El Diablo Submarino

José Fernández Bremón


Cuento


Plencia es un pueblecito situado a corta distancia de Bilbao: su playa de arena está limitada por dos muros de roca a derecha e izquierda que forman un boquete por cuyo fondo se ve cruzar a lo lejos algún buque: la playa tiene tan poquísimo calado, que cuando baja la marea el agua se aleja y habría que ir en busca del mar para llegar a su orilla: nunca vi una barca en aquel puerto seco, a donde llega el Cantábrico como una delgada lengua de agua que lame la arena endureciéndola. Plencia tiene vistas al mar, pero no tiene puerto.

En aquella playa tomé baños de agua y arena hace ya muchos años: allí conocí a un marinero retirado, hombre de unos cincuenta años de edad, a quien los médicos habían enviado, no a tomar las aguas, sino el aire salitroso de mar: llamábase Tiburcio.

—¿No se baña usted? —le pregunté una tarde por entablar conversación con aquel hombre, a quien encontraba siempre cerca de la única casilla en forma de garita de centinela que había entonces en aquella playa.

—No, señor —respondió gravemente—, me he bañado tantas veces sin gana, que he perdido hasta las ganas de lavarme. Los médicos me han recetado aire y vengo a respirar; y crea usted que no todos conocen el valor de esta medicina como yo.

—¿Siente usted alivio al respirar?

—He contenido tantas veces el aliento, que aprendí a saber lo que vale una buena bocanada de aire puro.

—No le entiendo a usted.

—He sido buzo. Y créalo usted: no hay trago de vino ni aguardiente tan sabroso como un sorbo de viento, después de haber estado uno sumergido bajo el agua.

—Mal sitio ha elegido usted para bucear, aquí donde es preciso hacer un viaje mar adentro para encontrar fondo.

—Porque no quiero bucear he escogido este pueblo: en el verdadero mar todos son compromisos para un buen nadador: un hombre que se ahoga, un objeto que se hunde, por cualquier motivo tiene que aligerarse de ropa y lanzarse al oleaje. Y yo he jurado no tirarme otra vez al agua.

—¿Corrió usted algún peligro?

—Algunos he pasado allá abajo, sobre todo cuando buscábamos un banco de perlas cerca de Joló. Es tentar a Dios y desafiarle bajar a lo más hondo de los mares, donde la luz del sol no llega, y parece anochecer el mediodía, donde se palpa uno y no se encuentra, y vemos nadando sobre nuestras cabezas bandadas de peces, en lugar de ver, como aquí arriba, pájaros volando.

—¿Y ha bajado usted con aparatos o sin ellos?

—De todos modos; con campana, con escafandra y sin más auxilio que mis brazos. No quiero recordarlo. Pensar que he descendido a ese infierno de agua, donde he podido quedar preso entre dos conchas del tamaño de dos puertas, o enhebrado en un marisco de la hechura de una aguja, o crucificado en una cruz viva y erizada de púas que se mueven... o sorbido por una esponja, o perdido en las oscuras galerías de una cueva de coral. Todavía sueño y me parece pesadilla lo que he visto. Las claridades que brotan del fondo de las aguas para alumbrar lo que el sol deja en tinieblas; selvas que parece que se mueven agitadas por el aire, y están petrificadas; arenales cubiertos de conchas blancas que parecen losas de un cementerio interminable; masas elásticas que cambian de hechura y de color como las nubes y ruedan por el fondo; roscas, triángulos, eses, flechas y medias lunas que viven; plantas que parecen cortinajes o cometas amarradas a un hilo: y oigo ese ruido cavernoso que escuchamos al aplicar un caracol grande en el oído.

—Pero, ¿qué causa le hizo a usted abandonar su profesión?

—El miedo.

—Explíquese usted.

—Un día, al descender con la escafandra, creí ver en el fondo una de esas iglesias que se llaman pagodas en la India. Todo el edificio estaba cuajado de labores que daban vuelta en forma de barrena, y terminaba en una torre como nuestros templos; pero aquellos adornos eran indios.

—¿Que vio usted un templo dice?

—Eso me pareció al principio: cuando bajé por segunda vez, me pareció un caracol gigantesco, y sentí, tocando sus espesas paredes, palpitaciones interiores; al descender por tercera vez vi la boca o pórtico, tortuosa, pero magnífica, revestida de nácar y con madreperlas del tamaño de mi cabeza; creí que al aproximarme a la entrada algo se encogía u ocultaba hacia adentro, y no me atreví a entrar; descendí varias veces, observando en la parte exterior a manera de respiraderos o aberturas, y, por último, creí ver una mujer asomada a la ventana.

—¿Una mujer bajo el agua? ¿No soñaba usted? ¿Le sacaron a usted sin sentido?

—Podré haberme equivocado; pero estaba bien despierto.

—Deme usted señas de su cara, de sus carnes, si no era un pescado esa señora, que será lo más probable, o promiscuidad de una y otro; y no pregunto por su traje, porque nosotros mismos nos quitamos el nuestro para entrar en el mar.

—Sólo vi media mujer, de cintura para arriba, ¿ha visto usted las langostas dentro del agua?

—Sí, las he visto en un acuario. No hay animal más delicado y elegante. Todo su cuerpo es trasparente como un frasco de licor; sus movimientos complicados son tan airosos como los de una bailarina que se prepara a hacer un solo: con qué gracia apoya sus patas en las conchas y guijarros, y reconoce y explora con sus finísimos tentáculos todo lo que la rodea...

—Pues aquella mujer era trasparente y sonrosada y sus movimientos eran parecidos: sus pechos parecían de cristal cuajado, y sus ojos verdes, esmeraldas, y su pelo suelto era blanco, de reflejos plateados.

—¿Y sólo la vio usted desde la cintura? Lástima grande. Hubiéramos sabido si era una sirena: mujer de medio cuerpo arriba y pescado de medio cuerpo abajo.

—Apenas pude mirarla porque me vi acometido por un monstruo: tenía cuerpo humano, greñas descomunales y erizadas, y dos caracoles retorcidos le salían de la frente. Al verle huí... sintiendo que me golpeaba las espaldas... y que me golpeaba con sus cuernos... Vivo de milagro.

—¿Quién cree usted que era?

—El diablo de la mar.

—Si hubiera sido el diablo, ¿cómo hubiera usted nadado más aprisa?

—No sabe usted lo que es nadar empujado por el miedo, y lo que ayuda para nadar una cornada... Además, en ese ejercicio creo que me las puedo apostar con el diablo.


* * *


Cuantas veces hablé con Tiburcio, otras tantas veces me afirmó con tenacidad la existencia del diablo submarino, concediendo solamente que pudo ser una ilusión o apariencia lo de la mujer. Su imaginación rechazaba lo que se aproximaba a lo natural, entregándose sin freno a lo más extraordinario.

Ahora bien: las profundidades del mar están inexploradas y reservan al hombre del porvenir grandes sorpresas. Cuando los naturalistas, provistos de un aparato para respirar bajo las aguas, recorran los valles más profundos del océano, clasificando plantas y monstruos y reconociendo en ellos el origen de muchas fábulas y leyendas, encontrarán bajo los mares al hombre marisco que adora a Dios en un gigantesco caserón en forma de pagoda.

Sólo sé que no encontrarán tan fácilmente el diablo submarino.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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