El Montón de Oro

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Cuando Perico y Ramón reunieron sus fondos por primera vez, el capital social ascendió a la módica suma de ocho pesetas. Ambos eran jóvenes, atrevidos y ambiciosos; Perico perezoso y soñador; Ramón era una ardilla y necesitaba siempre moverse y hacer algo, sólo que no sabía en qué emplear su actividad; en cambio Perico imaginaba planes que por dejadez no ejecutaba. Ambos se completaban, y comprendieron que unidos podían tener aspiraciones, mientras que, separados, tenían que ser unos infelices. Así lo expuso Perico, con mucha lucidez, y se constituyó la sociedad.

—Es preciso —dijo cuando el contrato se formalizó— que nuestra empresa tenga carácter permanente.

—¿Cómo? —repuso con sorpresa el camarada.

—Estableciéndola sobre bases sólidas: 1.ª Los fondos sociales no se gastarán nunca. 2.ª Se aumentarán diariamente por toda clase de negocios lícitos. 3.ª Entiéndese por operación lícita toda aquella que aumente el capital.

Aprobados aquellos breves estatutos, Perico, que había estudiado algo, pronunció debajo del puente de Toledo, donde ambos veraneaban aquel año, un discurso acerca de la naturaleza del capital, forma, a su juicio, la más manuable de la propiedad.

—El capital —dijo— no es sólo trabajo acumulado: si lo fuera deberíamos dos hombres solos renunciar a reunir sino míseros ahorros: es una fuerza que se forma de muchos elementos: la inventiva, que convierte en riqueza lo que antes no lo era: la explotación, que se aprovecha de las necesidades ajenas en beneficio propio: la suerte, que da hecho a los unos sin trabajo lo que no pueden adquirir los otros trabajando con exceso: el despojo, manera rápida de poseer, que se ejecuta por la fuerza o la astucia, legal o ilegalmente, y que divide a los que practican este arte en potentados y ladrones. Es el capital, por consiguiente, mezcla de bueno y malo, de justo e injusto, de cálculo y fantasía, de labor propia y de casualidad afortunada. Tiene la fuerza de todo lo que ejerce sobre la sociedad una presión real y poderosa y se considera con ella como lo más positivo. Y es por su prestigio y los milagros que hace con el crédito multiplicando los panes y los peces, algo espiritual y divino, que adoran los hombres, y de lo que reniegan en sus iras, pues si es la adoración el tributo de la divinidad, no hay dios de quien no se haya blasfemado. Ya sabes los elementos de que se constituye el capital. ¿Quieres ser capitalista?

—Sí quiero —respondió Ramón sin vacilar.

—Bien contestado —replicó Perico encendiendo la colilla de un habano que había recogido a la puerta de un café—. Meditemos ahora. Si el capital se puede formar con la fantasía, no desconfío de discurrir con el tiempo algún negocio bueno, pero esto es eventual, estoy dispuesto a explotar las necesidades ajenas, allí donde las halle y las considere lucrativas, pero esto necesita tiempo, vigilancia y diplomacia: no desdeñaré lo que la suerte me depare, y aun la llamaré si puedo jugar sin riesgo alguna vez; pero, como te he demostrado, debemos empezar nuestras operaciones por el único medio que está hoy a nuestro alcance: recurriremos al despojo.

Así empezaron sus negocios los dos capitalistas, comiendo rancho en los cuarteles, durmiendo bajo el arco, y convirtiendo en metálico sutilmente todo objeto mal guardado por sus dueños, y reunieron mil pesetas.

II

Dijo un día Perico: «Hagámonos matuteros, en combinación con algunos del resguardo»; y en efecto, pocos días después introducían legalmente, es decir, aforados en regla, artículos de comer, beber y arder, sin riesgo alguno. ¡Qué año aquél! Al hacer la liquidación, las ganancias importaron diez mil pesetas, y los socios estaban vestidos con decencia.

—He imaginado un gran negocio. ¿Quieres que compremos la huerta del tío Blas? Es muy grande y no puede ya cuidarla ni encuentra quien se la compre. La daría en treinta mil reales, ofrezcámosle veinte: démosle diez mil al contado y otros diez mil en un pagaré.

—¿Quieres arriesgar la mitad de nuestro capital? —respondió Ramón alarmado.

—No: los diez mil reales que le demos pienso sacárselos interesándole en nuestro negocio; y haremos que pierda ese dinero y nos quede a deber antes del año los diez mil que le tendríamos que pagar.

—¿Luego la huerta nos saldrá de balde?

—Ése es el cálculo.

Cuando el tío Blas, hecha la venta, se enteró del negocio que iban a emprender en ella, quedó asombrado.

—Es el siguiente —le decía Perico, no en estos términos lacónicos, sino en un discurso lleno de entusiasmo y verbosidad—. Queremos establecer un cementerio de animales. Es una mina; ya sabe usted el cariño que las señoras toman a sus gatos y perros favoritos; calcule usted los gatos y perros que podemos enterrar en esta huerta. Tendrán sus epitafios, y si los precios son modestos, ¿quién arrojará su gato a la basura, pudiendo darle una sepultura decente?

Sólo a fuerza de instancias se admitió en la asociación al tío Blas, permitiéndole depositar sus diez mil reales en la caja. Se distribuyeron los cargos. Perico fue nombrado director con cuarenta mil reales de sueldo; Ramón subdirector con treinta mil. A los seis meses no había habido ingresos, y el tío Blas debía diez mil reales a la sociedad; así le liquidaron.

—Usted lo quiso —contestaban a las quejas de éste—. Además, es un buen negocio; continúe usted un año y lo verá.

El tío Blas se resignó a quedarse sin la huerta, pero no a que le asegurasen que aquello era un buen negocio.

Aquel año, entre el matute y estos negocios, el capital social subió a cien mil pesetas.

III

—¿Nos hemos quedado con los suministros? —preguntó Perico a Ramón.

—No podía haber competencia —dijo éste—, los precios son ruinosos. Cuando suministremos, perderemos un real por ración: cuando no suministremos ganaremos 75 por 100, los otros 25 serán para quien sabes.

Aquel año hubo otro gran negocio. Un rico propietario se hallaba en un apuro, y los dos amigos se determinaron a ayudarle. El despojo en forma de préstamo se hizo con corrección clásica, el arruinado tenía que dar las gracias, y considerar como bienhechores a los dos tunantes.

Retiramos este calificativo, al saber que en la liquidación de aquel año dijeron, dándose un abrazo:

—Ya somos millonarios.

IV

Ramón había aprendido con las lecciones de su amigo el arte de negociar sobre seguro: Perico había comprendido que éste no le hacía falta desde que tenía el elemento del dinero, que halla auxiliares y esclavos donde los necesita. Uno y otro se estorbaban y decidieron mutuamente suprimir al socio y heredarle. Pero fue más activo Ramón y ganó a su compañero por un día. La muerte fue atribuida a un suicidio.

Ramón existe aún y es treinta veces millonario.

Muy tolerante en política, sólo se desespera cuando oye hablar de la nivelación de las fortunas.

—¿Sabéis lo que es el capital? —dice entonces con calor—. Trabajo acumulado, privaciones, economías, el fruto del talento, la base de todo el organismo social. No hay orden humano posible, si desde el más alto tribunal hasta el más humilde agente de policía no se consagran todos a defender el capital, forma la más grandiosa e importante de la propiedad. Podrá haber abusos en su formación, pero porque haya quien abuse, ¿hemos de padecer los que lo hemos adquirido honradamente?

Y es tal es prestigio que da el éxito, que nosotros, que sabemos su historia, le miramos con respeto.

Su abultado vientre nos parece un arca repleta de monedas.

V

Como se ve, el capital, que respetamos mucho, puede ser, y es algunas veces, aglomeración de malas obras: pues como no basta amontonar maldades para lograr reunirlo, hay que admitir la colaboración de la suerte en esa creación. Yo creo que Ramón, después de su muerte, tomará la forma de camello, y cuando pregunte a san Pedro cuál es la puerta del cielo, el santo le dirá mostrándole el ojo de una aguja:

—Ésa es: entra si puedes y te salvarás.


Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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