicazo con sus alas como para despedirme del Retiro, y empezó la sinfonía de la noche.

—El espectáculo de hoy se ha acabado —dije levantándome—, buenas noches.

—Ahora es cuando empieza el espectáculo —respondió el viejo, lanzándome dos miradas luminosas que me parecieron las de un gato.

—No entiendo, caballero.

—¿Cree usted que todo lo que ocurre en este mundo no deja vaciados, sombras, ecos y reflejos que vibran y se reproducen en el infinito?

—No lo sé, aunque lo sospecho. Creo que todas las imágenes que se reflejan con la luz quedan fijas en alguna parte, y la Naturaleza conserva el álbum en sus archivos; creo que los sonidos no se pierden, sino que se detienen en una plancha, hasta que alguien los reproduzca, haciéndolos vibrar; el clisé de la fotografía y la plancha de fonógrafo lo han demostrado ya.

—Tiene usted razón —respondió el viejo—, el hombre muere, pero la sombra que proyectó queda en el mundo. Sólo se necesita para verla los espejuelos que enfocan los reflejos y ven pasar las sombras; póngase los míos.

Me puse los anteojos negros, miré y vi la claridad que existe en las tinieblas.

II

En un instante se poblaron las arboledas y alrededores del estanque de personajes animados, solos o en grupos y con trajes de todas las épocas históricas. Cubrían sus cabezas los altos sombreros italianos, gorras y morriones del imperio, los cubiletes de Felipe II, los chambergos o sombreros de candil y de tres picos; cruzaban a su lado damas con los peinados y vestidos más extravagantes, dominando entre todos por su raro atrevimiento los guardainfantes, inmortalizados por Velázquez, y los peinados de las damas en el último tercio del siglo XVII.

—Lástima —dije— que pasen tan silenciosos; me gustaría oír lo que se dicen.

—Sólo entendería usted a los que vivieron hace dos siglos; para comprender a Cervantes y a Lope necesitaría usted educar mucho el oído. Usted no puede calcular lo que varía el acento de las gentes en el transcurso del tiempo.

—Allí veo trajes del siglo pasado.

—Eso es otra cosa: puede usted oírlos.

—¿Yo?

—Sí, porque le prestaré a usted mi micrófono.

Cuando me hube puesto el aparato, miré y escuché con avidez.

III

Tres damas envueltas en mantos que les cubrían todo el traje acababan de aparecer entre los árboles.

—¿Dónde estamos? —dijo la que tenía el aire más esbelto y juvenil.

—Espere vuestra majestad que me oriente —respondió una de las damas—-, estamos en un extremo del Retiro, junto al camino de Alcalá: cerca del lado norte del estanque: próximo a la casa de los jardineros: más al oriente está la de los avestruces, y más allá todavía la cabaña.

—Silencio, que pasa gente —dijo con acento francés y rebozándose con torpeza la joven a quien habían dado tratamiento de majestad.

—Son guardias de corps de la compañía española.

—Evitemos el encuentro: son los más peligrosos y atrevidos de los guardias, y como son tres...

—Y como nosotras somos tres también... —y ante aquella idea picaresca la reina no pudo contener una carcajada.

—¿Quién ríe ahí? —dijo uno de los guardias, todos ellos buenos mozos, deteniéndose.

—Era risa de muchacha —respondió otro de los compañeros.

—Mujeres que huyen riendo, es que nos provocan a seguirlas —añadió el tercer guardia.

Y empezó la caza de los guardias de corps a las tapadas.

—Yo cobré una pieza —dijo el guardia más joven—. Seguid a las otras, que hay caza para todos.

En efecto; una de las tapadas había caído al suelo, perdiendo un zapatito bordado de oro y con tacón rojo, que el guardia recogió y besó con galantería, después de limpiar la tierra que había caído dentro.

La dama se había levantado con rapidez, y por cubrir bien el rostro y cuerpo con el manto, había descubierto una ancha falda lisa de raso azul obscuro que caía en pliegues hasta el suelo, y el extremo puntiagudo de un cuerpo bordado que dejaba presumir la estrechez de la cintura.

—Permitid que os calce —dijo el guardia hincando la rodilla.

—Dejad en tierra el zapato y yo me calzaré —respondió la dama con voz irritada—. Los guardias españoles no son zapateros.

—El mismo dios Marte calzaría ese pie con este zapatito. Es un derecho que no puedo renunciar.

—¡Caballero guardia! Me impacientáis.

—La guerra tiene sus leyes y sólo entrego mi botín con esa condición.

—Pues bien; ya que sois interesado, vendedme mi zapato.

—No tiene precio. ¿Permitís que os lo ponga?

—No.

—Entonces permitiréis que me retire conservando esta reliquia.

Y el guardia retrocedió fingiendo marcharse, mientras la tapada, apoyada en un árbol, daba muestras de impaciencia.

—¡Caballero guardia! Venid. ¿Quién sois? No os conozco.

—Soy nuevo en la corte y en el cuerpo: confío en darme a conocer en poco tiempo.

—Estoy descalza y enfriándome y no es de caballero hacer que dure esta molestia.

—En vos está el cesarla.

—¿No hay otro remedio, a pesar de mi protesta?

—No lo hallo, señora, por más que reflexiono.

—Pues bien; calzadme ese zapato.

Y la tapada extendió un pie envuelto en finísima media de seda, que el guardia apretó con suavidad.

—Tened cuidado con lo que hacéis, caballero, que os puede costar la vida.

—Jamas conté con ella.

Pero algo intimidado con el tono imperioso de la amenaza, acabó de calzar el pie, que la dama apartó con rapidez disponiéndose a partir.

—¿En dónde están mis compañeras? —dijo al guardia.

—Me temo que hayan caído en poder de mis amigos.

—¿Y si han caído?

—No tienen salvación.

—Buscadlas y traédmelas al punto.

—¿Y si no quieren volver? ¿Han de ser tan crueles con mis amigos como lo sois conmigo vos? Permitid que admire la gracia de esos pliegues que ciñen vuestro cuerpo y la elegancia de esas manos. No esparcen las magnolias aroma tan exquisito como el que exhala vuestro traje...

—Cumplid mi orden. Perdonad. Haced lo que os ruega una señora.

—Lo haré; pero escuchad un instante. Hay una distinción suprema en vos que me recuerda aquellas diosas que bajaban del Olimpo para tentar y trastornar a los mortales. Tengo el presentimiento de que el amor me ofrece hoy una de esas fortunas que no vuelven una vez desperdiciadas...

—¿Qué hacéis caballero?

—Robaros una caricia y morir de felicidad.

—¡Oh, qué traición!

Y el guardia, que había entrelazado el talle de la tapada y descubierto su rebozo, estampó un beso en la fresca y casi infantil mejilla de la dama. Pero cuando el guardia vio aquella cara de rosa, animada por el rubor, y el brillo de unos ojos negros que se destacaban bajo la frente coronada de cabellos empolvados y recogidos hacia atrás y que formaban lindos bucles en lo alto, y el raso de aquel seno blanco que se confundía con el encaje de perla del escote cuadrado de su traje, en vez de bendecir su suerte, quedó inmóvil y pálido y dijo con terror:

—¡Su majestad!

E hincando la rodilla en tierra sacó la espada y presentándosela a la reina por el puño, le dijo humildemente:

—Señora, traspáseme vuestra majestad el corazón.

—Lo merecéis... lo merecéis... y estoy por castigaros.

—¿Quiere vuestra majestad que me constituya prisionero y declare mi desacato para que se me castigue?

—¿No os parece bastante lo que habéis hecho, para que queráis todavía publicarlo?

—Yo me infligiré la pena.

—Os lo prohíbo. Yo tuve la culpa por haber querido correr una aventura con dos damas en esta tierra, que sólo conozco por vuestras comedias de capa y espada. Llamad a mis damas y olvidad lo ocurrido.

—¡Ah! ¿Me perdona vuestra majestad?

—¿Y creéis que tengo otro remedio?

—¡Señora, señora! —dijeron las dos damas entrando de repente.

—Caballero guardia, retiraos —dijo la reina—. ¿Qué sucede?

—La camarera mayor nos ha espiado, y está aquí.

—¿Viene sola?

—¿Sola? Mirad.

Y en un instante se llenó la plazoleta de criados, guardias y cortesanos, que traían sillas de manos doradas y vestían los trajes brillantes, las casacas bordadas, las anchas bandas de raso, y llevaban el pelo encañonado y empolvado a la moda de la corte de París.


* * *


El 4 de julio de 1724 se dio en Madrid un gran escándalo. El rey Luis I hizo retirar públicamente del paseo a su esposa doña Luisa Isabel de Orleans, recluyéndola por seis días en sus habitaciones del alcázar y trasladándose el rey al palacio del Retiro. Poco después fue renovada la servidumbre de la reina, y se reconciliaron los esposos en el Puente Verde, frente a San Antonio de la Florida.

Dos meses más tarde murió el rey de viruelas, y luego volvió a Francia Luisa Isabel de Orleans, hija segunda del Regente.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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