El Hijo del Sordomudo

José Fernández Bremón


Cuento



I

(Recorte de un periódico.)


El individuo que murió ayer arrollado por el salvavidas de un tranvía eléctrico llamábase don Juan Ruilópez; era sordomudo, de posición independiente, y habitaba en una propiedad aislada de Chamberí, sin más compañía, según creencia general, que sus perros: esto no era exacto: en el registro que hizo la Autoridad en la casa del difunto, se halló dormido en un felpudo un muchacho como de trece años, que al despertar ladró al Juzgado, y concluyó por lamer la mano a un guardia del orden público. En vano se hicieron preguntas al niño, porque no las entendía, y así lo manifestó, valiéndose del idioma de los mudos, aunque no lo es.

El caso no puede ser más raro: educado por un padre sordomudo que temía exponer a su hijo a los riesgos de la calle con sus bicicletas y tranvías, no salió nunca de casa, ni oyó la voz humana, sino en algún grito lejano y sin sentido. Comprende, pues, el castellano y se expresa en él por señas, pero no lo puede hablar ni entender de viva voz, y le extraña ver salir las palabras de la boca del hombre. En cambio, el haber vivido siempre rodeado de mastines le ha acostumbrado a manifestar sus impresiones a la manera de los perros, con tal propiedad, que al guardia, con quien ha intimado, se le escapó esta barbaridad al oír cómo ladraba:

—Ladra como un ángel.

En cambio, el niño Ruilópez, viendo que el secretario sacaba recado de escribir, tomó la pluma y trazó en buena letra esta respuesta, presentándola al juez que le había interrogado:

—No entiendo lo que ladras.

Para el desgraciado joven el ladrido es el lenguaje oral, y el castellano un idioma silencioso que se expresa por señas o por escrito nada más.

Se ha tratado de dar compañeros de su edad a Antoñito Ruilópez, pero no le gustan los muchachos, porque no tienen hocico, y prefiere estar con sus mastines; a los niños no les gusta jugar con Ruilópez, porque muerde.

II

Aunque registré los periódicos, no volví a leer en la prensa noticia alguna de este caso: se había hecho viejo para la información de actualidad. Algún tiempo después, hablando en una tertulia de aquel hecho extraordinario, noté que todos sonreían mirando a un profesor de la Normal. Estaba en presencia del maestro encargado de la educación de Antonio Ruilópez.

—Habla ya correctamente —me dijo—. Como tenía idea clara de las letras por la escritura, le ha sido fácil traducirlas a sonidos, pero se expresa deletreando y hay que hablarle despacio para que comprenda lo que se le dice.

—¿Y la pronunciación?

—Un poco áspera. Usted habrá observado que los perros parece que tiran los ladridos a la cara: así dispara la palabra mi discípulo.

—Pero ya no ladrará.

—Le estoy quitando el vicio. Sólo cuando sueña alto no puede evitarlo, o cuando riñen dos perros, o cuando llaman a la puerta.

—¿Le hará usted leer en voz alta?

—Verso y prosa.

—Y ¿qué tal?

—La prosa la gruñe un poco todavía, pero los versos, ¡ay!, los versos los aúlla.

—Eso es bastante general. Y ¿qué hace en las horas de recreo?

—Da carreras por el patio con un rabo postizo.

III

Mucho tiempo después vi pasar por delante de mi casa la carreta de los perros: un jovenzuelo que caminaba al lado, remedando los ladridos, abrió de pronto la prisión y puso en libertad a los cautivos, que salieron a escape entre los votos de los laceros, las risas de las gentes más graves y el regocijo de la chiquillería. Así conocí a Antoñito Ruilópez, dándole asilo para librarle de los guardias.

Era un jovencillo de cara seria, porque sólo expresaba la alegría con movimientos de su cuerpo; la voz era fuerte, y su acento entre alemán y portugués; su frase era concisa e imperativa.

—Estás aquí seguro —le dije—, pero no te vuelvas a burlar de la justicia.

El joven bajó los ojos.

—Mírame a la cara. ¿Por qué has soltado a los perros?

—Libré a mi profesor.

—Pues ¿dónde estaba?

—Preso en la carreta.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Ha sido maestro tuyo uno de esos perros? ¿Qué te enseñaba?

—Esgrima.

—¿De qué?

—De dientes.

—Alza la vista y no mires a mis pantorrillas. Es verdad: los perros no tienen otras armas.

Antoñito desnudó parte de su brazo y me enseñó la marca redonda de un mordisco: faltaba la tajada.

—¿Es el sello del maestro?

—No.

—¿Será tal vez una certificación?

—Sí.

—¿De qué?

—Pago de matrícula.

—Lo mismo que en nuestras universidades: también aquí nos sacan la tajada.

IV

Hace un año que cultivo el trato de ese apreciable joven, y he reunido una colección de máximas perrunas, traducidas por él a nuestro idioma. He aquí una muestra de refranes sin más correción mía que limpiarlos de algunos canicismos:

«Si te ponen un collar, déjalo estar.»

«A larga carrera, lengua fuera.»

«No es de perros sensatos llevarse mal en casa con los gatos.»

«Si hay tajada que comer, no te entretengas en roer.»

«Ladra a las gentes rotas, pero ojo con la punta de las botas.»

«Aunque esté echado el cerrojo, duerme con un ojo.»

«Cuando hagas el amor, no mires el tamaño ni el color.»

«Si ves sacar una pistola, vuelve la cola.»

«Lame manos y lo demás, que algo chuparás.»

«No dejes ni a tu abuela que introduzca el hocico en tu cazuela.»

V

Ayer le visité; vive con su curador, y estaba solo: quería averiguar si la raza canina tiene historia, es decir, si de uno en otro perro se ha transmitido alguna tradición acerca del pasado.

—Tienen sus recuerdos, pero son tan absurdos, que no me atrevo a repetirlos.

—Cuéntamelo, te lo suplico. Habla ya de corrido, y no tendrás acento cuando pronuncies bien la jota.

—Pues bien: dicen los perros chinos que antiguamente andaban en dos pies y usaban sombrero y bastón como los hombres, y que las perras llevaban pendientes en las orejas e iban a la compra.

—Mucho han venido a menos.

—Todo lo contrario: en aquella postura incómoda adelantaban muy poco al andar, y los ratones les mordían las patas, sabiendo que no se les veía; y es que miraban a las nubes y los astros, y disputando si la luna era una torta o un farol, tuvieron riñas y guerra y hambre en que enflaquecieron como galgos los mastines, y se cortaba el pan con el espinazo de los galgos. Sus trabajos para vivir eran grandes: tenían que construir fortalezas, soplar la lumbre y escaldarse la lengua al probar la sopa hirviendo. En fin, pasó mucho tiempo hasta que lograron poner los cuatro pies en tierra: desde entonces todo varió: corrieron más que el gamo, rastrearon toda clase de comida, vivieron sin trabajar y miraron a su sabor por debajo de las puertas.

—Y ¿qué idea tienen del hombre?

—Que es un infeliz nacido para dar de comer al perro, y está muy atrasado. No tiene lanas que le arropen y viste de postizo; es tan tonto, que cambia cuartos de vaca por cuartos de metal; tira a la basura lo mejor de la comida; hace calor y no saca la lengua; no sabe rascarse la cabeza con los pies; y mientras él anda en dos, incómodo y expuesto, pone cuatro patas a las sillas y las mesas para que descansen; pero es trabajador y quiere progresar, como se comprende al verlo encorvarse haciendo cortesías, y al fin recibirá su recompensa.

—Y ¿cuál será?

—La de andar a cuatro pies.

Me despedí del joven, que me acompañó por urbanidad y abrió la puerta, pero retrocedí al ver que subía la escalera un mastín enorme y sin bozal.

Ruilópez adivinó la causa de mi inquietud, y dijo con dulzura:

—No tema usted, es una visita.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.