El Diablo en un Bolsillo

José Fernández Bremón


Cuento



I

Felipe IV era rey nuevo, y la monarquía se había remozado; empezó aboliendo los cuellos encañonados, cortando el cuello a un ministro y prendiendo y desterrando cardenales y virreyes; las revoluciones se hacían entonces desde arriba, porque en España nunca prosperaron las de abajo.

En la Semana Santa de 1623 hacía siete años que pudría Cervantes bajo la tierra; Lope de Vega y Góngora eran dos vigorosos sesentones; Tirso y Quevedo estaban en la plenitud de su edad y su talento, y Calderón era un principiante de veintitrés años, ya famoso. España, llena de esperanzas, se disponía a progresar y caminaba con júbilo hacia el porvenir; pero el progreso, tan útil cuando se marcha hacia la cima, es áspero y cruel cuando se rueda cuesta abajo.

II

—¿Conque es cierto eso de la procesión penitencial? —preguntaba un caballero cincuentón y acicalado a un cortesano que le había detenido en la puerta de la iglesia de San Gil.

—Ciertísimo, don Luis, como que llevé las órdenes yo mismo; sólo se han excusado los carmelitas descalzos de San José.

—¿Y a qué otras religiones se ha invitado?

—A todas las reformadas; asistirán los franciscanos de San Bernardino, y estos gilitos que tenemos al lado; los mercenarios de Santa Bárbara, los agustinos del Prado de Recoletos, los capuchinos del palacio de Lerma y los trinitarios descalzos de la plazuela de Jesús.

—¿Visteis en este convento a fray Tomás de la Virgen?

—No pude ver a ese bendito varón que lleva más de diez años en la cama, y le visitan reyes y señores y dicen que adivina pensamientos.

—Doy fe de ello; figuraos que cuando entré en su celda me dijo con severidad sin conocerme: «Sacad pronto ese demonio que os bulle en la cabeza». Y acertó.

—Pero, don Luis, ¿sois energúmeno?

—¡Psc! Soy poeta y abogado; continuad.

—La orden es que salgan en procesión pasado mañana, Viernes Santo, haciendo las penitencias que les dicte su piedad para que Dios ilumine al rey en la resolución de un asunto grave.

—¡Estupenda novedad! Madrid, que se descuelga por ver a un azotado, ¿qué hará para presenciar tanto disciplinazo? Es una manera ingeniosa de asociar al Gobierno las órdenes monásticas. Y el asunto grave, ¿será el matrimonio del príncipe de Gales con la hermana de su majestad?

—Eso se susurra; el caso es arduo; el príncipe se nos planta en Madrid y hace locuras por la infanta. Repugna una alianza con el que ha de reinar en una nación herética; pero la razón de Estado se detiene ante la idea de desairar a quien ha de ser Carlos I de Inglaterra.

—¿Y se han de azotar los pobres frailes, como Sancho, para resolver ese problema?

—Aquí, entre nosotros, media también una apuesta: el rey, cenando con el príncipe de Gales, apostó una cabeza de Rafael contra otra del Correggio a que a una orden suya las religiones darían al mundo un gran espectáculo.

—¿Por una apuesta?

—El rey es piadoso, y debe ser el pretexto que da al príncipe; pero busca una inspiración.

—Sin embargo, jugar cabezas es un juego real; alegrémonos de que no apuesten las nuestras.

—Voy creyendo que tenéis en la vuestra el enemigo.

—Y lo repito, Avendaño.

—Adiós, Vélez de Guevara.

III

Lo que hoy llamamos plaza de la Armería era en 1623 muy diferente de la actual: en vez de la fachada de Palacio, estaba la del Alcázar, con dos torres cuadradas en los ángulos, puerta rectangular, ventanas bajas, defendidas por barrotes, y tres pisos de balcones; enfrente, el arco y las caballerizas, recién derribados en la parte del Campo del Moro, terreno abierto y muy pendiente, y en el lado a que dan hoy los jardinillos, un pretil o puentecillo, cortado por cerca del Alcázar, para el tránsito, y continuado luego hasta cerrar la plaza en el ángulo sureste. Sustentábase el pretil en arcos pequeños y decoraban de trecho en trecho su acitara adornos de remate esférico semejantes a los del puente de Segovia; detrás de él veíanse la iglesia y convento de San Gil y casucos desordenados, que avanzaban irrespetuosamente hacia el Alcázar, registrando sus balcones.

En la tarde del Viernes Santo ni la guardia del Alcázar con sus alabardas, ni los alguaciles y corchetes con sus varas podían ordenar la multitud aglomerada en aquel ancho recinto, aunque insuficiente para tanta concurrencia; como que acudía, no sólo a ver la procesión, sino la familia real y el príncipe de Gales, que asistían en los balcones principales de Palacio. Codeábanse las gentes para verlos y presenciar la penitencia, cuando los gritos y visajes de los muchachos encaramados en las bolas del pretil anunciaron que la procesión entraba por el arco.

Vista algo lejos, era una faja de colores: grises, los franciscanos; pardos, los capuchinos; negros, los agustinianos; blancos, los de la Merced; y blancos y negros, los trinitarios del convento de Jesús; sólo de cerca se distinguían las capillas y cordones de los primeros, las correas de san Agustín, el escudo de barras en el pecho de los mercenarios descalzos y la cruz azul y roja en los escapularios blancos de la Trinidad; vistos al pasar, la curiosidad se trocaba en lástima y espanto.

Avanzaban despacio, llevando los más en la mano las sandalias, y con los pies heridos arrastraban hierros y cadenas; vestían algunos sacos de cilicio; otros, con la cabeza cubierta de ceniza, se azotaban cruelmente o se golpeaban el pecho con guijarros; otros soportaban pesadas cruces en los hombros, o caminaban aspados o llevaban en la boca huesos de muerto y besaban sucias calaveras, y muchos iban coronados de espinas que se clavaban en sus frentes, dejando caer hilos de sangre por el rostro.

Al pasar por frente del palacio, los golpes, los himnos y las mortificaciones redoblaron, y la muchedumbre aterrada cayó de rodillas, pálidos y descubiertos los hombres, rezando y sollozando las mujeres.

IV

No sólo el pueblo, también el rey, el príncipe y la corte habían caído de rodillas, dominados por aquel espectáculo imponente. Pasó la comitiva y Felipe IV no se levantaba.

—¡Señor! —le dijo el conde de Olivares al oído; y como no diese muestras de escuchar, le movió ligeramente con la familiaridad de que abusaba en ocasiones.

—¡Ay! Me habéis lastimado, don Gaspar —contestó el rey levantándose.

—¡Cómo! ¿Llevaba vuestra majestad un cilicio sobre las carnes?

Felipe IV, apartándose con el privado, respondió:

—¿Creíais que no iba a participar de las penalidades que he impuesto a esos religiosos? Arreglaos para romper el casamiento. ¡Qué horror!

—No entiendo.

—¿Sabéis lo que he visto, cuando los frailes martirizándose y todo el pueblo de rodillas elevaban una súplica tan unánime, que traspasaba las esferas? Al inclinarse el príncipe sobre la barandilla del balcón, vi caer su cabeza sobre el pueblo y vi su tronco descabezado. Sé que era una apariencia, nada más que un simulacro, pero en aquel momento solemne era un aviso.

—Señor, que el príncipe se acerca.

El rey hizo un esfuerzo y logró fingir una sonrisa.

—Lo que he visto me parece increíble —dijo el príncipe inclinándose—. He perdido mi apuesta. Permítame vuestra majestad que me retire a mi aposento.

—Vuestra alteza es muy dueño, puesto que confiesa haber perdido la cabeza.

V

—¡Señor! —dijo aproximándose al rey un cortesano—. La gente se mueve, y un caballero, don Luis Vélez de Guevara, alza en sus manos una cabeza humana.

El rey se estremeció y miró con fijeza a su valido.

—Que llamen a Guevara —dijo—, es un ingenio a quien estimo. —Y añadió, dirigiéndose a don Gaspar de Guzmán—: Qué coincidencia tan extraña.

El inquisidor general, que asistía en la cámara regia, avanzó respetuosamente y dijo en voz baja:

—Si vuestra majestad me da licencia...

—Hablad.

—Debo advertirle que ese Vélez de Guevara es persona sospechosa; al menos le han denunciado al Santo Oficio; para vuestra majestad no puede haber secretos, y conviene este aviso.

A una señal del rey todos se alejaron.

—¿Quién le acusa y de qué?

—Vuestro criado Avendaño, de alabarse de tener un demonio en la cabeza.

—Avendaño es un necio, y Vélez de Guevara un genio alegre.

—Un criado del poeta ha entregado una cuartilla con letra de su amo, en estos o parecidos términos: «Demonios que puedo utilizar: Lucifer, Barrabás, Belial, Astarot y Belcebú».

—Toda una legión: esto es algo serio. Pero conozco a Avendaño que es un torpe y llamo a mí esta causa. Que se retiren todos: vos quedaos y también vos, don Gaspar.

VI

Don Luis Vélez de Guevara había entrado en la cámara sin turbarse, saludando con finura cortesana.

—¿Qué cabeza llevabais en las manos? —le preguntó el rey correspondiendo a su saludo.

—Señor, era lo menos cabeza posible, porque le faltaba lo mejor interior y exteriormente: los sesos y la piel y los órganos de los sentidos; sólo mejoraba a la de un maldiciente al carecer de lengua; a la de un espía en no tener ojos ni oídos; era una simple calavera. Llevábala en la mano un trinitario, y se la arrebató una viuda que decía a gritos: «Es la cabeza de mi difunto, la reconozco y me la llevo». Cayó la mujer, rodó la calavera, la alcé del suelo y la he restituido al religioso.

—¿Y en qué pudo reconocer a un marido tan mondado?

—Señor: hay hombres que descubren en vida con su delgadez toda la osamenta. El marido debía tener señales en los dientes, y para reconocerle, en vez de negarle su mujer, calculo que le encontraría mejorado.

—¿Tenéis enemigos? —preguntó Felipe IV.

—Voy a cumplir cincuenta años; hanme aplaudido comedias; se han celebrado mis versos; he ganado algún pleito difícil y debo tener muchos enemigos; todos los majaderos de Madrid.

—Responded ahora con cuidado, que es asunto de fe. ¿Os habéis alabado de tener un demonio en la cabeza?

—Lo tuve y ha salido.

—¿Espontáneamente?

—No, gran señor; lo embotellé.

—Explicaos.

—Lo embotellé, rompí la botella y ahora mismo lo tengo en el bolsillo.

Hubo un momento de indecisión por la singularidad de la respuesta. El poeta hincó la rodilla, sacó un manuscrito y lo presentó a Felipe IV, que leyó en alta voz:


El diablo cojuelo, verdades soñadas y novelas de la otra vida, traducidas a ésta por don Luis Vélez de Guevara.


Mirábanse afectuosamente don Gaspar de Guzmán, el inquisidor y el poeta, mientras el rey leía sonriendo.

—Don Luis —dijo por fin—, tenía en estima vuestro ingenio, pero esta invención lo acredita y consolida, y si corresponde a su comienzo, el libro volará y ha de tener imitadores. Quedáis a mi servicio. Oíd, señores, este trance. Pero dejémoslo para las Pascuas, porque vais a olvidar, como yo, que es Viernes Santo.

Epílogo

El diablo cojuelo no se imprimió hasta diecisiete años después, es decir, en 1641, año en que el príncipe, ya Carlos I de Inglaterra, convocó el Parlamento Largo que hizo rodar por el cadalso su cabeza.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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