El Dios Obstáculo

José Fernández Bremón


Cuento



I

Dormía aquella noche sin soñar, cuando me despertó un ruido metálico; encendí la luz y vi que la tapa del azucarero, dejada a propósito entreabierta, había caído por sí sola, y se movía, como si un ser débil forcejease para levantarla.

—Al fin caíste, pícaro duende —le dije—, hace muchos años que tenía preparada esta trampa de golosos para cazar a uno de los tuyos; quedas preso hasta que derriben esta casa, porque voy a enterrarte debajo de las losas.

Una voz débil y doliente, que parecía llegar por teléfono a mi oído, contestó:

—No me pierdas, que nunca te hice mal, y sería terrible mi castigo si esta prisión me obligase a faltar a mis deberes.

—¿Qué pena te impondrían?

—La de nacer y ser hombre como tú.

—Duro es el castigo. ¿Cómo te llamas?

—Ay-ay-ay.

—¿Te duele algo?

—No: te digo mi nombre traducido al castellano: es un compuesto de tres quejas. Soy el duende de tus sueños.

—Eso es otra cosa. Aunque en mi infancia me atormentabas con tremendas pesadillas, y todavía me arrojas al agua o despeñas muchas veces, te debo los ratos más agradables de mi vida: dime, duende, ¿cómo haces para que, teniendo los ojos cerrados, vea en mis sueños con tanta claridad paisajes y personas?

—¿No dices que ves claro cuando sueñas? ¿No confiesas que tu aparato visual está cerrado cuando duermes? Pues recuerda que en sueños, a más de ver, intervienes personalmente en lo que allí sucede, y deducirás naturalmente que todas las noches sales de tu cuerpo, y yo te guío. El sueño es el rato de asueto que se os concede a los que estáis presos en la tierra.

—Voy a ponerte en libertad, pero deseo que te dejes ver de mí.

—No sólo te lo prometo, sino que te enseñaré algunos otros duendes en tu sueño.

Abrí el azucarero, y un ratoncillo saliendo a todo correr pasó por encima de mis ojos, cerrándolos acaso, porque no recuerdo más. ¿Era ratón o duende? Lo que acabo de referir ¿sucedió o forma parte de mi sueño? No lo sé; pero me apresuro a escribirlo, porque empieza a evaporarse como sucede a todo lo soñado.

II

Se alzó un telón de raso: el teatro representaba un tocador, y un gato mío que se murió hace muchos años dormía en un abrigo de señora.

Brotó del suelo una figurilla simpática, de bulto, que se agrandaba y encogía como las sombras, y dijo en voz baja tendiéndome la mano, y haciéndome un signo de silencio con el dedo:

—Soy Ay-ay-ay.

Tomó del tocador unas llavecitas y unos guantes y los escondió debajo de un vestido: quitó la señal de un libro y la puso en otra página: se bañó en la jofaina sacudiendo en el hocico del gato sus vestidos, y el animal, despertando sobresaltado, salió a escape rompiendo frascos y botellas.

Un instante después entraba una señora que se llevó las manos a la cabeza al ver el estropicio.

—¡Juana!, ¡Petra! —gritaba—, ¿quién de vosotras ha hecho este destrozo?

—Yo no he sido. Yo tampoco —repetían las doncellas.

—¿Quién ha quitado mis llaves y mis guantes?

—Yo no he sido: yo tampoco —respondían las acusadas.

—Nadie ha sido —replicaba la señora—, nunca es nadie quien rompe, extravía y trastorna todo lo que uso. Las llaves tienen alas: se ponen mis guantes manos invisibles y los frascos se suicidan, ¿no es verdad?

—Señora —dije interviniendo—, ha sido una broma.

Pero Ay-ay-ay, interponiéndose, hizo desaparecer tocador, ama y doncellas: luego me dijo sonriéndose:

—¿En qué pasarían su vida las amas de casa, los hombres comineros y la mayor parte de las gentes, si no escondiésemos guantes, corbatas, cepillos y tijeras para darles alguna ocupación?

III

Vi ante mí un Congreso alborotado: multitud de duendes cruzaban de calva en calva, como quien pisa un enlosado, y apuntaban a los oídos palabras malsonantes: los diputados se insultaban y el presidente, harto de romper campanillas, las arrojaba en medio de la Cámara a modo de proyectiles, diciendo a los porteros:

—Más campanillas; que me las traigan por mayor. No puedo presidir sin municiones. Venga la campana grande de Toledo.

En aquella confusión, un hombre, de aspecto serio, hizo ademán de hablar, se impuso con la acción y con el gesto, produjo algún silencio, y en un exordio breve y elocuente, restableció la calma y se apoderó de la Asamblea.

Un estornudo interrumpió de repente su discurso; quiso hablar de nuevo, y volvió a estornudar una, dos y muchas veces. El tumulto se reprodujo y los diputados se fueron a las manos, mientras el duende arrojaba una pluma que había introducido en las narices del orador para hacer que estornudase.

—Bribón, has ahogado un gran discurso —dije al duende.

—Vamos a enterrarlo —dijo con socarronería, enseñándome un papel; estaba en blanco.

IV

Entramos en un inmenso cementerio; duendes de todos los tamaños hacían de enterradores, sepultando paquetes y objetos extraños que se deshacían al tocarlos. Ay-ay-ay entregó la hoja y el otro duende la arrojó en un hoyo que tenía el siguiente rótulo:


Discursos que no han llegado a pronunciarse.


—¿Cómo caben en tan poco espacio? —pregunté.

—Es que ninguno de esos hoyos tiene fondo.

Me entretuve en leer algunos epitafios que decían: Pensamientos sin palabras, Libros sin empezar, Fetos de comedias, Autores malogrados.

—¿Hay aquí alguna obra notable? —dije al sepulturero.

—¿Que si la hay? Lo mejor y lo peor del entendimiento humano ha caído en los buzones de la nada.

—¿Y para qué estas clasificaciones y letreros, si todo concluye aquí? La nada no es clasificable.

—¿Y acaso las clasificaciones son algo? —replicó irónicamente.

—¿Qué significa ese letrero: Libros impresos que nadie ha de leer?

—Los hay que nadie leyó nunca después del corrector; otros pierden poco a poco sus lectores, hasta que llega el curioso que los abre por vez última; entonces un duende pone el sello del olvido en la portada, y el libro queda muerto en el estante.

—¿Qué enterráis ahí? Dice el epitafio: Lamentos inútiles.

—Son las quejas que no se han atendido; los gritos pidiendo auxilio que no ha escuchado nadie.

Leyes sin cumplir... No entiendo.

—Hay leyes tan absurdas, inoportunas o tan justas, que no se pueden aplicar por su maldad o su excelencia.

Salí del cementerio porque empezaba a marearme; de paso no pude menos de leer estos letreros: Razas extinguidas, Abortos, Lo esterilizado por torpeza, Semillas sin germinar, Castraciones, Lo que no ha entendido nadie.

V

Por fin respiré en una pradera donde las gentes se divertían bailando, bebiendo y merendando. Bailé como se baila en sueños, dando brincos tan altos y tan fáciles, que me apabullaba el sombrero en las estrellas, y al caer hundía las piernas en el suelo como si fuera el piso de un nacimiento de papel.

—Sentémonos —me dijo mi pareja, y nos sentamos.

—¿Me quieres? —añadió aproximándose.

—No; porque sé que estoy soñando y eres una sombra que se va a desvanecer.

—Dame la mano y verás que soy de carne.

—Es verdad; eres carnal, carnívora y carnosa.

Y ella cantó:


Hay mujeres tan falsas, que son de viento,
y valsan en los giros del pensamiento.


—¡Huid! —dijo Ay-ay-ay apareciendo—. El marido os persigue; he delatado vuestra fuga.

—Pero si no me he fugado... —repliqué.

—Huye y no discutas.

Venía un tropel de gente armada en busca nuestra, y el gran apuro me hizo encontrar la salvación; di un empujón en el tronco de una encina y el paisaje desapareció.

—Llévame contigo —dijo la mujer.

—Imposible; no puedo mantenerte.

—Me alimento sólo de requiebros.

—He agotado los míos.

—Me agarro a tus faldones.

La ira me cegó y me avergüenzo de escribirlo; es la primera paliza que he dado a una mujer, pero fue buena; todas las palizas que un hombre regular ha dejado de dar a las mujeres que lo merecían las desahogué en aquella tunda soberana; luego de un puntapié la envié con su marido.

—Eres un traidor —dije al duende—. ¿Por qué me pusiste en ese compromiso?

—Pero ¿habría celos sin nuestras travesuras e invenciones? ¿Qué sería el amor si los celos no agitasen y revolviesen a los hombres?

VI

Se necesitan ocho duendes para levantar la tapa de un azucarero; eran, por consiguiente, innumerables los que hacían rodar una carroza hacia un palacio edificado en una cumbre. El pueblo aclamaba a los que subían, unciéndose a su carro.

—¿Son hombres eminentes? —pregunté a mi cicerone.

—¿Los empujaríamos así? —contestó riendo a carcajadas.

—¿Y a dónde los subís?

—A las cimas del poder, para ayudarnos.

—Huye, duende maldito —le dije—, que ya conozco tu pícara ralea; nacisteis para revolver el mundo y mantenerlo en sus agitaciones inútiles; llenáis de tropiezos nuestro camino, y sois la rémora de todo.

—No hacemos sino cumplir nuestro deber —dijo Ay-ay-ay.

—¿Quién os lo impone?

—Nuestro señor: el dios Obstáculo.

—Quiero verle.

—Cállate, imbécil; sólo con que vieras un punto de su sombra, quedarías paralítico. ¡Ja, ja, ja! No tengas miedo; nuestra acción es necesaria. Hubo para nosotros un día de espanto, cuando el hombre descubrió la electricidad, la gran fuerza impulsora; pero gracias a nosotros, se apoderó de ella la industria, y la convirtió en asno de carga, y en una hermosa lamparilla. Sin nosotros, la humanidad, entregada a su impaciente fantasía, devoraría el tiempo en un instante, atropellando el porvenir. ¿Sabes lo que ocurriría en la tierra? Lo que en la máquina rota de un reloj: que hace girar todas las ruedas y volantes y sonar todos los timbres locamente, para consumir su cuerda en un instante.

VII

—No —dijo en mí otra voz que no sé de dónde salía.

Sentí girar la Tierra libremente en el espacio, sujeta a un gran anillo y conducida por los hombres como si fuera un cabriolé.

—¿Se puede saber adónde vamos? —pregunté.

—Por de pronto hemos variado la órbita terrestre para evitar el enfriamiento del planeta.

—Pero trastornaremos toda la mecánica celeste...

—Eres un atrasado: los astros son tan libres en el espacio como las aves en el viento: la Tierra era un astro enjaulado y le hemos dado libertad.

Y oía voces que gritaban:

—¡La Luna no nos sigue! ¡Ha desertado!

—Vamos desbocados por la inmensidad.

—Ánimo, señores —decía el conductor—. Vamos a la conquista de los cielos, a destronar al Sol y apoderarnos del sistema planetario.

—No los creas —me dijo al oído el duende—, el dios Obstáculo acaba de subir a la trasera de la máquina.


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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