El Legajo de Cartas

José Fernández Bremón


Cuento


Madrid, 16 de noviembre de 1836.

Querido Luis:

Soy miliciano: mis compañeros de clase me acaban de reclutar: es una lástima que no se haya podido completar la compañía con estudiantes, porque descomponen mucho la formación los paisanos barrigudos que se alistan con preferencia: sí, se ha observado que los liberales más robustos son los más dados a vestir el uniforme. Me han prometido hacerme cabo, y tengo ansia de ponerme los galones, porque es una humillación haber cumplido veinte años y no ser nada. Te aseguro que no seré un cabo vulgar; he empezado a estudiar a los caudillos más famosos, desde Sesostris hasta Cardero; y un cabo ilustrado puede aspirar a todo, cuando un sargento sin ilustración ha nombrado los ministros que hoy gobiernan. Aludo al sargento García, que nos dio la Constitución del año 12 y trajo prisionera a la Monarquía desde La Granja a Madrid, con el mayor respeto, en coches lujosos y rodeada de fusiles.

Comprenderás que mis nuevos estudios me obligan a descuidar la ciencia del Derecho. No hay ciencia superior a la de la guerra: he conocido a Espartero, el nuevo general del ejército del Norte; los patriotas esperan mucho de él.

¿Quién sabe si ha de ser el salvador de España?

Tengo ganas de batirme, aunque sea con mis catedráticos: no puedes figurarte la cara que ponen algunos cuando entramos en clase vestidos de uniforme: el capitán de mi compañía, con objeto de hacerles rabiar, ha conseguido permiso para que hagamos el ejercicio en el Seminario de Nobles, donde se ha instalado la Universidad; no han podido negarse en el templo de la ciencia a que tengamos dos horas diarias de instrucción. Acaso nos la guarden para los exámenes, pero hemos prometido examinarnos con fusil y bayoneta.

Si no fuera por estas distracciones, nos aburriríamos mucho; desde el motín de La Granja no hemos vuelto a tener otro, si se exceptúa el asesinato del general Quesada, a quien algunos milicianos trajeron a rastras desde Hortaleza. Yo vi su cuerpo desfigurado y hecho una lástima, colocado en una mesa del café Nuevo, que le servía de burlesco catafalco. Me pareció una barbaridad; odio las crueldades, aunque me gusta oír las bandas de tambores que recorren las calles tocando a generala. Por eso no he querido asociarme con los Vengadores de Alibeau, aunque ya sabes mis ideas. La forma de gobierno es el vestido de la nación, y la nación puede mudar de ropa siempre que se use la que lleva, o cuando se le antoje. No obstante, hay compañeros que me llaman reaccionario, porque concedo que los reyes son personas, y porque niego el título de héroe que se ha dado en la tribuna al general que fusiló a la madre de Cabrera.

Me parece bien que Mendizábal funda las campanas y venda las alhajas de los templos, y derribe conventos para hacer plazas, y se saque el país a pública almoneda, siempre que haga cañones con el bronce y compre municiones con el dinero; la guerra por la libertad es el estado natural de un pueblo vigoroso. Me parece bien que los hombres se destrocen a cañonazos en el campo de batalla, pero no que se asesinen.

Sabe que he tenido que cortar parte de mi magnífica melena por estética militar; la melena larga y el morrión no se avienen. Es un sacrificio que la patria debe agradecerme.

Me aburo, querido Luis, me aburro mucho: sabes que todas las mujeres me son indiferentes, y puedo decir con Fígaro, en su magnífico artículo El día de Difuntos, que leo todos los dias desde que lo publicó: sí, puedo decir señalando la losa de mi corazón: «¡Espantoso letrero! ¡“Aquí yace la esperanza”!».

La última vez que la vi, dos meses hace, estaba hermosa como siempre, pálida y fría como el mármol; sus ojos y cabello negros destacaban sobre las abiertas alas de su sombrero de paja calado y todo cubierto de flores; su cuello esbelto y el nacimiento de su seno tenían un marco de gasa en forma de hojas, que eran el cuello del vestido blanco con dibujos también claros; dos lindas charreteras caían sobre las mangas huecas y anchas, que se estrechaban cerca de la muñeca para encajar sobre los guantes, y su cinturón abrochado con un lazo oprimía el talle más bonito que se pasea por el Prado.

No quiero recordarla. ¿Quién diría que aquel cuerpo de hada tiene un corazón de judío avaricioso? Elvira es una muerta para mí. Pero ¿no soy también otro cadáver?

He tenido que desengañar a Petra; la pobre llora y jura que me quiere; pero yo no puedo amar: por otra parte, nada dice a mi espíritu una muchacha vulgar, que hace media y me borda un par de tirantes todas las semanas. ¡Ay!, Elvira me cantaba la Atala y recitaba de memoria trozos de Don Álvaro. No tiene idea, seguramente, de que existen en el mundo los tirantes.

¿Y a qué recordar? ¿No bebemos casi todas las noches para olvidar y embrutecernos cuatro o cinco amigos, todos jóvenes y todos desengañados como yo? La orgía es el único refugio de la existencia. Cinco jóvenes, víctimas todos de la falsedad de las mujeres, que no estiman ni comprenden el amor espiritual. ¿Qué importa que los excesos acorten la vida? ¿Vale acaso la pena de conservarla?

¡Ah, si yo supiera hacer versos como un amigo nuestro, llamado Pepe Zorrilla, que me recitó la otra noche una serenata magnífica, todavía inédita, digna de ser leída en el Liceo! ¿Sabes lo que haría? Un drama titulado Los amantes de Teruel. Sí; pronto se estrenará, y silbará, según las personas entendidas, uno de ese título, escrito por un oficial de ebanista; un tal Hartzenbusch. Lástima de pensamiento, que habrá degollado ese infeliz poeta, creyendo que expresar el amor sublime es lo mismo que barnizar una chapa de caoba.

Y vuelta con el amor. No hay más amor que el amor que se vende en el mercado del placer, ni más distracción que vejar todas las noches a los pacíficos vecinos turbando su sueño y mortificándolos para que sufra la humanidad egoísta, ni más goce que la orgía, la guerra, la revolución eterna y la destrucción de todos los poderes de la tierra y el cielo. Sólo hay tres amores verdaderos: el de la libertad, el de la patria y el de la república.

¡La patria! Créese que esté otra vez en peligro, y los buenos ciudadanos empiezan a desconfiar de Calatrava y Mendizábal y de la Constitución que van a hacer las Cortes. Si hay traición, si están vendidos a don Carlos, mi compañía será la primera en pronunciarse. Ya lo hemos decidido.

Adiós: tu desgraciado amigo

Leopoldo.


* * *


Madrid, 15 de mayo de 1848.

Querido Luis:

Por los periódicos habrás sabido la jarana del 26 de marzo y el pronunciamiento del regimiento de España el 7 del corriente. La primera me sorprendió en la calle de Alcalá, volviendo del Prado con mi mujer y mis dos niños, el ama y la niñera. La calle estaba llena de gente cuando sonaron los tiros, y empezó una espantosa carrera que desbandó las familias y causó muchas desgracias: vi caer en el suelo una señorita y que le pisaba el cuerpo sin consideración un elegante que acaso le dirigió en el Prado su lente de concha. No puedo olvidar, ya que pasó el susto, su figura espantada. Había perdido el sombrero y llevaba descompuesta la melena lustrosa, caída el ala de un bigote y tiesa la otra por el cosmético hasta tocar con la patilla: aquel desorden era cómico en un caballero vestido con exquisita corrección: corbata alta y tirillas de mucho vuelo, frac azul abrochado, gabán abierto de talle muy bajo con gran faldón, y botas barnizadas. A decir verdad, no debíamos tener nosotros mejor facha cuando pudimos refugiarnos todos en un portal inmediato. Teresa, mi mujer, que llevaba su traje más bonito, de color ceniza, sin frunces, con una hilera de picos por delante, con botones y borlas, y sombrero de terciopelo gris con plumas, de hechura de tartana, tenía el traje desgarrado por los pisotones, y el sombrero sin forma. Pasamos la noche en la habitación de un pobre zapatero, sin más luz que un candil, que yo apagaba para economizar el aceite, teniendo que encenderlo cuando creíamos oír tiros o paso de tropas: ¡qué útil me fue aquella noche una caja de fósforos de trueno que me habían regalado! Esta invención es digna de la maravilla del gas, digna de las que se atribuyen al ferrocarril que algún día disfrutaremos, si hay orden y paz alguna vez: si los fósforos se generalizan, la noche no tendrá tinieblas: pero tienen el gran inconveniente de ser veneno puesto al alcance de todos: yo encierro los fósforos bajo llave.

Pero ¿puede haber paz entre nosotros? Bien es verdad que esta vez el chispazo ha sido general en Europa desde la caída de Luis Felipe y la proclamación de la República en Francia. Espanta, a todos los que tenemos algo, lo que sería de España a estas horas sin la energía de Narváez y la bravura de Lersundi, si se hubieran apoderado de Madrid el 26 de marzo los 500 hombres armados de trabucos que se lanzaron a la calle, o se hubiera hecho dueño del país el tambor mayor del regimiento de España y nos golpease con su porra. Y no soy sospechoso: hago justicia a mis adversarios: sabes que soy esparterista, mas ahora se trataba de derribar el trono. La República es una ilusión de los primeros años, o una preocupación de los que no aprenden con el tiempo, sin negarte que acaso pueda realizarse en otro siglo, cuando el progreso se consolide. Nosotros estamos muy atrasados, porque hemos pasado en guerra continua todo lo que va de siglo, empleado por las demás naciones en adelantar. Hace falta un hombre que funda los cañones como Mendizábal fundía las campanas.

Me preguntas cómo lo paso... Mi mujer es buena; nos queremos, y los chicos son muy lindos; podríamos tener carruaje; asistimos a la ópera y a los bailes del Circo siempre que hay buena función; hemos visto casi todos los estrenos del Príncipe, y dos o tres veces los dramas que han alborotado al público este año: el Don Francisco de Quevedo, de Florentino Sanz, y La trenza de sus cabellos, de Rubí, ambos desempeñados admirablemente por Matilde Díez y Romea; y aun solemos ir al Instituto para oír a Caltañazor, y a la Cruz, donde representa la compañía de Dardall comedias andaluzas. Pasamos el verano en El Escorial, huyendo del calor y con arreglo a la moda. Me sobra dinero: soy rico, pudiendo apreciar lo que esto vale, porque antes no lo era. Y sin embargo, me aburro y hallo mi vida monótona y pesada. La familia sujeta y quita libertad; los niños molestan y preocupan con sus enfermedades y peligros; me gustan otras mujeres que no son mías, y tengo que aparentar, sin tenerla, una gravedad de padre de familia.

Quisiera viajar y estoy atado; ver la China y la América, toda la Europa y Tierra Santa. Salir de noche disfrazado con mi marsellés, mi chaleco de botones de filigrana, pantalón ancho, faja de seda, zapato de lazo y sombrero calañés, para enamorar a las manolas del Rastro, que ahora las hay soberbias. Sí, me aburro de vestir con arreglo al patrón de Utrilla, obligatorio para todos, y de dar vueltas en el Prado. En donde hace falta la revolución es en las costumbres. Cuando todos nos paseamos gravemente, vestidos según el figurín de París, me dan ganas de interrumpir aquella seriedad y hacer piruetas imitando los solos de la Guy.

Hoy me he encontrado una cana, mejor dicho, la ha descubierto Pepa, la niñera de mi hijo: estaba yo acariciando a Leopoldín, que ella tenía en brazos, cuando me dijo:

—¡Ay, señorito, le ha salido a usted una cana!

—Arráncamela tú —dije, reparando entonces que es una morenilla muy graciosa.

—No entiendo de peluquería —replicó con gracia—, y le puedo hacer daño.

Por fin separó la cana, yo di el tirón, y entre los dos echamos una cana al aire.

La verdad es que aquella chiquilla vale mucho. Hoy he salido con ella al Retiro para pasear al chico: debe haberse recibido algún parte telegráfico importante, porque estuvimos viendo subir y bajar la bola en los aparatos de la torre, aunque cesó pronto el movimiento; sin duda leeremos mañana en la Gaceta un despacho telegráfico por este estilo:

«París está consternado por la muerte de...» (interrumpido por las nieblas).

¡Si vieras cuánto echo de menos los tiempos de nuestra juventud!, ¡cómo nos divertíamos en alegres francachelas! ¡Elvira!, ¡Petra! eran más espirituales que las muchachas de hoy; aún conservo tirantes de los que ésta me bordaba.

Adiós, que voy a los toros con el niño: Pepa se ha empeñado en que la llevase en calesín.

Tu verdadero amigo

Leopoldo.


* * *


Madrid, 20 de mayo de 1860.

Querido Luis:

Vengo de saludar a mi ilustre jefe don Leopoldo O’Donnell, el vencedor de los marroquíes, el creador de la unión liberal, es decir, del partido conservador práctico y sensato. Pasaron las fiestas de la entrada triunfal del ejército en Madrid, y aún cantan los muchachos por la calle el himno de la guerra de África y resuena el nombre de Prim como el de los héroes fabulosos: los soldados están contentos y no hay uno que se haya quedado sin corona: parece un ejército de reyes. Sin la insurrección de San Carlos de la Rápita, la prisión de don Carlos y su hijo en la famosa tartana, y el fusilamiento del general Ortega, suceso misterioso en que parece se hallaban complicados altos personajes, todo hubiera sido júbilo, aclamaciones y alegría. La gloria atrae, y la unión liberal aumenta sus partidarios entre la juventud inteligente: díganlo Núñez de Arce y Alarcón, notables periodistas, que se han hecho de los nuestros.

La verdad es que el Gobierno del general O’Donnell ha vencido con gloria y facilidad a sus enemigos, y el país florece y adelanta bajo su administración: Madrid se embellece por instantes: hay crédito y dinero, y los hombres de negocios estamos satisfechos. Porque ya habrá llegado a tu noticia que he hallado al fin la clave de mi verdadera inclinación: yo había nacido para las especulaciones industriales y bursátiles. Soy consejero de algunos ferrocarriles, accionista de las sociedades más acreditadas, y encarno perfectamente en el mercantilismo de mi época.

Sólo la fiebre de los negocios podría consolarme de mi viudez y soledad. Desde que perdí a mi mujer y poco después a mis dos hijos, mi vida es muy triste. Se acabó para mí la tranquila existencia de familia: los besos infantiles de mis hijos; sus gracias y travesuras, que nunca fatigaban. Ahora vivo solo con mis criados; y las que vienen a acompañarme entran en mi casa como la tempestad, desordenándolo todo y pidiéndome lo que más estimo: tendrán más gracia, más infernal atractivo, pero el alma no se satisface con la excitación material de los sentidos. Nunca me he fastidiado tanto.

¿Querrás creer que la desvergonzada Inés ha tenido el atrevimiento de decirme que se casará conmigo cuando se canse de correrla?

—¿Me crees tan imbécil? —respondí al instante.

—¡Psh! —contestó riéndose—. Ni más ni menos que los demás hombres: sé que te gusto mucho, y me costaría poco obligarte a hacer toda clase de locuras.

He reflexionado mucho sobre la verdad que esto pudiera encerrar, y he roto con Inés, buscando otra y luego otras de tipo semejante, hasta que su tipo se desgaste y me aburra.

¡Chico!, mi cara empieza a arruinarse, y el peluquero me incita continuamente a teñirme el pelo: yo me resisto: ¡si no se conociera! Pero el pelo teñido sólo engaña al mismo que se lo tiñe.

Con los ferrocarriles y el telégrafo, las costumbres varían rápidamente: ya no se veranea en El Escorial y La Granja, sino en los puertos de mar de las provincias: Madrid pierde el color local: los provincianos abandonan sus trajes pintorescos, y apenas se encuentra en esta corte una calesa.

Me han dicho que Elvira, la espiritual Elvira, tiene casa de huéspedes. No he querido visitarla, porque mi presencia la humillaría. ¿Sabes quién me dio la noticia? Petra, que hoy es una jamona muy guapa, generala y condesa, y que ya no me hace caso cuando le hablo de amores.

—Es usted otro —me contesta—; ha perdido usted la esbeltez que tan bien le sentaba hace veinticinco años, cuando llevaba aquella levita ajustada, sujeta en el pecho por cordones, con grandes solapas, corbata y cuello muy altos...

—Mucho recuerda usted mi traje.

—Como que voy creyendo que estuve enamorada de la ropa.

—Voy a dar cuenta de ese triunfo a Utrilla, que tiene por competidor un sastre literato.

Sí, querido Luis: Caracuel sólo habla del duque de Rivas, Hartzenbusch, Bretón, García Gutiérrez, Vega, Tamayo, Ayala, Serra, Cazurro, Eguilaz, Larra, Florentino Sanz, y niega que haya decadencia en el teatro, con tales autores, sin contar los muchos jóvenes que cada día demuestran su talento; pero los críticos se quejan en sus revistas. En lo que tienen razón es en encandilarse de los sueldos enormes que exigen los actores, pues este año tronó la empresa del Príncipe por los mil quinientos reales que tenía señalados Matilde Díez por función. A mi juicio, lo que pierde al teatro de verso es la afición a la música: este año, además del Real, la hemos tenido en el teatro de Jovellanos y en Lope de Vega. El público se divierte en la zarzuela, y los autores de nota desdeñan ese género como poco literario, exceptuando Ventura de la Vega, que es hombre de mucho mundo y se inclina ante el gusto general, sin rebajarse nunca. Por cierto que la zarzuela empieza a transformarse y reducirse a un acto, en forma de pasillos, en que nadie aventaja al gracioso escritor Narciso Serra.

Muchas más cosas te diría, si no tuviera que vestirme para asistir a una sesión de magnetismo. desde que el prodigioso Herman magnetizó al rey don Francisco, se ha hecho de moda recibir el fluido, y la clase elevada se disputa a todo el que tiene la propiedad de transmitirlo. Hay incrédulos, pero todos van cayendo dormidos por el magnetizador a fuerza de pases y miradas. La humanidad ha conquistado un mundo nuevo y misterioso, al que dan más importancia algunos pensadores que al descubrimiento de Colón. Sin embargo, creo que tiene sus inconvenientes. ¿Será posible magnetizar a un pueblo y hacerlo esclavo de un prestidigitador político? Pero podría ser un bien, si lo magnetizase un hombre tan ilustre como O’Donnell, en un reinado tan feliz como el de nuestra querida soberana.

El magnetismo y el crédito. Aunque se burle de ellos Selgas, son la base de nuestra civilización: aquél concluirá con las preocupaciones del espíritu, revelándonos las verdades sobrenaturales: el segundo, llenando el mundo de empresas industriales, hará imposibles las guerras y pacificará a los hombres para siempre. Sólo se hará la guerra a los pueblos atrasados que interrumpan el concierto universal.

¿Te acuerdas de Pepa la niñera? Tiene un puesto de agua en el Prado y un frasco de aguardiente superior reservado exclusivamente para tu antiguo y verdadero amigo

Leopoldo.


* * *

Madrid, 15 de noviembre de 1873.

Querido Luis:

¡Qué vejez tan triste y agitada nos preparan!; porque, no podemos ocultarlo, nos vamos haciendo viejos; están al caer los sesenta, y empiezan a conocerlo las mujeres, aunque te aseguro que no hay cana en mi cabeza. Afortunadamente, las libertades de la novela y de los bufos han influido en las ideas, desterrando antiguos escrúpulos: la revolución, trastornándolo todo, ha empobrecido muchas familias acostumbradas al lujo; y hasta la construcción de las casas, impropias para la vida cómoda, ha lanzado la mujer a la calle: de todo lo cual resulta gran libertad de costumbres, y mezcla de gentes que antes vivían separadas, y hace tolerable la existencia a los hombres maduros que pueden soportar esta vida cara y ruinosa para algunos. Sí; la mujer encarece con exceso y se hace cada vez más interesada. Yo recuerdo que hace diez años, cuando estuve loco por Inés, hasta el punto de quererme casar con ella, olvidándolo y perdonándolo todo, ella mismo me dijo noblemente:

—No puede ser, porque te quiero y te desacreditarías casándote conmigo.

Y ella misma me salvó. Los jóvenes sostienen el desinterés de las mujeres del día; no han alcanzado nuestros tiempos: ¿no es verdad que eran antes más generosas y tenían más gracia?

Murieron la pobre Petra y su marido, y Pepa la aguadora, e infinidad de amigos: yo no sé cómo, desapareciendo tanta gente, no se despuebla el mundo. Yo me encuentro fuerte; doy grandes paseos por la Castellana, que nunca ha estado tan poco concurrida; y no hago caso del médico, que me recomienda huir de la mujer. ¡Imposible! Me siento joven interiormente, y aun creo que nunca he sido tan joven como ahora. Pertenecemos indudablemente a una generación más vigorosa que la nueva.

España no tiene arreglo si no triunfan de una vez los carlistas, que llevan la mejor parte desde que se desorganizó el ejército y los soldados se burlaron de sus jefes. Y es que en España los hombres públicos descuidan el estudio de las ciencias sociales y políticas, que son las ciencias superiores a las cuales me entrego con locura. ¿Por qué no habré pasado mi vida estudiándolas? Ellas me indican que el derecho es la base de todas las sociedades, y estamos padeciendo la desorganización natural de un estado que niega todos los derechos.

Por eso el país se disuelve en cantones; las turbas se imponen a la Asamblea y hacen que se proclame la república; desaparece un día el presidente del Estado y huye a Francia; los que tienen fusiles tiranizan a las gentes pacíficas... y entretanto los ferrocarriles cortados, el telégrafo interrumpido, la escuadra disminuida y los arsenales sublevados, todo da motivo para creer que el país se ha vuelto loco.

Y eso que en Madrid no podemos quejarnos; la gente no ha cesado en el verano de asistir de noche a los jardines del Retiro, desahogo que nos hemos procurado para pasar bien el verano: los voluntarios de la libertad son gente pacífica, como ninguna de las milicias anteriores, por estar formados con dependientes de la villa; y si no tenemos Real, ni se inaugura el teatro Apolo, recién construido en la calle de Alcalá, aquí hay orden relativo, y sólo hacen locuras las autoridades. Empiezan a convertirse en alfonsinos muchos revolucionarios; pero desde que murió Prim asesinado, y Serrano perdió su popularidad, no hay general alguno que pueda encauzar esto; y en España no se hace nada, como no lo haga un general.

Creo que soy carlista; en último caso, las Cortes que excluyeron a don Carlos y sus descendientes en 1835 eran un tribunal compuesto de enemigos, y protestó del hecho media España sublevada a favor de los proscritos, condenados sin defensa.

En poco tiempo han muerto el gran pintor Rosales, Ríos Rosas, y hace pocos días las actrices del Español cubrían de flores el carro mortuorio que conducía a Bretón de los Herreros. ¡Cuánta ruina!

Terminaré mi carta con un episodio que seguramente no te esperas.

Me acabo de mudar de casa: cuando fui por primera vez a verla, la portera, una vieja que parecía setentona, más arrugada que una nuez, y con los ojos llorosos y el cuerpo de la hechura de un talego, me dijo santiguándose:

—¡Válgame Dios! ¡Si creo que es usted don Leopoldo Salazar!

—Sí lo soy; ¿me conoce usted acaso?

—¡Que si le conozco!... Nos hemos conocido mucho hace bastantes años...

—¿En dónde?

—En muchas partes; tenía entonces otra posición; no adivinará usted quién soy...

Querido Luis, no he vuelto aún de mi sorpresa.

¡Era Elvira! Sí; aquella abuela tan martirizada por el tiempo, y que fue mi primer amor, es hoy la portera de mi casa.

Todos los días me detiene y me habla de mis tiempos: yo no la escucho, y me entretengo en jugar con su nietecilla Pilar, encantadora niña de tres o cuatro años.

Compadece a tu pobre amigo

Leopoldo.


* * *


Madrid, 30 de enero de 1886.

Querido Luis:

¡Oh qué tiempos aquéllos, hace seis o siete años nada más, en que salía a la calle diariamente! El mundo se ha enfriado, y sólo se puede vivir al lado de la estufa.

Agradéceme esta carta: tres meses hace que no salgo de casa, donde estoy clavado en mi sillón y atarazado por el reuma, sin más distracción que El Siglo Futuro, mis libros de teología moral y mi petaca, ni más compañía que la de Elvira, insoportable vieja que sólo me habla de la otra vida y de hacer testamento: como le quitaron la portería, la tuve que recoger en mi casa, y a la verdad no me arrepiento.

Chico, estoy decidido a casarme; la muchacha está conforme, y aunque hay alguna diferencia de edad entre nosotros, ella tiene quince años y yo setenta y uno, estoy dispuesto a que se verifique el matrimonio, digan las gentes lo que quieran: cada cual debe casarse a su gusto, no al de los demás.

No sé si alguna vez te he hablado de Pilarcita, la nieta de Elvira: ha sucedido lo natural: el trato nos hizo estimar mutuamente: ella me hace los cigarros y cuida del arreglo de mi cuarto; en fin, nos hemos gustado y somos novios.

Hasta ahora no hay más inconveniente que mi reuma; pero apenas pueda levantarme...


* * *


Cuando el anciano don Luis acabó de leerme las cartas anteriores, se detuvo en los puntos suspensivos.

—Esa carta última no está concluida —dije.

—No —respondió don Luis—; murió el pobre Leopoldo escribiéndola; es una carta interrumpida por la muerte; pero ¿no es verdad que esas cinco cartas que he entresacado entre el legajo de las suyas son el extracto de su vida, vacilaciones, cambios de ideas y carácter, y demuestran la variedad de individuos que hay dentro de un mismo hombre, dentro de la unidad de su conciencia?

—Sí, señor; y explican la lógica de las mudanzas políticas que tanto criticamos en los hombres públicos, cuando los ideales se desgastan en el uso de la vida. Y la poesía con que vemos el pasado y la prosa de lo presente. ¿Hizo testamento?

—Lo tenía hecho dejando su fortuna a Pilarcita, que acaba de casarse con un teniente.

—¡Si no hace cuatro meses que murió don Leopoldo!

—Eran amores antiguos. ¡Pobre amigo!, he soñado esta noche que me escribía esta carta desde el cielo:


Querido Luis:

Estoy en la gloria, rodeado de bienes, y no puedo olvidar la tierra desde el cielo. No sabes lo que recuerdo a Pilarcita; ella sí que era un ángel, y no estos que revolotean a mi lado. Jamás hallaré un lugar tan grato como mi gabinete de Madrid; compadéceme; paso la eternidad echando de menos aquel sillón tan cómodo, mi reuma y mi petaca.


Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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