El Libro de los Sueños

José Fernández Bremón


Cuento



Había llevado la conversación el ama de la casa hacia su tema favorito, y se habló por consiguiente de los sueños: expuse mis ideas acerca de ellos, y el respetable don Anacleto las combatió con encarnizamiento; recuerdo que le dije entre otras cosas:

—No hay persona razonable que dé importancia a lo que sueña cuando duerme: y sin embargo, uniendo a ello lo que soñamos despiertos, resulta que todos nos pasamos soñando la mayor parte de la vida. Hay quien abusa de la imaginación durante el día: ése generalmente no sueña con exceso al quedarse dormido; pero al que no usa de la fantasía para nada, de esa propensión del espíritu a volar hacia otros mundos, la naturaleza le obliga todas las noches a hacer saludables ejercicios por las regiones ideales. Sí, señor don Anacleto; usted que me llama soñador, hoy, sábado, a las doce de esta noche, la hora legendaria en que las brujas se ungían con el sebo maldito para volar al aquelarre, dejando el cuerpo tendido en una estera, sentirá usted que le envuelve una especie de grasa entorpecedora; se despojará usted de su levitón y demás prendas, que le dan una apariencia tan correcta, y mientras su cuerpo queda sordo, ciego y mudo, revolviéndose entre las sábanas, en las posturas menos graves, volará usted, como las brujas, por sitios y regiones ignorados; saltará usted como un chico y volará como un vencejo; caerá en abismos, hablará y vivirá con los ausentes y los muertos; hará locuras, sentirá grandes placeres o terrores imaginarios, cometerá crímenes, oirá aplausos, le amarán o le ahorcarán en un mundo interior, que desaparece cuando cesa la acción del narcótico nocturno. Mientras duerme usted sus ocho horas diarias, la tercera parte de la vida, señor don Anacleto, todas las serias ocupaciones que le absorben durante el día, como el fomento de sus bienes, la cotización de los valores, los asuntos públicos y el régimen de su familia, no existen para usted, y si se mezclan alguna vez entre sus sueños, es en forma tan disparatada y ridícula, que a veces verá usted a su padre empollando como una gallina clueca, y saldrá usted a cazar billetes de banco con hurón. Y no diga usted que son reminiscencias de la vida real barajadas sin concierto por una función mecánica del cerebro: la reminiscencia no es en ellos sino el punto de partida, o el agente que provoca hechos ajenos al modo normal con que en la vida se verifican los sucesos: los sueños se producen con lógica, y si hay en ellos mutaciones y transformaciones rápidas, las hay también en el pensamiento del que discurre despierto y que pasa vertiginosamente de los rcuerdos a la realidad, y de unas materias a otras, eslabonándolos con un hilo invisible: los sueños son la representación corpórea de pensamientos íntimos, tan natural y plástica, que tenemos conciencia de existir dentro de ellos mismos: cuando pensamos despiertos, las ideas se deslizan sin relieve por nosotros, distraídos e impresionados por los objetos exteriores; pero cuando al dormirnos quedamos aislados del mundo externo, vivimos en nuestro círculo y esfera más propia y personal; y entonces los pensamientos no son abstracciones o signos, sino realidades en que nos sentimos envueltos y en acción; tan reales como la historia que pasó o ha de venir: realidades mal estudiadas y peor comprendidas todavía.

—No hay en los sueños nada nuevo: todo es recuerdo y repetición mezclada, y en desorden, de cosas conocidas.

—¿Y hay en la vida real mucho nuevo, para que exijamos a la soñado lo que en el Eclesiastés ya se negaba a lo que usted llama positivo? Los relámpagos más vivos de originalidad entre sueños se producen. Lo que al despertar llamamos absurdo, y que durmiendo no lo era, preciso es que se aparte de lo sabido y se verifique de otro modo.

—¿Niega usted que cuando se sueña hay relación con lo que nos sucede en estado de vigilia?

—¿Cómo he de negarlo si llego a sospechar que hay relación con lo vivido antes de nacer? Voy a ponerle a usted un ejemplo. Un ministro, absorbido por los negocios públicos, impresionado viva y continuamente por ellos, ¿tiene calma y ociosidad para pensar en los juegos de su infancia? Entregado en absoluto a la política y los negocios, no puede dejar de ser ministro sino cuando duerme. ¿Cree usted que no haya en sus sueños reminiscencias de esa niñez que para él dejó de ser una realidad de su existencia? El hombre desde que viene al mundo, de tal modo es influido por lo que ve, oye, palpa y saborea, por el magnífico panorama de la naturaleza terrestre, las sorpresas de que se halla rodeado, las necesidades de la vida, las exigencias del organismo y la lucha de sus pasiones, que todo hombre es un ministro que necesita para vivir, regirse y luchar y enterarse de lo que afecta, toda su atención y entendimiento. ¿Qué mucho que absorbido por tan imperiosas fuerzas e impresiones olvide lo que fue antes de existir? Pero si existió antes realmente esa experiencia extracorporal, debió dejar compenetraciones en su alma, sombras y claridades que el ruido del mundo no deja revelarse, como la luz del sol no permite ver la claridad de una llama débil; pero esa luz vuelve a verse entre la obscuridad; así cuando cesa la acción de los sentidos el espíritu vuelve a su vida natural, continuación de toda su existencia.

—Pero durmiendo no cesa por completo la acción de los sentidos.

—Es verdad; sólo está amortiguada: por eso no es el descanso absoluto: y los rumores que zumban en nuestros oídos al dormir, el frío y el calor que impresionan nuestra piel, los golpes de la máquina que funciona en nuestro corazón y en nuestro estómago, las palpitaciones de los órganos y la elaboración de los tejidos llevan a nuestros sueños las influencias de la vida corporal, que se mezclan con las reminiscencias anteriores; por eso hay confusión en los sueños de la existencia actual y la pasada; y de esta última es lo que nos parece absurdo en esta vida, y es una mezcla de abismos que hemos traspasado, mundos que hemos recorrido, seres que han tejido, no recordamos dónde, su existencia con la nuestra. Fantasmas y organismos sobrenaturales, leyes y encadenamientos de sucesos que nos parecen incomprensibles al despertar, y lógicos y verdaderos sueños dentro de nuestra conciencia; y hacemos movimientos y disfrutamos cualidades y sentimos inclinaciones extrañas en nosotros, que pueden ser de hábitos o transformaciones y conocimientos experimentados, sabiduría innata, pasiones y rugidos de monstruos, claridades de otros soles, despeñamientos de otros mundos y vuelos y aletazos de ángel.

—Entonces ¿qué supone usted que será la muerte?

—Yo calculo que el sueño no interrumpido entonces por la obsesión del organismo, será la vida eterna y la realidad.

—Y todo eso ¿lo ha soñado usted? —dijo don Anacleto levantándose con indignación tan cómica que todos los contertulios nos echamos a reír al ver su aspecto—. Sostengo y declaro que no hay en el sueño, y así lo afirman los biólogos, sino un funcionamiento imperfecto de la memoria, que parece real, porque no hay conciencia del momento presente: y me atengo a lo que leí en Beclard cuando estudiaba.

—Beclard, señor don Anacleto, se detiene en los límites del sueño, asegurando que se desconoce la causa próxima que lo produce; pero a pesar de su parsimonia en asegurar lo que no puede comprobarse experimentalmente, dice que la memoria del sueño no se refiere a hechos, solamente a hechos, sino a ideas, y que el juicio funciona con gran exactitud en aquel estado de aislamiento. Y si el juicio funciona, ¿no hemos de dar importancia a lo que sucede bajo su dirección y sin influencias extrañas, cuando es el faro interior que guía nuestros actos y nos separa del error? Recuerde usted que ha habido filósofos que, buscando la verdad, han empezado por procurar el aislamiento y el olvido absolutos, para huir de la mentira que ofuscaba todo conocimiento y hallar la verdadera filosofía en las íntimas claridades del espíritu.

—Y si los sueños tienen importancia seria para el hombre —repuso don Anacleto ya suavizado, creyendo haber dado con una idea luminosa—, explíqueme usted por qué se borran tan pronto al despertar como cosas inútiles.

—Se borran, en efecto, casi en totalidad; pero también se borra de nuestra memoria la mayor parte de lo que hacemos en la vida. ¿Puede usted decirme lo que hizo el día primero del mes? Estoy seguro de que aun ayudado por un hecho notable, casi todos sus actos reales quedaron borrados y destruidos para siempre como si no hubieren existido y como desaparecen los sueños. ¿Acaso es lo más útil lo que más se fija en nuestra memoria?

Don Anacleto, por única contestación, sacó la cartera.

—¿Qué busca usted en ese libro? —le preguntó la dueña de la casa.

—Voy a decir a este señor lo que hice el primero de mes: yo apunto todo lo que hago.

—Alto ahí —respondió doña Rosa—; eso no tiene gracia, y si usted saca ese libro, saco el mío.

—¿Cómo, señora —dije con curiosidad—, usted también escribe su diario?

—Sí, señor; yo apunto todo lo que sueño.

Hubo en la tertulia una verdadera algazara y gran expectación.

—¡Que se lea ese libro!, ¡que se imprima! —dijeron varios contertulios.

—No puede ser —contestó vivamente doña Rosa—. Es un libro escrito para mí, y lo destino a ser quemado por mis albaceas el día de mi entierro.

—¿Cree usted que cumplirán esa disposición tan odiosa? Todos debíamos escribir esos apuntes: es incomprensible que no haya asociaciones de individuos que se reúnan para contarse lo que sueñan y extender en las actas lo más interesante. Yo he de crear la Sociedad Internacional de Soñadores.

—Usted quemará mi libro, si me sobrevive, porque es usted uno de mis testamentarios.

—¡Señora!

—¡Que nos lean una página siquiera!

—Ni una línea.

Así acabó la reunión aquella noche.

Dos años después murió doña Rosa y hubo necesidad de cumplir su testamento: en vano supliqué a mis dos colegas: uno de ellos era don Anacleto, y fue inflexible: entregamos a las llamas doscientos cuadernos de letra muy clara y muy menuda: sólo pude salvar, en un momento de distracción de los otros albaceas, uno de los legajos más pequeños y muy mermado por el fuego.

Han muerto los dos testamentarios, y voy a cometer la deslealtad de publicar esos apuntes: sé que me pedirán cuentas algún día, no sé en qué mundo: me defenderé como pueda. Pero si esto sucede, quisiera ver cómo sigue sosteniendo allí don Anacleto la poca importancia de lo que se aparta de las realidades de la vida.

Fragmento del libro de los sueños

(Hay cinco páginas ilegibles y casi destruidas por las llamas. Sigue la conclusión de un sueño, que no se entiende por faltar el antecedente de los hechos que se refieren. Sólo resulta claro este final.)


Mi doncella me dice que he roncado mucho. ¿Recordaré tan mal por eso lo que he soñado? La práctica de apuntar, al despertarme, lo que sueño cada noche me ha acostumbrado a acordarme de casi todo con bastante claridad cuando al principio lo hacía de un modo vago e incompleto. ¿Por qué tendré el defecto de roncar? No puedo casarme sino con un hombre que no me lo eche en cara. Roncaremos a dúo o moriré solterona.

Día 7

He volado mucho: como que me perseguía no sé quién: tropezaba a menudo con las casas y montañas, pero las rompía con mi cuerpo como si fueran de cartón: por fin me pude esconder debajo del agua, que estaba deliciosa. Poco a poco fui asomando la cabeza y vi que estaba delante de la playa de Biarritz.

—¿No sale usted, señora? —me dijo la bañera con amabilidad.

—Es imposible —respondí desconsolada—; como vengo de tan lejos, he dejado a jirones mi ropa en el camino y la playa está llena de gente.

—¿Podrá usted aguantar la respiración hasta la noche?

—Creo que sí.

—Va usted a tener hambre.

—Comeré pescados vivos.

A la bañera le pareció muy natural. Yo me puse a pescar como si fuera un tiburón, pero los peces resbalaban por mis dientes: he luchado a bocados con una merluza que se ha llevado en su boca mi nariz: me puse furiosa y nadé como si volase: he hecho presa en un pez grande y me he puesto a devorarlo. ¿Qué he hecho? ¡Dios mío! Me he comido el pie de un niño que se estaba bañando. No tiene remedio; estaba empezado y me he tragado todo el angelito: era de dulce. Noto que sus padres me persiguen; me cortan la retirada; estoy pescada: van a sacarme a la playa y estoy sin ropa y sin nariz. ¡Ay!

Aún me late el corazón. ¡A qué tiempo he despertado!

Día 8

No me explico bien el sueño. Dormida, he estado tomando apuntaciones de otros sueños más hondos que se eslabonaban unos entre otros, y tenía conciencia de soñar, despertándome sucesivamente sin hacerlo en realidad. Y soñaba cosas agradables, tanto, que no podía creer en ellas y conocía que eran falsas de puro inverosímiles y absurdas. Y en cada sueño nuevo me reía de los anteriores, y a cada despertar imaginario me parecía lo nuevo, real y positivo. Y en la última etapa, estaba sentada en un banco del colegio, bordando unas orejas de burro en el pescuezo de otra colegiala, a quien había castigado a sufrir esa vergüenza. Y yo decía entre mí al oír los chillidos de la muchacha a cada pinchazo de la aguja: «Estos gritos sí que no se sueñan».

Día 9

¡Dios mío! No quiero recordarlo.

Día 10

¡Qué sueño tan soso y tan tranquilo! He cosido catorce camisas para los pobres: nunca he estado tan absorbida en la labor y tan satisfecha, ni la maquinilla se ha movido con tanta rapidez: sólo ha tenido de notable mi trabajo que la tela ensanchaba y encogía a medida de mi gusto. ¡Ah, sí! Empiezo a recordar la hechura singular de aquellas camisas que en mi buena intención debían servir de traje entero. Eran camisas con gorra y alpargatas.

Día 11

¿Por qué habré vuelto a soñar con ese hombre, y quién es? Porque no me parece un desconocido, y esta impresión se reproduce siempre que despierto. Me trata como un amo, y le obedezco con cariño: ¡con qué descaro le hago el amor, y qué colorado se pone el pobrecillo! ¡Qué cosas se sueñan! Yo iba a hablarle a su reja y le amenazaba con entrar: entonces salió a la calle, y vi que tenía la barba verde: ¡vaya una locura!, era de hierba, y me parecía elegantísima. Me dio una paliza en medio de la calle, y lo sufría sin quejarme: creo que me gustaba, porque luego le hice gazpacho. ¡Qué serie de incoherencias! Le pedí la sortija que llevaba, y que tenía por piedra un ojo vivo: se arrancó el dedo y me lo dio con la sortija. No pude menos de abrazarle. No quiero soñar con ese hombre tan raro, que me asusta al despertar y me domina cuando sueño.

Día 12

He sufrido una horrible pesadilla: tendría que anotarla musicalmente para dar idea del tormento que he experimentado: he escuchado ruidos espantosos, gritos salvajes, cencerradas y estrépitos inaguantables: no hablo propiamente al decir que los escuchaba, porque los sonidos discordantes me arrastraban, haciéndome girar dentro de una tromba musical. Y unas veces descendía con ellos sin aliento, como si cayera de una torre, y entonces los sonidos se iban apagando, o subía como en un columpio inmenso, y la gritería iba en crescendo hasta concluir en una explosión horrible, como si la creación se deshiciese en un estampido final.

Y cada vez que esto acababa, una voz me advertía diciéndome interiormente:

—Esto no es nada: prepárese usted, que va a venir lo bueno, y apriétese usted el corsé para no estallar cuando lleguen las frases más violentas.

—¡Pero esto es una tempestad de sonidos!

—No: hemos caído dentro de una ópera del porvenir, y sólo podemos salir pulverizados.

Yo gritaba con toda mi laringe. Y la voz me decía: «¡Bravo, bravo! Volamos hasta el cielo. No ahorre usted pulmones, que ahora los hacen muy baratos».

Estoy sorda y mareada. Tengo sueño, y no me atrevo a dormir, porque no se repita mi tormento.

Día 13

Me pasé la noche en vela, temiendo que se reprodujera la pesadilla musical.

Día 14

He soñado con mi padre, con mi amiga Elena, que murió hace diez años, mi maestro de dibujo, también difunto, y otras personas que no sé si viven todavía. El pasado y el presente estaban confundidos con una naturalidad tan extraordinaria, que ahora me hace cavilar. Comíamos todos juntos para celebrar la boda de Amelia, que se casó hace cuatro días. No ocurrió nada de particular: hablamos mucho, y sólo me sorprende la unión familiar y tranquila de personas tan separadas por la muerte, los años y la ausencia. ¿Volveremos a reunirnos?

Día 15

Pocos sueños he tenido tan disparatados como el de anoche. Yo había llamado al médico, y me dijo con voz imperiosa:

—Saque usted la lengua, señorita.

Yo obedecí de mala gana.

—Sáquela usted más —repuso muy incómodo.

—¿No hay bastante todavía?

—No.

—¿Cuánta lengua quiere usted que saque?

—Medio metro. ¿Cree usted que pueden conocerse las enfermedades interiores en la punta de la lengua?

Y tirando de ella con rudeza, la examinó como si leyese en un papel escrito.

—No hay peligro —dijo por último—; el parto se presenta natural.

—¿Qué ha dicho usted? —exclamé con indignación—. Está usted hablando con una señorita.

—Tranquilícese usted; no hay deshonra en ello: es una epidemia. Medio Madrid está en la misma situación.

La explicación me satisfizo, y sólo me preocupé de los dolores que empezaron en el acto: sentí como que daban un baile dentro de mi cuerpo, y empezaron mis quejidos.

—Aguántese usted —dijo el doctor—, que voy a sacar los instrumentos.

Y de una funda como de violín sacó un gigantesco tirabuzón de acero.

—¿Qué va usted a hacer?

—Vamos a ver si es fraile o monja —dijo con mucha seriedad.

—¿Qué cree usted que tengo dentro?

—Tal vez una serpiente: voy a barrenarla a usted.

Me sujetaron la doncella y la criada, y la operación fue tan instantánea, que nada sentí.

El médico guardó una cosa en la funda de violín, y salió sin despedirse.

—¡Señorita!, ¡señorita! —dijo mi doncella—: que el médico se lleva un bulto.

El médico volvió a entrar muy furioso, y dijo tirando al suelo la funda en que lo ocultaba:

—Tome usted lo suyo. No tenía usted nada dentro, y le he sacado a usted las tripas: cualquiera se equivoca.

Día 16

Estuve de visitas. ¡Qué amigos tiene uno en sueños! Primero salí en silla de manos, y entré a buscar no sé a quién en un guardillón que tenía muchas piezas. El portero me decía desde lejos: «¡Más adelante!». Y aquella guardilla no acababa nunca. Por fin llegué a un salón que no tenía suelo, y en el cual todos se sentaban en columpios que pendían de las bóvedas. «¿Quiere la niña que la enganche a una mecedora?», me dijo un lacayo negro. Y en efecto, acercó un columpio, tomé asiento y quedé meciéndome y colgada. Sólo recuerdo que los amos de la casa no salieron a recibir, porque era la moda no hacer caso de las gentes; y todos elogiábamos la costumbre, y sobre todo la comodidad de los asientos. Allí estaban las gentes que se ven en todos los salones, y nadie quería retirarse. De pronto gritó una voz: «¡Fuego en el techo!». Di un grito horroroso, y todo desapareció.

Poco después estaba contando a otra amiga lo ocurrido, y ésta me decía:

—Gracias a Dios, en mi casa hay suelo: no sé dónde bailan esas buenas gentes.

—Yo también lo tengo —decía con orgullo—; prefiero quitármelo de la boca, con tal de que no falten baldosas o ladrillos debajo de mis pies.

—Y es que hoy todo está en el aire y carece de cimientos. ¿Y eso de que no se presenten en la visita los dueños de la casa, qué le parece a usted?

—Una falta de atención.

—Yo soy esclava de las gentes. Vea usted: para no dejarlas ni un instante, he hecho que me cosan el vestido a la tela del sofá.

—Señora: su murmuración de usted es grata, pero tengo que hacer otras visitas.

Y entré a dar un pésame: la viuda me decía riendo a carcajadas:

—¿Ve usted mi risa? Es sardónica. Quise enterrarme con él y no me lo permiten.

—Señora: no cabrá usted en el nicho.

—Si tenemos panteón.

—Entonces no comprendo la oposición de la familia —dije de buena fe y escandalizada.

Días 17 y 18

No he soñado.

Día 19

No vuelvo a hacer caricias a mi gato Morrongo después de lo que ha pasado en sueños: lo que me preocupa es la realidad de aquella ficción y lo natural que me parecía. He soñado que era gata. ¿Lo habré sido en otra época? He dado saltos maravillosos con gran facilidad: he cazado un ratón y he salido a pasear por el tejado, me he lavado la cara humedeciendo mi mano con la lengua y he maullado para que me abriesen la ventana. A mis maullidos salió Morrongo y me bufó: quise arañarle y maulló también: le repliqué maullando y nos entendimos los dos perfectamente. No lo quiero recordar. Morrongo me decía con imperio:

—Yo te puedo arañar; soy tu marido.

Voy a regalar ese gato.

Día 20

Es indudable que en mi sueño de esta noche hay un fondo de verdad, bajo forma extravagante.

Me había pedido dinero mi ahijado y le aconsejé que no jugase: para convencerle, le llevé a un salón en donde había una ruleta.

—Ahora que no hay nadie examinemos la rueda que da vueltas. ¿Lo ves? Es una muela de molino. —Eché un puñado de trigo y se hizo polvo—. ¿Qué te parece? Ya nos hemos quedado sin un grano.

—Pero se habrá convertido en harina —dijo Joaquinito.

—Es verdad; pero la harina cae en el cajón de los banqueros.

—Allí hay otro juego que no tiene rueda ninguna —replicó mi ahijado.

—No te acerques; es una máquina que abrasa al que se acerca.

—Tiene un calorcillo que atrae.

—Echa un duro en ella: ¿qué sucede?

—Que el metal se derrite en esa máquina.

—Ahora echa un papel: ¿qué ocurre?

—Se ha convertido en cenizas.

—No juegues, hijo mío. Todas las máquinas de jugar son hornos o molinos.

Debo declarar que no tengo ahijado, aunque soñando lo tuviera.

Día 21

He soñado mucho con gigantes y peñascos; pero no recuerdo sino sus formas monstruosas.

Luego soñé con la pobre Tomasa; como es tan torpe y equivoca los recados, le dije:

—¿Sabes leer?

—Sí, señorita.

—Pues voy a escribirte el recado en la frente; cuando llegues a casa de mi amiga, te miras al espejo y lees lo que estoy escribiendo en tu frente; así no te confundirás.

Aun así, Tomasa dio el recado al revés.

—Pero, ¿no te dije que leyeras delante de un espejo lo que escribí en tu frente?

—Y lo he leído, señorita.

—¿Cómo has leído todo lo contrario?

—Es que en el espejo todas las cosas resultan al revés. Usted tuvo la culpa.

Día 22

No pude dormir.

Día 23

Me llevó un amigo a ver su establecimiento de aguas ferruginosas, que me había ponderado mucho.

—¿Ve usted? Todo el que bebe mis aguas se fortalece. Tienen tanto hierro —decía llenando un vaso en el manantial—, que beberse este medio cuartillo equivale a tragarse un aldabón.

—¿Dónde están los bañistas?

—Ablandándose en la fragua. Todo el que se lava en esta fuente sale con máscara de hierro. Mi negocio está en convertir a los bañistas en lingotes.

Como el arroyo de la fuente era un poco ancho, me descalcé para pasarlo. Pero apenas hube metido los pies en el agua, mi amigo dio un grito, y dijo arrancándose los pelos:

—¿Qué ha hecho usted, desgraciada? ¿No le advertí los efectos de mis aguas? Mírese usted los pies. Tiene usted herraduras para siempre.


* * *


Aquí termina el fragmento de aquel libro curioso. Cuando se haya vulgarizado la costumbre de escribir lo que se sueña, como se escribe la historia real, las páginas salvadas por mí serán una de las fuentes de la Historia de los sueños.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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