El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)

»Su hacha ha derribado cabezas de reyes, de santos, de pontífices; las más altas jerarquías humanas se han arrodillado a sus pies en el cadalso: hasta la inocencia, que es en el patíbulo la principal categoría, le ha inclinado el cuello sin deshonrar su cuchillo, porque en las sentencias inicuas, o los errores judiciales, el único inocente es el verdugo. Sus funciones son angélicas...

(Grandes protestas en el público le impiden continuar; sólo puede colocar algunas palabras.)

Un oyente.—Empezó con suerte, pero lo ha echado a perder: indudablemente tiene pato.

El letrado.—Sí, señores: hasta en el cielo hay un ejecutor de la justicia.

(Redobla la gritería: el presidente, queriendo cubrirse, toma por equivocación el tintero y se lo vuelca en la cabeza. Los gritos se convierten en aplausos y risas: el presidente inútil es reemplazado por un negro.)

Una voz en la última galería.—¡Preferimos el otro, tiene menos tinta!

El letrado.—Sí, señores: el Ángel Exterminador, que mató en una noche a todos los primogénitos de Egipto.

(Redobla la gritería y tiene que sentarse.)

—Todo lo que hemos oído es pura retórica —dijo un ex gobernador que desempeñaba en comisión una plaza de sereno—; nada se ha propuesto para dignificar la clase: pido que se exijan condiciones intelectuales...

—¡Vaya una gaita! —replicó un verdugo jubilado—, ¿queréis que nos busquen? Pues procuradnos mucha guita.

Un aplauso cerrado demostró que el viejo interpretaba el sentimiento general.


* * *


Pregunta segunda: ¿Cómo podría resultar muy lucrativa nuestra profesión sin gravar el presupuesto?

Un barba cargado de familia pide que se restablezca el tormento.

La voz de las alturas.—¡Ya existe!

—Pero es una injusticia que se administre gratis.

Un dómine.—¿No podría adoptarse el restablecimiento de los azotes y su redención a metálico?

—Todo eso es bueno —dijo un médico que por falta de recursos para pagar el título ejercía como apóstol— y nada de eso basta; antiguamente se cortaban manos y pies, lenguas, orejas y narices, a costa de los reos; no veo inconveniente en continuar las tradiciones.

El público protestó, pero el orador continuó diciendo, apoyado por sus consocios:

—¿No tiene el Estado derecho de vida y muerte sobre el individuo? ¿Consta entre los derechos individuales el de conservación de las orejas? Pues si el Estado es dueño del todo, lo es de cada parte, y aun el municipio debería tener dominio sobre algunos miembros, como los pies, que gastan el empedrado, o la nariz, que ocupa la vía pública...

—¡Calla, buchí! —exclamó en la galería un hombre narigudo—, ese castigo es denigrante.

—Niego —replicó con viveza un arqueólogo que se había arruinado entre las ruinas—; en el siglo VII Leoncio destronó al emperador Justiniano II, le hizo cortar la nariz y las orejas y le usurpó la corona; el capitán Tiberio hizo lo mismo con Leoncio y escribe el grave historiador Gonzalo de Illescas: «tenía entonces el mundo tres emperadores, con no más de una nariz entre los tres, y dos orejas».

—¡Bravo por la cita, bravo! —gritaron varios aspirantes y verdugos.

—¡Bravo! —repitió un individuo arrojando prospectos desde un palco.

Eran anuncios: un ortopédico se ofrecía a reemplazar con ventaja los miembros perdidos, y añadía: tenemos lenguas de resorte con cuerda para hablar una semana; todo hombre público que las examine adquirirá las nuestras y echará la suya al gato.

—Señores —prosiguió el médico—, las artes adelantan, si antes el cuchillo sólo hacía operaciones fáciles, hoy podríamos, sin matar al reo, extraerle los riñones por justicia. Es un castigo más científico y conforme con la tendencia actual, que rechaza las ejecuciones públicas; nada tan íntimo y misterioso como la extirpación de ese órgano interior. Se opera al reo, paga la cuenta, se abrocha el chaleco, sale a la calle y nadie sabe si tiene o no riñones.

Se acordó dirigir a las Cortes un suplicatorio para que no desperdiciasen esta fuente de ingresos, que desarrollaría la riqueza pública, por ser raro el español que llegase a cierta edad sin dar motivo para que le cortasen algo, y para que no prescribiese el derecho de desorejar y desnarigar al contribuyente en perjuicio del gremio que reclama.


* * *


Pregunta tercera: ¿Qué instrumento moderno es preferible para ejecutar a los reos con arreglo a los adelantos del siglo?

—Todo se ha utilizado para la muerte —dijo el arqueólogo—, hasta las artes más suaves: la música ha dado instrumentos de percusión como la maza, de metal como el hacha, de viento como la roca Tarpeya, de cuerda como la horca, que se puede considerar de cuerda y viento; la cocina dio la idea de la hoguera, y prestó al patíbulo sus desollamientos, parrillas y tenazas; el baño templado en que se desangró Sócrates, ¿qué es sino el baño de María?

Voces.—¡Basta de ciencia, basta!

Arqueólogo.—Me callaré, pero prefiero el garrote.

La voz desconocida.—¡Dárselo!

La discusión fue breve; todos convinieron en que la máquina moderna más propia para la destrucción del cuerpo humano y, por consiguiente, para las ejecuciones capitales, era el automóvil.


* * *


La junta iba a terminar, pero todos permanecieron en su sitio al oír que la señorita, callada hasta entonces, deseaba decir unas palabras. Era una rubia de rostro y figura angelicales.

—Señores —dijo con voz dulce—, no podemos separarnos sin decir algo en favor de los pobres sentenciados. Por ellos y sólo por ellos solicito la plaza de verduga; porque la mano de la mujer es más suave, y una miradita cariñosa en el último trance siempre es un consuelo.

Todos aplaudieron con entusiasmo.

—Pero es preciso algo más práctico y conforme con la sensibilidad pública: reclamo la aplicación del cloroformo en las ejecuciones capitales.

El entusiasmo se convirtió en delirio; todos querían abrazar a la oradora.

—Pido —añadió el médico en el colmo de la emoción— que no se ejecute a nadie sin desinfectar antes el aparato.

—Y yo —añadió llorando un socio obrero—, que se fije para el verdugo en ocho horas la jornada máxima de trabajo.

Y la junta terminó.

Un buen mozo, que esperaba a la puerta del teatro con la capa terciada y puro en boca, dijo al ver pasar a la oradora:

—¡Señorita, señorita!

—¿Qué se ofrece?

—¿Quiere usted ejecutarme?


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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