El Hada y el Poeta

José Fernández Bremón


Cuento



I

Un bosque impenetrable de limoneros y naranjos, de magnolias y laureles, rodea el pintoresco lago de las hadas. Los pájaros son su alada servidumbre; los caballitos del diablo patinando sobre el agua llevan y traen recados de una orilla a otra, mientras las hadas se divierten o trabajan, según su inclinación: unas extraen de las flores las esencias que perfuman los harenes, o la miel, las medicinas y venenos; otras, entrelazadas, danzan por el aire, o deshojan flores, para leer en ellas cuentos e historias que los hombres no saben descifrar; otras extienden sus cabellos al sol para teñírselos de rubio, y las más viejas hilan el agua con ruecas y husos diminutos, y hacen esos preciosos encajes que llaman espuma los profanos, y que retiran al instante hacia el fondo aprendices invisibles, para que el aire no los manche ni deshaga, y confeccionen con ellos las huríes los trajes de su eterna luna de miel.

Una gorriona pizpireta, con el pecho cubierto por un delantal blanco, bajó de un vuelo hasta un corro de hadas, y dijo en su lenguaje:

—Hadas y señoras mías; un poeta se encomienda a vuestras gracias, porque desea alcanzar una.

—¿Es musulmán?

—Cristiano madrileño.

—Dile que no estamos en casa. ¿Qué esperas? Veo que te ha sobornado, comilona. ¡Vuela ya! Aguarda. ¿Cómo se llama?

—Pedro Sinigual.

—No le conozco.

—Ni nosotras.

—Abre el registro de los dones y mira si está ese nombre entre los dotados con el don de poesía.

—No está —dijo un hada después de hojear una magnolia—, no tiene licencia para hacer versos.

—Comprendido; es algún infeliz que después de invocar a las musas inútilmente y de darse al diablo, que no le haría caso, recurre a nosotras para que le demos título y derechos de poeta.

—¡Ja, ja ja!

—¿Puede hablar un pájaro? —dijo con humildad la gorriona.

—Todo lo menos posible y muy deprisa.

—Pues certifico que Pedro Sinigual es uno de los poetas famosos de España y que su nombre es repetido con aplauso y celebrado por la gente de pluma. Sabe que para llegar ante vuestras gracias, necesita sufrir tres humillaciones y está dispuesto a todo.

—¿Quiere alguna darle audiencia?

Todas se encogieron de hombros con desdén.

—Yo le recibiré —exclamó un hada arrugadita que hilaba en un rincón.

—Ya está aviado el pobre —dijo entre sí la gorriona—, ¿qué figura quiere vuestra gracia que vista el forastero?

—Toma del guardarropa un cuerpo de escarabajo y haz que se lo ponga.

—¿Y si se negara?

—De un picotazo sácale la lengua.

II

El poeta Pedro Sinigual tuvo que humillarse a entrar en el reino de las hadas en forma de escarabajo, por el albañal de la servidumbre. Cuando volvió a ver la luz del día y comparó su pequeñez con la extensión del lago y la altura de los árboles, sintió deseos de hacer versos: tomó en sus patas delanteras tierra sucia e hizo una redondilla, y rimando y rimando poco a poco, la bola se agrandaba; la forma poética entre los escarabajos es esférica.

—Lávate, lávate al momento —dijo la gorriona, interrumpiéndole una estrofa—. Perfúmate con azahar y corteza de limón, que vas a confesarte.

—¿Estoy en peligro de muerte?

—Acaso, si cometes imprudencias. ¿Prometes darme dos sacos de trigo si consigues lo que vienes a buscar?

—Prometo decirte en verso que tu pico es de marfil y de encaje tu pechuga.

—No —dijo la gorriona—, yo sólo quiero trigo: mucho trigo.

—Te lo prometo; te lo juro.

—Pues haz examen de conciencia como poeta, porque estás obligado a decir la verdad acerca de tus obras; y cuida de no mentir, que morirás al instante.

—Pero... ¿se me exige que diga la verdad? Eso no se confiesa nunca.

—Pues despídete del mundo por informal. Ésa es tu segunda humillación.

—Acepto; acepto.

Y el escarabajo, ya limpio y perfumado, se dirigió con lentitud hacia el confesonario; era un dedal de plata agujereado por el uso en forma de rejilla; dentro esperaba el confesor: era una hormiga.

III

Aunque el poeta, reducido a escarabajo, tenía gran corpulencia ante aquel insecto que veía de perfil por la ventanilla del dedal, tenía tal brillo y fijeza el ojo derecho de la hormiga, que Sinigual tembló ante aquel cuerpecillo negro, aquella cabecita redonda y sin nariz, y las tenazas abiertas en forma de bonete, que le daban un aspecto eclesiástico y severo.

—¿Has amado el arte por el arte? —preguntaba el diminuto pero formidable confesor.

—Lo he amado por la fama que da y el dinero que puede producir —contestaba el penitente.

—¿Has hurtado pensamientos?

—Eso dicen mis enemigos.

—¿Y es verdad?

—A medias; mentían achacándome plagios falsos y no sospechaban los hurtos verdaderos.

—¿Te crees un poeta eminente?

—Creo que estoy reconocido como tal y mi fama asegurada en críticas, periódicos, biografías y diccionarios.

—¿Y lo has conseguido por tu mérito o por tu industria? —repetía la hormiga sin mirar nunca de frente al escarabajo.

—He procurado hacerme amigos y compadres; he apelado a la seducción y al cambio de favores. Yo di el impulso y la rutina; la ignorancia y la bajeza hicieron lo demás. Valgo muy poco, pero mi fama está ya hecha.

—¡Mentecato! ¿Te imaginas haber sobornado a la posteridad? ¿Qué opinión tienes de tus versos?

—No pasan de medianos, pero suenan bien a los más y los aplauden con delirio.

—¿Has hecho daño a tus rivales?

—Todo el que he podido, no comprometiéndome.

—¿Qué te mueve a visitarme?

—El miedo a perder mi fama y el odio a un adversario que me conoce, me juzga y me condena.

—¿Cómo se llama?

—Juan Despierto.

—Dime sus cualidades.

El poeta se resistió y la hormiga aparentó retirarse.

—Pues bien; hace versos mejores que los míos: tiene una rectitud inflexible que no puedo vencer: su gusto exquisito descubre la urdimbre grosera de mis obras y es implacable en sus juicios: temo que las gentes le lean y concluyan por ver claro.

—¿No es leído?

—Hemos procurado aislarle, y sus obras y su periódico no se venden. Pero en ellas, cuando habla de mí, creo que grita mi conciencia.

—¿Qué quieres hacer de él?

—Que muera si es posible.

—¡Asesino! Te lo niego.

—Me contentaré con que pierda el juicio.

—¿Cómo? ¿Quieres volverle loco? Habla claro, que vamos a contratar.

—Deseo que pierda mi rival lo que me estorba en él: la claridad con que juzga y ve cuanto examina: quiero, en fin, que Juan Despierto pierda su criterio y se convierta en un hombre vulgar.

—¿Qué das en cambio?

—¿Qué? Mi inspiración.

—¡Falsificador del genio! ¿Te burlas de quien puede destruirte?

—¡Ja, ja, ja!

—¿Quién se ríe? —dijo alarmado el poeta.

—Todos los ecos del espacio; aquí las confesiones son públicas, y lo que se dice bajo la bóveda de este dedal resuena en todo el universo. Escucha. Para que Juan Despierto quede privado de su criterio, tienes que entregarme vivo y sano un ojo de la cara.

—¿Un ojo vivo?... Es mucho.

—No hay otro contrato.

—¿Lo quieres a la vista?

—Te doy un plazo breve.

—Entonces hago el pacto.

—Pues vuelve a tu forma de hombre y mira los testigos que ha tenido este contrato.

El poeta miró en torno suyo y quedó sobrecogido y lleno de vergüenza. La corte de las hadas había presenciado y oído su confesión; era un gran círculo de señoras vestidas regiamente, que sonreían con gesto irónico, dándose aire con su abanico de oro y pluma. Todas se levantaron; lindos pajecillos recogieron las colas de sus mantos, y aquella procesión de reinas y mujeres hermosas desfiló por delante del poeta, mirándole con ojos maliciosos y burlones.

IV

Han pasado dos años. Pedro Sinigual versifica en su despacho, alzando los ojos al cielo y golpeándose la frente para despertar los pensamientos dormidos, cuando oye picotear en los cristales de su ventana.

—¿Qué quieres? —dice a la gorriona abriendo la vidriera—. ¿No te di el trigo prometido?

—Soy mensajera nada más; vengo de parte de la hormiga a que me des el ojo izquierdo.

—El hada me ha estafado.

—No es verdad; que cumplió su compromiso, privando del criterio a Juan Despierto.

—Y desde entonces empezó su periódico a tener fama y venderse.

—Era natural; no teniendo criterio propio, escribió lo que opinaban los demás, y todos compraron su diario. Y como carecía de opinión, seguía la de todo el que mandaba, y ha llegado a ser ministro. Al despojarle del criterio, le quitaste un estorbo, y has hecho su fortuna. Entrega el ojo izquierdo.

—Vuelve otro día.

—Es imposible; mi señora lo necesita para ponérselo ella misma, porque tiene uno postizo. O entregas el ojo izquierdo, o te salto los dos ojos, por tramposo.


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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