Ello era que algo habíamos de adorar, después de derribado el culto católico o de estar por lo menos arrinconado en ciertas conciencias retrógradas o en el oratorio de algunas viejas tenazmente devotas. La elección de dioses ofrecía muchas dificultades: unos opinaban que se adoptase la religión de Zoroastro, pero rechazaron el culto del fuego todas las compañías de seguros contra incendios. El buey Apis ofrecía la ventaja, para un año de hambre, de poder aparecerse en forma de roast beef a sus devotos; pero tenía el inconveniente esta divinidad de verse expuesta a la mayor de las irreverencias si alguna vez encontrase a la traílla de la plaza. Recordando que los pueblos habían doblado la rodilla ante ciertos vegetales, un cocinero francés propuso el culto de la trufa: su voz fue ahogada por los partidarios del tomate y la cebolla. Un tribuno desgreñado, amenazando al cielo con los puños, aseguró que el hombre debía adorarse a sí mismo: su teoría mereció la reprobación de las mujeres. En fin, buscando dioses nuevos, sucedió lo que sucede con las formas de los trajes y las formas de gobierno: volviose la vista al pasado y decidieron los hombres elegir tres divinidades en el Olimpo, dejando a la libertad individual la creación de los dioses menores y los héroes. He aquí los númenes que obtuvieron mayoría.
Marte: fue votado por todos los hombres, exceptuando los miembros del Congreso de la paz y algunos generales.
Venus: sólo tuvo una leve oposición por parte de las feas.
Mercurio: obtuvo los sufragios de la alta banca, del comercio al por menor y de los industriales, que formaban una exigua minoría: el dios registró entonces las cuevas de los montes, las encrucijadas de los caminos, el alcantarillado de las villas y las sociedades más anónimas en busca de electores, pero se le opusieron la Guardia Civil y muchos propietarios: en tal apuro, Mercurio se acordó de que presidía la elocuencia y exclamó con voz sonora: «¡a mí los oradores!», grito que, despoblando los cafés, los clubs y los Congresos, produjo al candidato lo que se llama una inmensa mayoría.
Marte
Contemplaba con curiosidad una carabina el dios de las batallas, cuando fueron a anunciarle la buena nueva lucidas comisiones de voluntarios nacionales. Bien hubiera querido Marte recibirlas en su antiguo traje griego, pero el casco, el escudo y la armadura yacían en el escenario de los Bufos. Causole la elección mucha sorpresa, porque creía apoderados del mundo a los filósofos optimistas, a los presidentes de sociedades filantrópicas, a los ingenieros industriales, a los fabricantes de objetos de goma, a los muñidores de sociedades cooperativas y a los artistas en pelo, en hoja de lata, en cueros y en levitas. Imaginaba sustituidos los antiguos retos belicosos por suaves notas diplomáticas, y arreglados los pleitos de las naciones con discursos de paz y cortesías. Juzgaba ya a los hombres convertidos en hermanos, que sólo tenían entre sí leves disgustos de familia; y nunca se hubiera atrevido a desenvainar la espada en pleno siglo XIX, por miedo de alterar las cotizaciones de la Bolsa.
Dormido durante muchos años, le habían despertado alguna vez los cañonazos de Austerlitz y de Marengo; y a no tener tan cerca las imágenes del Pilar y San Narciso, se hubiera erguido de buena gana los muros de Zaragoza y Gerona. Ahora escuchaba más allá del Pirineo horribles estampidos y ayes de moribundos, pero más que ruido de batallas le parecían rodar de trenes de mercancías, barrenos estallando, el rumor de mil fraguas en movimiento, el angustioso gemido del minero y todo el estruendo de la vida civilizada, signo de prosperidad y de trabajo. Veía nubes de humo elevarse por la atmósfera, y juzgaba que el humo de las ciudades incendiadas saldría de las fraguas y de las chimeneas de vapor y de las cocinas económicas. Marte creyó que iba a suplantar por segunda vez a Vulcano, y que los hombres le ponían al frente de sus talleres y le llamaban para dirigir sus gigantescas fundiciones: propúsose estudiar las relaciones entre el capital y el trabajo y profundizar los problemas de la estática, y aun improvisó algunas ingeniosas maquinillas para convertir en néctar el café que toman los madrileños por la noche y para hacer llegar a la nariz de los ministros el humo de los cigarros nacionales.
Sacole de su error un ciudadano, que entregándole un revólver, le dirigió el siguiente discurso en nombre de los electores, doblando al mismo tiempo la rodilla, aunque sin quitarse el sombrero, por orgullo democrático:
—Divina Majestad:
»Los hombres te han elegido por su dios, porque representas mejor que otro el estado actual y las necesidades de los hombres. Hacía falta un numen que presidiese nuestras campañas periodísticas, las luchas electorales, los triunfos parlamentarios, los ataques de las oposiciones y las conquistas de la ciencia.
»Era ridículo que no tuviésemos un dios de las batallas, cuando todas las naciones civilizadas tienen su ministro de la Guerra. El pueblo armado sólo debe adorar a un dios que sepa hacer el ejercicio.
»Convertidos en cuarteles muchos templos, volverán con tu presencia a ser templos los cuarteles.
»Los sabios han declarado forzoso el advenimiento del progreso: estamos, pues, en el período de la fuerza. Consigamos la victoria, aunque sea preciso tomar a culatazos casa por casa, conciencia por conciencia. Para llegar a la uniformidad sólo hay un medio: que todo el género humano vista de uniforme.
»Numen excelso:
»Aspira a pleno pulmón el perfume de la pólvora.
»Escucha benigno nuestros himnos patrióticos.
»Y distribuye carabinas a tus hijos.
Dijo el tribuno. Los cañones saludaron; rompieron las charangas; se oyeron aclamaciones populares y Marte pasó revista a los hombres del siglo XIX colocados en orden de batalla.
Y vio con placer largos caminos de hierro que servían para apresurar el movimiento de las tropas; fábricas de fundición donde hervían lagos de metal destinados a cañones; telégrafos de campaña que trasmitían con velocidad órdenes de muerte; máquinas submarinas para convertir en astillas un navío; balas explosivas para destrozar miembros humanos; hilos invisibles que conducían el fuego a los depósitos de pólvora; globos de luz para alumbrar las batallas nocturnas; cohetes incendiarios; almacenes de cápsulas metálicas, y rebaños de hombres moviéndose con perfecta simetría y trazando sobre el suelo figuras geométricas o dispersándose aterrados.
Y vio a los sabios cavilando en su laboratorio para extraer nuevas fuerzas destructoras de los cuerpos más inofensivos, y saludó con júbilo a la ciencia.
Y vio al mismo tiempo a los diplomáticos discutiendo tratados de paz y asegurando por medios amistosos la fraternidad entre todas las naciones.
Y adivinó batallas en el aire; ejércitos emboscados en las nubes; lluvias de balas sobre un ancho territorio; combates físico-químicos; evocación de espíritus contra un país enemigo, y finalmente, la resurrección de los antiguos encantadores para dirigir las nuevas guerras.
Y dijo el dios alzando una bandera roja:
—Vuestra actitud guerrera me complace: veo que el género humano está dispuesto a una campaña eterna y no necesito infundiros ardimiento. Las guerras de ambición tienen por límite la extensión de la tierra: la lucha para conseguir el ideal de los hombres no puede tener término.
»Industriales: multiplicad los goces de la vida, para que aumente el rencor del pobre al opulento.
»Políticos: halagad las pasiones de todos, para que todos tomen parte en la pelea.
»Sabios: haced que cada cual piense a su modo, para que trate de imponer a todos sus propios pensamientos.
»Indiferentes: aplaudid siempre al vencedor, para que nadie quiera darse por vencido.
»Guerreros: vuestro es el mundo; armaos con la palabra: destruid con las ideas y luego haced la felicidad del hombre a cañonazos.
»Continúe cada cual la obra empezada, y antes de un siglo, los políticos sólo harán evoluciones militares; los sabios sólo enseñarán el ejercicio, las mujeres sólo coserán a puñaladas y se marcarán con cañones los lindes de las tierras.
Así habló Marte, y los gritos de entusiasmo le persiguieron largo trecho cuando se remontó por el espacio.
Durante muchos días, hubo por todo el mundo fiestas militares: los hombres honraron al dios con paradas, revistas y simulacros de batallas: se abrieron las espitas de los toneles, y corrió el vino por las calles: los amoladores hicieron su agosto, porque no quedó sin afilar un cuchillo de cocina, ni una navaja de Albacete.
Los médicos convirtieron en lanzas sus lancetas: los arrieros trocaron sus machos por machetes: se hicieron de las tiendas tiendas de campaña y todos hubieran dado galas por galones.
Los criados declararon la guerra a sus amos; el comprador al comerciante; los pobres a los ricos; los necios al discreto; el trabajo al capital; la filosofía al sentido común; los ateos al creyente; los pueblos a los reyes; las ciudades a los campos; la ociosidad a la industria y hasta los enfermos juraron beber en el cráneo de los sanos.
Enflaquecieron los gruesos por presentar menos blanco y los blancos envidiaron la suerte de los negros. Tratose de derribar las ciudades, y para evitar los sitios, retirarse a los sitios más agrestes, fabricando únicamente casas de socorro.
Inventose un cañón de gran alcance, cuya prueba dio los más tristes resultados: hechos los disparos en el ecuador, las balas se enfriaron en el polo: disparado en el sentido de la latitud, la bala recorrió todo el círculo terrestre, destrozando la pieza y el inventor a su regreso.
Pero terminadas las fiestas y los alardes militares, los hombres dieron tregua a los instintos belicosos, compartiendo el culto de Marte con el de Venus y Mercurio.
El dios de las batallas subió al Olimpo para recibir la enhorabuena de los dioses y saborear un plato de ambrosía, pensando en el camino qué traje debería adoptar para presentarse ante los hombres del siglo XIX y las generaciones venideras; el caso era difícil: pocos meses antes se hubiera indudablemente vestido de zuavo: ahora, el casco prusiano tenía la desventaja de significar una preferencia poco diplomática: decidiose por último a que el mejor sastre de París le vistiese de salvaje.
Cuando llegó a los cielos reinaba gran confusión en el Olimpo: los númenes y los héroes temblaban, corrían de un lado a otro o rodaban por las nubes de la alfombra; Marte quiso saber la causa de aquel espanto, y Ganimedes, que no tenía manos para recoger las copas y ánforas quebradas, le señaló llorando un punto de la tierra.
La razón era sencilla: los cañones prusianos, después de haber arruinado a París, el Olimpo de la tierra, disparaban sus tiros contra el cielo: y es claro, sus formidables proyectiles jugaban a la pelota con los dioses.