El Eclipse

José Fernández Bremón


Cuento


I
II

I

El campamento estaba atrincherado para evitar una sorpresa, y en el centro la tienda del capitán Jorge Robledo, enviado en 1539 por el marqués don Francisco Pizarro, para fundar y poblar ciudades en los llanos que se extienden por delante de Cali. Los caballos, bajo un cobertizo improvisado, estaban mejor alojados que la gente, por calcularse en aquellas expediciones de la India Occidental la utilidad de un caballo por la de cinco o seis españoles, así como un español valía por veinte o treinta indios. Los oficiales formaban corro junto a la tienda del jefe, y los soldados, con trajes de la más pintoresca variedad, sentados o tendidos en el suelo, charlaban en grupos mientras hervían en las marmitas los fríjoles cocidos con tocino, y se tostaban en piedras calientes las tortas de maíz que habían de cenar. Algunos, los menos, llevaban armadura completa de labor italiana; otros cubrían su cabeza con antiguo y enmohecido capacete y el pecho con un peto de cuero, y no faltaba quien lucía en aquellas soledades alto sombrero con plumas y capa ??? de cenefa de colores y una cota de malla por debajo; la irregularidad y diversidad de las armas formaba juego con la falta de simetría de los trajes. Algunos indios cuidaban y sazonaban los manjares, mientras los más de ellos, fatigados con el trabajo de la jornada, dormían entre los fardos que constituían su carga, arropados con sus mantas de algodón.

Un veterano de los más derrotados decía en un grupo de jóvenes:

—Sí: cada hombre tiene su destino y no hay forma de evitarlo: yo conocí a Hernán Cortés siendo un soldado tan pobre como lo soy ahora, y poco después era famoso y se carteaba con el emperador: ¿sabéis cuánta gente mandaba Francisco Pizarro, siendo yo alférez, la primera vez que le eligieron para hacer un reconocimiento? Pues sus ojos brillaron de alegría porque le dieron a mandar cuatro hombres: hoy es marqués, adelantado, el verdadero sucesor de los Incas, y ¿qué sé yo? Y aquí tenéis a uno de los conquistadores de México, a uno de los que dieron la famosa carga de Otumba, sin un palmo de tierra, ni un indio que me cosa mis calzones rotos, y sin más galas que este sayo agujereado por las flechas. Tengo sesenta años y estoy empezando mi carrera.

—¿Sabéis, Pedro López, que con esa relación nos quitáis ánimo? Si sois tan desdichado, ¿qué esperanzas tendremos de que salga bien esta expedición? —dijo un soldado lampiño y bien vestido.

—No seas simple, Juan; en todas las empresas hay desgraciados y felices, y todos hacen falta: aquéllos para recibir las pedradas y flechazos: los otros para obtener honores y ventajas.

—Otros han sido más infortunados que tú, y ni aun pueden quejarse —exclamó acercándose al grupo otro soldado viejo que se encaró con Pedro López—; tú, siquiera, tuviste buenos tiempos: que te he visto lucir en México un soberbio caballo y una hermosa armadura de Milán: yo no hace muchos años te vi exponer quinientos pesos a una suerte de dados.

—¿Y qué significa eso? ¿No jugamos todos a cada instante la cabeza? Y si todo lo perdí en el juego, ¿no debo quejarme de mi suerte?

—Hay quien pierde sin jugar.

—Vamos, Antón Arias, ¿quieres contarnos tus desgracias? Empieza cuando gustes.

—No necesita contar las suyas —dijo el joven lampiño—; compárate, Pedro, con el descubridor del mar Pacífico, que murió degollado por justicia.

—Ni aun quiero acudir a esos ejemplos —replicó Antón Arias, atusándose la barba gris que cubría la mitad de su peto—, porque Vasco Núñez de Balboa siquiera, murió con la seguridad de ser famoso, y por lograr ese nombre muchos de los que hemos llegado hasta aquí nos arrojaríamos al fuego. ¿Quién de nosotros no ha pasado el charco con la esperanza de acostarse y soldado y despertarse general? ¿Qué necesitábamos para ello? Mucho, y nada. Que entre los indios que sujetábamos por el copete y hacíamos andar encadenados delante de nuestro caballo hubiera un rey; o que al revolver una loma descubriéramos, en vez de maizales y bohíos, una rica ciudad que entrar a saco, para enviar el quinto al emperador, pidiéndole despacho de capitanes generales. ¡Cuántas expediciones como la nuestra hemos visto salir los que somos viejos; los unos volvían deshechos y perdidos; otros enviaban mensajeros anunciando que habían conquistado una nación; otros no volvían, ni jamás se supo de ellos! Tú, Pedro López, volviste siempre con bagaje bien provisto.

—¿Luego soy afortunado?

—¿Te acuerdas de Josef, el sevillano? Era un valiente.

—¿Que si le recuerdo?... Los murmuradores decían que había venido a las Indias huyendo de la Inquisición. ¿Qué se hizo de él?

—A eso venía a parar: quiero que compares tu desgracia con la suya.

Los soldados, viendo que se trataba de una historia, apretaron el corro, dejando en medio a Antón Arias, que dijo lo siguiente:

II

—Todos sabéis las noticias de tesoros, caciques opulentos y de imperios que corrían en Tierra Firme hace unos veinte años, cuando las disensiones de Vasco Núñez y Pedrarias. Yo pasaba entonces por un buen ballestero, y estos hierros tan viejos que me cubren eran nuevos entonces; me propusieron entrar en una expedición a través de la sierra, y acepté. Salimos cincuenta hombres escogidos y reclutados sin permiso del gobernador y guiados por tres indios; se trataba de descubrir un cementerio donde los indios enterraban a los suyos con todas sus alhajas. A los tres días de camino habían desertado veinte hombres con uno de los guías; se dijo, y se creyó, que habían formado una partida suelta para repartir entre menos el tesoro. El país era al principio hermoso y fértil; allí se daban el cacao y el algodón y las maderas más preciosas; a detenernos a poblar aquel vergel, hubiéramos podido ser felices; pero el oro y la aventura nos empujaban hacia los picos de la sierra. Al despertarnos una mañana habían desaparecido otros quince hombres y otro guía. Aquellas treinta y cinco deserciones, en vez de desanimarnos, nos causaron regocijo: primero, porque contábamos con ellas; donde hay algo en que mandar entre nosotros los españoles, sale cada día un jefe nuevo; segundo, porque la presa, si la encontrábamos, tendría menos dueños. Sólo nos molestaba el frío en las alturas que íbamos venciendo con tenacidad, y viendo despeñarse por los derrumbaderos algunos camaradas; las provisiones eran tan escasas, que yo cedí una daga morisca que mi padre ganó en Granada por un pedazo de tocino; el país estaba habitado, pero a nuestra aproximación los indios huían con sus ganados y cosechas; luego se dejaban ver en las alturas desde donde hacían rodar gruesos peñascos, que arrastraban en su caída una lluvia de piedras; dos de los nuestros habían muerto de frío y de fatiga, y otros dos reventados de un peñazo. Cuando llegamos a una meseta rodeada de montes ribeteados por la nieve, no necesitamos contarnos: éramos seis y el guía. Reconocimos el terreno, y estábamos enjaulados, hambrientos y sin fuerzas. Sólo había una salida estrecha, dominada por un gran tropel de indios que aullaban de placer al vernos presos y nos amenazaban con sus galgas y sus flechas. No teníamos víveres, ni podíamos rendirnos porque, según el indio dijo, eran caribes nuestros sitiadores.

—¿Y qué hicisteis? —preguntó impaciente el soldado joven al viejo narrador.

—Esperamos dos días aún: pero al tercero el hambre era irresistible: nos comimos al guía.

»Pero cuando le asábamos en una hoguera, todos conocíamos que aquel festín de antropófagos no serviría sino para prolongar nuestro sufrimiento, e iba a ser nuestra última comida. Sólo Josef, el sevillano, dijo con voz estentórea:

»—Yo no como.

»—¿Por qué, si no hay otro medio de vivir?

»—Porque el olor de esa carne me recuerda el de mi padre, cuando le quemaron en Sevilla por judío.

»—Y tú, ¿no eres cristiano? —le dijimos.

»—No lo soy, ni lo fui nunca. Ya no tengo necesidad de ocultarlo, porque los que me escucháis no podréis nunca delatarme, y esos picos que ven a Dios de cerca saben que no hay más ley que la Antigua: dejadme confesar en altas voces la grandeza de ese Dios que nos libró de Faraón, y nos librará de todas las persecuciones hasta el día del triunfo y de la gloria.

»Aquella invocación debió abrirle el apetito: Josef concluyó por comer como nosotros.

»Cuatro días después nos hallábamos en el mismo caso y se habló de sortearnos para ver quién servía de alimento a los demás. Como tengo en el juego mala suerte, no quise exponerme, y dije a mis compañeros, sujetando por la espalda a Josef el sevillano:

»—Éste ha de ser la víctima y nadie más, para prolongar la vida de cinco cristianos viejos: y todavía va ganando: la Inquisición le habría de quemar: nosotros nos contentaremos con asarle.

»Compara Pedro tu desgracia con la suya: nos lo comimos y aún creímos que se le hacía algún favor.

—Pero ¿cómo diablo os librasteis de aquel paso? —dijo Pedro López convencido, pero deseando saber el final de la aventura.

—Un eclipse nos salvó: al ver que el sol se obscurecía, los indios huyeron aterrados, y pasamos la encrucijada royendo los huesos del judío.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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