Retirábase una tarde del año 1450 a 52, a su convento de Santo Domingo, el padre bibliotecario Francisco de Jesús cuando, al subir la cuesta que conducía al monasterio, vio que le hacía señas desde la puerta de su taller Juan López, vendedor de manuscritos, encuadernador y hábil copiante de libros, que en unión de sus oficiales hacía primores con la pluma y delicadas miniaturas de dibujos y colores excelentes.
El dominico era gran aficionado a libros, y comprendió que Juan López le llamaba para enseñarle alguna copia rara, o por el texto o por la destreza del copiante, pues en aquella época, como las copias de los libros se hacían a mano, había calígrafos consumados.
—¿Qué novedad me va a enseñar el buen Juan López? —dijo el fraile al llegar a la puerta de la tienda—. ¿Es alguna maravilla de colores, hecha por su mano?
—No se trata de obras mías, sino de una Biblia que acabo de comprar, y espero conservar largo tiempo, por la regularidad incomparable de su letra y la extrañeza de su tinta.
—Alguna Biblia podría enseñaros, y habéis de ver, Dios mediante —respondió el dominico—, que echo a reñir con la vuestra, por las condiciones que de ella me habéis ponderado.
—Entrad, padre; entrad a verla —dijo el librero sonriendo.
El libro estaba abierto encima de un tablero, y el padre bibliotecario se dirigió a examinarlo con la curiosidad e interés de un bibliófilo, mientras los oficiales interrumpían su trabajo para oír la opinión de aquel inteligente.
El rostro del dominico dio primero señales de sorpresa: se acercó al libro, tentó el papel y las fuertes tapas de cuero; lo hojeó con precipitación, fijose en unas erratas y sonrió maliciosamente, mirando con socarronería a Juan López y a sus ayudantes.
—¿Qué os parece? —dijo el librero con sorpresa y sin comprender el gesto irónico del fraile.
—¿Qué me ha de parecer?...
Y sin concluir la frase volvió a abrir el libro por la portada, quedose grave, miró a trasluz la hoja y añadió, fijando en el librero la vista con severidad:
—Me parece que tenéis una sustancia prodigiosa para borrar, sin dejar huella, la firma de los dueños de los libros, y que estáis excomulgado.
Juan López palideció, y el espanto y la sorpresa no le dejaron contestar.
—Y como os tengo por persona honrada, no os acusaré a vos mismo; pero os advierto que habéis adquirido un libro que ha sido robado hoy mismo a la biblioteca del convento, borrando la firma que puse ayer en la portada.
—¿Decís que ha sido robado hoy mismo?
—Sí; esta mañana lo hojeé antes de salir.
—Pues bien, padre Francisco, puedo probaros, por el testimonio de los presentes, que el libro está en mi poder desde ayer tarde.
El dominico le dijo fríamente:
—La causa que se forme decidirá el valor de los testigos: ¿no tenéis otro?
—Otro y muy bueno: persona venerable y religiosa —respondió Juan López.
—Haced que vayan a buscarle, y le esperaremos, con el libro, en la biblioteca del convento, adonde os intimo lo llevéis ahora mismo.
Un aprendiz recibió un recado del maestro, y salió corriendo como un gamo: otro de los oficiales tomó el libro, y el bibliotecario y el librero se encaminaron juntos y llegaron, disputando con calor, al convento de Santo Domingo.
—¿Conocéis este libro? —dijo el bibliotecario a otro fraile que le servía de amanuense.
—¿No he de conocerlo? Es el que nos regalaron ayer. ¿Cómo viene de fuera, si se encerró en aquel estante?
Y abriendo el armario, sacó, lleno de sorpresa, otro libro igual, que examinaron todos los presentes, haciéndose cruces al ver su inexplicable semejanza. Eran dos libros gemelos, exactos, con las mismas erratas y bellezas. No se cansaban de compararlos y notar sus coincidencias; y se hubieran vuelto locos a no llegar el aprendiz con otro libro, siguiendo a un sacerdote de la iglesia de Santa María, recién venido de Roma aquellos días.
El tercer libro era igual exactamente.
—¿Podréis explicarnos esto? —dijo el bibliotecario.
—Esto —repuso el sacerdote— es que que he traído a Madrid tres libros impresos; es decir, hechos a máquina, que vienen a concluir con vuestro oficio de copiante, amigo Juan López, pero que difundirán el saber por todas partes; ya no haréis escribir un solo libro a vuestros oficiales; pero venderéis muchos ejemplares de cada obra, y vivirán del nuevo oficio innumerables operarios.
Y explicó a sus asombrados oyentes el mecanismo de la Imprenta.