El Pájaro Ciego

José Fernández Bremón


Cuento



A Emilio Luis Ferrari

I

Todos los pajarillos habían volado menos uno: el padre visitaba alguna vez el nido por costumbre, que el matrimonio, indisoluble entre las tórtolas, no obliga, criados los hijos, a otras muchas aves. Sólo la madre persistía en el nido con el más fuerte de los polluelos, a quien no habían retirado su ternura, porque el instinto le advertía que no podía abandonarle: aquel vistoso pajarillo estaba ciego.

La buena madre hubiera deseado desentumecer el cuerpo después de la inacción de la nidada, pero no se atrevía a abandonar a aquel hijo desgraciado expuesto a todos los peligros. Nunca lo perdía de vista al separarse para traerle la comida o murmurar con las vecinas pitorreando entre las ramas. ¡Y cuántas tentaciones ofrecía aquella primavera en los celajes del horizonte, en los nacientes y sabrosos granos de las espigas verdes y las henchidas gusaneras criadas por un invierno de nieves y humedales; en la alegría universal que producía la abundancia, convidando a todos los vivientes a las diversiones y al hartazgo; en lo tupido de las hojas y la altura de las hierbas, la gordura de los pájaros y los gorjeos de las otras madres, orgullosas de sus crías y gozando de su recobrada libertad!

A veces, una bandada que cruzaba rozándola decía alegremente:

—¡Ven a divertirte!

Y la pajarilla ahuecaba las alas para seguir a la comparsa bulliciosa; pero al ver a su hijuelo saltar tímidamente por unas ramas que le había enseñado a medir, y ver aún en el suelo el cascarón que le sirvió de cuna y por donde asomó su piquito sonrosado, plegaba sus alas otra vez, y contemplando aquel cuerpecillo delicado, y su sedoso plumón y sus patitas trasparentes, parecíale que toda la primavera con sus brotes y sus flores y su cielo azul era menos hermosa que aquel hijo imperfecto.

II

—¡Madre! —decía el pajarillo ciego mientras aquélla le espulgaba haciéndole el tocado matinal—, oigo pitíos que no se parecen a los tuyos; conozco por su murmullo cuándo se acerca el viento antes de que llegue; cuándo te alejas y vuelves por el ruido de tus alas: eso que suena sin cansarse dices que es una fuente; otros sonidos bruscos, que son truenos de Dios, o tiros que matan, lanzados por los hombres, monstruos de gran tamaño y malas intenciones: me hiciste distinguir los silbidos de las voces y los cantos; el ruido de lo que cae y lo que vuela, la diferencia de lo que ríe y lo que llora, lo que muge, lo que ladra y lo que maya: sé cuándo son de jazmín o de violeta los olores que vienen a este nido, y que de la tierra sólo suben aromas que no toco, y de arriba caen gotas frías que hacen tiritar, o un calor que no se puede resistir. ¿Será el mundo muy ancho cuando contiene tantas cosas?

—Y muchas más que no huelen ni suenan, y otras con olores y sonidos que no llegan a ti.

—¿Y qué me sucedería si volase como tú?

—Que si volases hacia abajo, te estrellarías en la tierra, en las casas o en los árboles; y si muy alto, no sabrías en dónde descansar, y estarías a merced de los milanos, las fieras y los hombres.

—No volaré, madre; pero mis alas son fuertes, y tengo ganas de moverlas para oír esos gritos que desconozco.

—Escucha, hijo, y aprende.

Empezaba a cantar un mirlo, el más sabio de los pájaros de los contornos, porque, habiendo sido cautivo, le habían enseñado a silbar La donna è mobile.

III

La pobre pajarilla estaba inquieta desde que se instaló en un tejado próximo una gata negra con su cría. No podía saltar al nido, porque carecía de alas aquel monstruo; pero espiaba a su hijo sin cansarse de mirarle, y a veces bajaba la cabeza hasta pegar la barba en el tejado, y, moviendo las patas traseras, demostraba el gusto con que le hubiera acometido y devorado.

Un día en que la pájara estaba presenciando una pelea de una gorriona y un verderón, que se ponían de oro y azul porque éste había insultado a la primera llamándola gorrinona, se oyó este aviso terrible entre las ramas:

—¡La gata negra se ha colado en el jardín, y trepa por un árbol!

Sólo tuvo tiempo la madre de gritar con angustia:

—¡Vuela, hijo mío, que te comen! ¡Vuela hacia arriba!

El pájaro ciego se lanzó a los aires, y ascendió, seguido de su madre, que piaba de alegría al verle en salvo.

—No subas más —le dijo pronto—, y vuela de frente sin temor, que yo voy a tu lado.

En aquel momento, una bandada de aves que nublaba el espacio los alcanzó con alegre clamoreo, confundiéndose con ellos, y volaron todos juntos; la pajarilla, que no había estado en sociedad hacía meses, gozaba de aquella fiesta aérea, piando como todos y siguiendo a su hijo, al que infundía valor con palabras cariñosas, asombrada de la fuerza de aquel vuelo primerizo, porque se habían elevado mucho y recorrido gran distancia. Poco a poco se fue clareando la bandada, dispersándose por fin; sólo quedaron la pajarilla y su hijo, que parecía querer escaparse y no respondía a sus caricias.

La madre tuvo una duda, y, adelantándose para mirar de frente al pajarillo, vio que tenía los ojos abiertos y brillantes. ¡No era el suyo! Y la pobre pajarilla, volando como loca y registrando las alturas y bajando a las copas de los árboles, llamaba a su hijo con pitíos lastimeros, que entristecían los aires y la tierra.

IV

Entre tanto, el pajarillo ciego, desviado de un aletazo, se había quedado atrás, y, creyéndose protegido por su madre, gozaba al resbalar por la atmósfera, asombrándose de su anchura y gozando el fresco que sentía al cortar el aire con su pico.

—¿Doy bien las aletadas? —repetía con orgullo el volantón.

Y como la madre no le respondiese por más que la llamaba, comprendió que se había perdido y volaba a obscuras y sin guía; entonces cambió su atrevimiento en angustia y cobardía, y daba revuelos como temeroso de tropezar y destrozarse: oyó por debajo un griterío discordante que parecía despedirle de la tierra, impidiéndole bajar: era que estaba sobre una ciudad grande; la fatiga le impedía remontarse ni mantenerse en el espacio; aturdido y descompuesto, después de aletear torpemente, se dejó caer sin fuerzas. Su cuerpo reposó en un objeto frío y liso: había caído sobre la jaula de un loro y se sintió cogido y que le tiraban de una pluma mientras una voz agria le decía:

—¡Ah, canalla! ¿Vienes a comerte mis garbanzos?

El pajarillo, aterrado, dio un tirón y quedó libre, dejándose la pluma en el pico de la fiera. Intentó otro vuelo con las pocas fuerzas recobradas, y al volver a caer, dos maullidos feroces con que se requebraban una gata y un gato en un tejado le obligaron al último esfuerzo para huir, y no pudo ya más y descendió; entonces halló descanso: había caído en la cornisa de una torre. Poco a poco fue adquiriendo algún aliento y confianza: le parecía estar seguro y más lejanos los ruidos; sentía mucha sed pero esperaba que no tardaría su madre en llevarle un sorbo de agua con el pico y la llamó.

Una horrible campanada inmediata a su oído le atronó haciéndole dar un salto, y ya no le obedecieron las alas fatigadas; bajó revoloteando hasta que se sintió prisionero en una estrechura cálida y suave que le oprimía sin lastimarle. Había caído en la mano de una niña.

V

—¡Un pájaro herido! —decía la niña enseñándolo a su padre—. Cúramelo, tú que eres médico.

—No, hija mía, no está herido, sino ciego; las membranas de los párpados no se han despegado, y por falta de vista habrá caído al primer vuelo.

—¡Pobre cieguecito!

—Va a dejar de serlo.

Y tomando un bisturí separó delicadamente las membranas.

La luz y los colores, las formas y sus movimientos inundaron el cerebro del asustado pajarillo, que se desmayó, no pudiendo resistir aquella revelación deslumbradora.

Cuando volvió en sí estaba cautivo en una jaula. No se cansaba de mirar por todos lados aquel mundo tan ancho y tan alegre y los pájaros que piaban en bandadas y decía:

—Aquéllos son los míos: ¿cuál será mi madre? Cuando no podía volar, por las tinieblas de mis ojos, era libre; ahora que podría recorrer el espacio y gozar de la vida, estos hierros me impiden el uso de las alas.

Y ante aquel mundo tan ancho y tan hermoso en que no era nadie, echaba de menos el mundo pequeño y obscuro en que era el soberano y se sentía cobijado por las alas de su madre.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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