El Diablo de la Guarda

José Fernández Bremón


Cuento


Para brujas, la tía Lechuzona: desde el riñón de Castilla hacía mal de ojo a una criatura de París, por el telégrafo sin hilos; si entraba en la botica, resucitaba las moscas de cantárida hechas polvo; por las noches pelaba la pava con un escarabajo, y se comunicaba por la soga del pozo con los seres subterráneos, y por el humo de la chimenea, siempre activa, subía y bajaba a los nubarrones más obscuros. En Botánica, podía dar lecciones a Linneo, el que empadronó las plantas, porque la bruja conocía las propiedades de los perfumes, de los jugos, y hasta de las buenas o malas sombras que proyectan.

¿Su edad? Estaba en blanco, como la de los títulos que, de puro viejo, no tienen fecha en la Guía; había visto pasar el carro de Tespis, y fue la araña que tapó con su tela la caverna donde se refugió Mahoma, perseguido; su piel era tan fuerte, que no se podía pinchar con el puñal ni rayar con el diamante, y había mudado los colmillos treinta veces.

Era poderosa. Las gallinas de la vecindad ponían de tapadillo los huevos en su cesta; el viento arrojaba en su jardín la mejor fruta de los huertos inmediatos; las hormigas trasladaban grano a grano a la despensa de la bruja lo mejor de las cosechas, y un buitre le llevaba todas las mañanas una ración de carne cruda: sabía cuanto pasaba en la vecindad, porque todos los gatos del pueblo, animales entremetidos y curiosos, iban a confesarse con ella, y por ellos supo que la señora Mónica le había llamado bruja sinvergüenza.

—Y aunque una lo sea —decía para sí—, no debe aguantar que nadie se lo diga.

Y llena de coraje, salió al patio, llegó al brocal del pozo, aplicó la soga a los labios y dijo con energía:

—¡Cuernecín!

—¡Quién llama?

—Soy tu madre.

—No subo por el pozo, que está el agua muy fría.

—Ven, que he preparado una fogata, para que te des en las llamas un baño de placer.

—¡Que no voy!

—No hagas que baje y te suba de los cuernos.


* * *


Apareció el mestizo, tiritando, y se zampó en la chimenea.

—¿De dónde vienes, Cuernecín? —le preguntó su madre—. Hueles a trementina.

—Vengo de tomar con mi padre unos tragos de aguarrás.

—No le veo hace un siglo: desde que nos casó Lucifer por lo civil y criminal, detrás de aquella iglesia. ¿Cómo se conserva? Era el diablillo más colorado del Infierno.

—Pues no se ha desteñido; se guida mucho; todos los días se atusa la cola, y se afila los cuernos y las uñas en una rueda de asperón.

—Eres su retrato, con esa colita retorcida en forma de corneta, la melena larga, manecitas de mujer, y esas caiditas de ojos para tentar a las chiquillas.

—Vamos al asunto, madre, ¿qué me quiere?

—Me insultaron, hijo, me llamaron bruja.

—Eso no es insulto, sino estado: la mujer que no es monja, sólo puede ser soltera, casada, viuda o bruja.

—Eres más tonto que Confucio.

—¿Quién es Confucio?

—Un chino que se murió hace muchos siglos. Oye, me llamaron vieja.

—Eso es un mérito allá abajo: los años sirven para llenar de pecados las alforjas.

—Y me llamaron fea.

—Eso es más grave, porque puede ser un mérito allá arriba. Volcando una fritada de sabios, oí decir a un tal Séneca, entre el plato y la sartén, que la fealdad arguye virtud. ¿Y quién fue el que la insultó?

—La tía Mónica, la madre de esa chicuela que se llama Casimira, porque casi no mira a los hombres ni alza la vista del suelo, y vive entre celosías y que tiene fama de modosa. Te he llamado para que te apoderes de ella y seas su diablo de la guarda, y le quites esa fama de buena a fuerza de travesuras y de escándalos.

—¡Aprieta! ¿Y su ángel de la guarda?

—¿No sabes que son inocentones? Como que sólo se les confía la guarda de una persona.

—Pero habrá muchos en el pueblo.

—Nunca los he visto: sé que están aislados; en cambio abundan aquí los demonios, para una precisión: la tía Zurda tiene un familiar que la mantiene; la Patatita, diez alojados; la Ungüentos, no sé cuántos, y la tía Zarpaduras, una compañía de diablos con música y bandera.

—Sin embargo..., tengo miedo a los otros; ni sabría qué decirles: como nunca hemos sido presentados...

—No se trata de reñir ni conversar, sino de aprovechar un descuido y relevar al angelito. Escucha: ésta es la noche de San Juan, en que todos los espíritus de bien, como los llaman, salen a recoger para los suyos la flor que nace y la gota de rocío que cae a medianoche, y que dan buena ventura. ¿Entiendes? Si a la primera campanada del reloj entras en la alcoba de la chica, habrá volado el ángel y ocuparás cómodamente su lugar.

—Pero volverá..

—Y habrás cuidado de que encuentre a su pupila dando tal escándalo, que no se atreva a acercarse: entonces sacarás tus cuernos por la cabeza de la muchacha, y le dirás:


Quien fue a Sevilla,
perdió su silla;
yo soy el dueño
de esta chiquilla.


—¿Y qué hará?

—Tenderá el pobre sus alitas, e irá a pedir perdón de su descuido.

Cuernecín, a la idea de burlar a un angelito, dio una voltereta que terminó con una carcajada.

—¿Voy ya?

—Está cerca y falta media hora.

—Sólo necesito un segundo; iré despacio: préstame tu tortuga.

Y sacándola de su garaje, montó en aquel auto-inmóvil, que avanzaba insensiblemente como el horario de un reloj.


* * *


La tía Lechuzona esperaba a su hijo tomando el fresco en el tejado, cuando le vio volver por el aire trazando una parábola, hecho una pelota, que botó muchas veces al caer, como las de carne de ballena.

—¿Qué es eso, Cuernecín? ¿Cómo es que vuelves? Vienes asustado. ¿Te ha rechazado el ángel? ¿Te ha conjurado el cura? ¿Estaba rezando esa rapaza?

—No tenía malos rezos la chiquilla: cuando entré en el cuarto, estaba bailando sola ante el armario de luna.

—Lo extraño... ¡Ah! Ensayaría el rigodón para el baile de mañana.

—¿Rigodón? El cake-walk más endiablado que he visto bailar en los profundos.

—¿Es posible? Si las chicas del día nos pueden dar lecciones.

—Me puse a sus espaldas para brincar sobre los hombros, y ¿sabe lo que vi? Que no bailaba sola, sino con un diablo que le hacía pareja dentro del espejo. Y en vez de mirarse ella en la luna del armario, el del espejo era el que se miraba en Casimira, haciéndole repetir todos sus movimientos y posturas.

—El miedo te ha ofuscado.

—¿El miedo? Cuando me vio el diablo cesó el baile y me dijo, saliendo del espejo: «¿Qué buscas aquí?». «Vengo a relevar al ángel de la guarda». «Eres un majadero; ¿acaso hay alguno en todo el pueblo? Todos huyeron de esta gente. ¡Ea, lárgate!, que esta chica es mía y yo soy su diablo de la guarda». Me tiró un derrote y hurté el cuerpo, volvió a embestir y le hice el quiebro; pero a la tercera suerte, me dijo: «Anda a cenar con la bruja de tu madre», e hizo tanto por mí, que fui cogido y salí por los aires y aquí estoy.

La bruja le lanzó tal mirada, que Cuernecín dijo temblando:

—No me mire así, madre, que sus ojos parecen dos balas que quieren saltar y fusilarme. Era un diablo graduado, y yo soy un recluta.

—Calla, mastuerzo. ¿Conque bruja?... Y de las principales, y a mucho orgullo, y van a hacerme los honores. Descuelga el cuerno de tu padre y da tres resoplidos.

—Cuernecín obedeció, y a los toques brotaron por todas partes legiones de demonios.

—Da otros tres cornetazos.

—Ya formaron.

—Han cumplido su deber. Ahora, a recibir satisfacción.

Y la tía Lechuzona, en refajo y en chancletas, pasó revista a los diablos montada en la caña de una escoba.

A su paso tocaban himnos infernales las charangas con los instrumentos más diabólicos: tubos con boca de lobo y de jumento para aullar y rebuznar, cajas de truenos y de vientos, sirenas de vapor, ruedas de chirriones, carracas, chinescos, pitos, piporros, chicharras, cencerros y organillos.

Y decían los vecinos, huyendo con los oídos reventados:

—Esta música muerde. ¡Qué noche de San Juan!


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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