El Desafío

1360

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

—¡Samuel Leví!

—¡Señor!

—Llenadme otra vez de doblas esta arqueta. He perdido todo.

—Si su señoría me permite —dijo Samuel Leví, tesorero mayor del reino, inclinándose delante del que le había dado la orden.

—Seguid jugando, caballeros; no levantarse; que la diversión no se interrumpa.

Y abandonando su sitial el que así hablaba, irguió su alto cuerpo, y al aproximarse a una ventana del alcázar de Sevilla, quedaron a plena luz el blanco rostro, el cabello rubio y la enérgica mirada del rey don Pedro de Castilla, que tendría a la sazón veinticinco o veintiséis años de edad.

—¿Qué ocurre, Samuel?

—Acaba de llegar de Alfaro vuestro ballestero de maza Álvar Martínez.

—¿Trae algo?

—Sí, señor; un saco y una carta.

—¡Juan Diente! —dijo el rey a un ballestero que guardaba la puerta—. Coloca frente a mi sitial el saco y los papeles que ha traído Álvar Martínez.

Y mientras el soldado cumplía su orden, el rey dijo al hebreo:

—Hermoso jacinto tiene vuestro broche; bien se ve que es legítimo.

—Es piedra de poco valor.

—Os la compro.

—De poco valor decía para el vulgo; yo no la cambiaría ni por una de esas espadas jinetas que mandasteis fabricar en Sevilla con puño de oro y piedras. Es un gran recuerdo de familia. Eso en cuanto a vender; pero si vuestra señoría gusta del jacinto, todo lo mío es de mi rey si lo quiere... de balde o a bajo precio.

—Sí; lo quiero.

—¿De balde o a trueque?

—Como restitución. No hagáis gestos, Leví; sois mi tesorero y alguna vez os habréis equivocado en contra mía. Vaya por el error —repuso el rey, colocándose en su sayo el broche del jacinto—. No lo tomo por su valor, sino porque esta piedra da buena suerte al que la lleva, según dijo mi tatarabuelo don Alfonso el Sabio. ¿Habríais llegado a tesorero del reino sin ese talisman? Veréis como ahora recobro en el juego lo perdido. Ya colocó Juan Diente el saco sobre la mesa: leamos esa carta.

Y volviéndose a sentar don Pedro de Castilla, desenrolló el pergamino escrito en clara letra gótica, frunció el ceño, y dominándose, dijo alegremente a los caballeros que jugaban:

—Señores, acabo de recibir un verdadero tesoro en este saco: vengan los cubiletes y los dados y aportad lo que gustéis.

—Cinco doblas; siete; veinte; ciento —dijeron por turno los que rodeaban la mesa.

—¿No apostáis vos, Pero Fernández? —añadió el rey, dirigiéndose a un clérigo joven que miraba la diversión sin tomar parte en ella.

—Señor, no juego nunca por mi estado.

—Lo siento. ¿Quién sabe si os llevaríais el contenido de este saco? ¡Ah! Sabed que he recibido carta de vuestro tío Gutier Fernández de Toledo, en que me da algunos consejos.

—Agradezco a su señoría la noticia que me da de mi buen tío.

—Ya que no jugáis, haceos cargo de ese saco por si hay que pagar: ahí tenéis la llave; pero no abrid aún.

—Señor, tanta honra para mí, estando ahí vuestro tesorero —dijo el clérigo.

—Samuel no se enfada —respondió el rey—, y ahora está preocupado: tiene la tristeza de haber hecho un regalo. ¡Tirad la suerte!

—¡Siete!

—¡Yo diez! —repuso el rey—. He ganado: recoged el oro, Pero Fernández.

Y volvió a ganar don Pedro una, dos, y cuantas veces se jugaba.

—¿Es vuestro broche de jacinto? —dijo el rey volviéndose a Samuel.

—Así lo creo, señor —contestó aquél suspirando.

—¿No hay quien juegue ya? —preguntó don Pedro a los que formaban el corro—. Pues bien; Pero Fernández, abrid el saco para que vean todos lo que puede ganar el que se arriesga.

El clérigo abrió el estuche de cuero de Córdoba, y apartó la cara, mareado por el fuerte olor del contenido. Todos se levantaron, y el mismo rey palideció ligeramente. Había quedado en descubierto una cabeza humana, conservada en sal y alcanfor, de lívido rostro, despeinada cabellera, barba crecida con los últimos jugos capilares y de aspecto amenazador.

—¿Le conocéis, Pero Fernández? —dijo el rey.

—Sí, le reconozco, señor —respondío el clérigo con voz trémula y doliente—. Es la noble y desfigurada cabeza de mi buen tío don Gutier Fernández de Toledo, vuestro repostero mayor, el que os defendió cuando erais niño y peleó por vos en Nájera. Su señoría ha perdido un fiel vasallo y yo mi protector...

Los sollozos le impidieron continuar.

—Señores —dijo el rey don Pedro—, ese fiel vasallo que hice decapitar en la frontera mantenía tratos con los rebeldes de Aragón; yo le subí y quiso estar más alto; sea. Juan Diente, clavad esa cabeza en la punta de una lanza y colocadla en lo más alto del alcázar con un letrero que diga: Por traidor.

Los ojos de la cabeza se abrieron, moviéronse los músculos del rostro, la boca se abrió y dijo:

—Mentís, don Pedro de Castilla, y lo sostendré esta noche delante del alcázar a caballo, con yelmo y con loriga, canilleras y quijotes, y lanza, y hacha, y maza, y espada castellana.

—Iré —dijo don Pedro—. Señores, retiraos. Juan Diente, sacad esa cabeza, y vos, Samuel, quedaos conmigo.

II

—¿Queréis, señor, que recoja el oro que habéis ganado? —decía Samuel después de haber comentado aquel prodigio.

—¡Cómo! ¿Queréis más oro todavía?

Samuel quedó aterrado ante la fiera mirada del monarca.

—Escuchad —dijo éste—, soy aficionado a cazar aves con flechas y ballesta. Pero cuando quiero cobrar muchas, uso del halcón, y utilizo su instinto de rapiña para llenar de aves mi despensa. Por halcón humano os hice tesorero, y gracias a vos hay arcas reales.

—Puedo rendir cuentas ahora mismo.

—Lo creo; sois sutil en el arte de los números. Si dejásemos a los halcones en libertad, destruirían la casta de las aves, y por eso, cuando han servido, para que no puedan dañar los enjaulamos. ¿Entendéis?

—¡Señor! —dijo Samuel cayendo de rodillas.

—¡Cómo ha de ser, Samuel! Las aves se quejan y mis ciudades están llenas de plumas arrancadas. Todo ha terminado; habéis perdido el talismán de la riqueza, y yo lo tengo.

Y el rey le volvió la espalda sonriendo.

III

—¡Señor, señor, la cabeza ha vuelto a hablar! —dijo Juan Diente.

—Ponle una mordaza y enciérrala en el subterráneo. ¿Y el clérigo?

—Reza por su tío en la prisión.

—¿Y Samuel?

—Sigue callando.

—¿Han registrado bien su posada?

—Todo está en el guardajoyas. ¡Qué de doblas marroquíes y castellanas, qué de aljófar y balajes, qué paños de oro y qué collares! Pero no declara otros escondites.

—Que aprieten el tormento hasta que hable.

—¿Y la cabeza?

—Que siga con la mordaza hasta que calle.

IV

—¡Señor, señor! Samuel ha muerto en el tormento sin hablar. La cabeza, reducida a cenizas, ha callado.

—Bien: retírate, Juan Diente.

Y añadió el rey para sí cuando estuvo solo:

—No hay manera de hacer tapar en Castilla las bocas de los grandes. Ni de abrir la boca de un judío para que confiese su riqueza.

V

Se acercaba la media noche y el rey don Pedro, a caballo y armado, esperaba por la parte interior del alcázar, cuando se oyó galopar fuera.

—¡Señor! Ya está aquí.

—¿Qué ves, Juan Diente?

—Un caballero armado espera delante del alcázar.

—Abre la puerta.

—No salgáis, señor, que ese guerrero está descabezado y lleva el yelmo en un arzón.

—¿Descabezado, dices? Abre, Juan; y tú, clérigo amigo —dijo a Pero Fernández—, sal delante con el Cristo, que si es cosa de ánimas a ti te corresponde, y si es cosa de guerra a mí me atañe.

El asustado clérigo alzó la cruz y salió, temblando, del alcázar, pero cayó desmayado a los dos pasos o atropellado por el caballo de don Pedro, que salió diciendo a grandes voces:

—Aquí está el rey don Pedro de Castilla para responder a los retos de los vivos y los muertos.

La luna se ocultó en aquel momento y quedó envuelto en las tinieblas, y ni pudo ver ni escuchó nada. Después volvió a alumbrar la luna y a ocultarse. Y don Pedro de Castilla, las armas dispuestas y tranquilo el corazón, pasó la noche rondando solo por delante del alcázar.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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