El Diccionario de los Gatos

José Fernández Bremón


Cuento


A fuerza de conocer a los hombres, he concluido por estimar mucho a los gatos: por eso cuando perdí a Hollín, mi hermoso gato negro, después de registrar patios y sótanos, determiné buscarlo en el tejado a las altas horas de la noche, en que sólo nos espían nuestras vecinas más calladas, las estrellas. Oíase un diálogo gatuno, musical y brillante, cuando con la suavidad posible me deslicé sobre las tejas: la huida de uno de los interlocutores me demostró que había hecho ruido; pero el fugitivo era un gato blanco. ¿Habría ahuyentado al otro, que bien pudiera ser el mío? Un maullido melancólico que sonó tras el caballete de una buhardilla próxima me devolvió la esperanza: avancé paso a paso de hormiga hacia la ventana, maullé lo mejor que supe, y noté con cierto orgullo que me contestaba otro maullido; repetí, respondió el gato, y después de un largo paseo contenido para recorrer la distancia de tres metros, pude asomar la cabeza a la ventana, y en vez de mi gato Hollín, quedé atónito al encontrarme ante un anciano venerable que maullaba con extraordinaria perfección y me miraba sonriendo.

—Pase usted, vecino —me dijo—, que puede usted caerse.

Y ayudándome a entrar por la ventana, añadió, mientras yo callaba avergonzado y sorprendido:

—El primer maullido que usted dio me llenó de placer: era una frase desconocida para mí; al segundo temblé, creyendo por su acento extranjero que entre los gatos hubiera idiomas diferentes; luego reconocí el acento humano y una imitación burda y sin sentido. Pero tiene usted disposición, y en un curso de diez o doce años podrá usted maullar correctamente.

—¿Diez o doce años?

—Yo he gastado cincuenta en entender ese idioma y componer su diccionario: aquí lo tiene usted.

Encendió un cabo de vela, y me enseñó un pliego de papel con anotaciones musicales y su traducción al castellano. Yo leí:


Mia-ma-rra-ma-ñán. Quiero marido.

Mia-ma-rra-ma-ñí. Quiero mujer.


—Vea usted —dijo el anciano—; en su gramática sólo hay verbos y sustantivos. ¿Comprende usted la ventaja de un idioma que carece de adjetivos? Pues sus frases no llegan a treinta: «Quiero entrar, quiero salir, tengo hambre, tengo frío».

Y las maulló con tal entusiasmo, que un vecino de enfrente se asomó en gorro de dormir y dijo:

—¡Zape!

El anciano, envanecido por aquel error, prosiguió:

—Es el idioma más filosófico, intencionado y rico que existe.

—Filosófico podrá ser; pero ¿rico..., rico un idioma tan limitado?

—Rico como el metal despojado de la escoria; en él todo es sustancia; no admite chismes ni conversaciones inútiles, y nos enseña con su laconismo y omisiones todo lo que escribimos de más y deberíamos callarnos. Hay gato que no maúlla en un mes. ¡Cuánto ganaríamos si la sobriedad de nuestro idioma nos obligara a hacer lo propio!

—Según...

—Ni una palabra más; hablo lo menos posible para no perder mi acento cuando maúllo.

—¡Cómo! ¿Me da usted la vela?

—Me hace daño la luz, y veo a obscuras.

—Quisiera preguntarle por un gato que he perdido.

—El gato no se pierde nunca; es que mejora.

—No es posible.

Quise hablar del pobre Hollín; pero me empujó el viejo, diciéndome con prisa:

—¡Hombre! ¿No oye usted maullar? Es que me llaman.

Y como yo quisiera insistir, me bufó y cerró la puerta.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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