El Período de Reposo

José Fernández Bremón


Cuento


Hacia el año 3.140.985.675.412.489 de la creación, el terreno que hoy llaman moderno los geólogos hallábase cubierto por tres capas diferentes, depositadas sobre la corteza del globo por los seres orgánicos pertenecientes a otras tantas edades, y que habían ayudado a formar, ya los agentes químicos, ya las fuerzas mecánicas, ya esos insectos microscópicos a cuya laboriosidad se deben muchas islas y montañas. París, Londres y Madrid yacían sepultados bajo tierra, y el pico de la más alta pirámide servía de guardacantón a los muchachos. En cambio, los sacudimientos interiores del planeta, quebrando por algunos lados la parte sólida de la Tierra, habían hecho salir a la superficie, no sólo rocas graníticas de las que hoy considera la ciencia pertenecientes al terreno primitivo, sino verdaderas montañas de un metal desconocido y compuesto al parecer de la fusión y mezcla de infinitas materias metálicas, completamente nuevas.

Los sabios de entonces explicaron este fenómeno con la misma facilidad con que los sabios del día enseñan a cuantos quieren escucharlos la historia y vicisitudes de la Tierra. En efecto, no es verdadero geólogo el que, ignorando los misterios de la anatomía comparada, no puede a la simple inspección de un hueso fósil, trazar el esqueleto del animal a que perteneció, describir su forma y echar un párrafo acerca de sus inclinaciones y costumbres, aunque la raza se haya extinguido millones de años antes, pues es sabido que los geólogos desdeñan toda cifra que no vaya seguida de otras seis cifras por lo menos. Un hueso en estado fósil basta para reconstruir mentalmente, por medio de luminosas deducciones, todo el panorama de una edad geológica, con su flora, sus habitantes y sus fenómenos atmosféricos: el hueso de un megaterio o de un mamut indica claramente hasta la forma de los mosquitos que debieron molestar en vida a tan gigantescos animales. Así es, que las montañas fundidas fueron consideradas como fragmentos de la primera corteza de la Tierra, formada en el período más antiguo por una multitud de seres que vivían entre el fuego y hubieron de perecer y endurecerse en un cambio brusco de temperatura: seres metálicos, cuya vida sería la de la salamandra, en cuyas venas circulaba plomo derretido, y que debieron habitar el globo hirviendo en pasiones, respirando llamas y bañándose en el humo. El descubrimiento de una estatua de bronce produjo la completa certidumbre y el triunfo de aquella teoría; no cabía duda, era un hombre de metal; la raza humana existía ya en el período de fuego, tal como podía ser en aquella atmósfera abrasada: verdadera gente de bronce, de entrañas durísimas, sólo se debían ablandar a martillazos: el timbre de su voz, metálico y vibrante, exigió en sus gargantas las más sólidas campanillas: sin duda fueron tan prudentes como fuertes, pues debieron andar con pies de plomo.

Qué diferencia entre aquella edad remota y la fecha que he citado. En ésta, los efectos de la elaboración constante con que la naturaleza perfecciona sus obras habían llegado a un límite prodigioso. Ya no existían esos seres rudimentarios que en la escala zoológica se confunden con las plantas, ni esas plantas que parecen minerales: la vida orgánica había dado un paso gigantesco, desde el molusco cambriano hasta los seres felices del último período: la Tierra, purificada de las especies monstruosas, ya no producía ni aquellos sapos del tamaño de un toro, llamados tabirintodontes, ni aquellos pescados con cabeza de serpiente, conocidos con el armónico nombre de plesiosauros: la electricidad del globo, sabiamente equilibrada, no ocasionaba esas tempestades magnéticas, ni esas poderosas e invisibles corrientes con que los sabios explican todo lo que no comprenden, dejándonos con la boca abierta: en fin, la naturaleza había pasado de la condición de aprendiza al grado de consumada profesora.

Completamente limpia de los cuerpos perjudiciales a la vida, merced a combinaciones químicas, la atmósfera rodeaba el globo en toda su pureza: el calor central, mejor aprovechado, no se desperdiciaba ya por el cráter de volcanes diseminados en diversas zonas, sino que se exhalaba por anchos respiraderos colocados en los polos, cuyos habitantes tenían brasero todo el año: a la hora de la siesta, un toldo de nubes protegía contra el ardor del sol a los que vivían en los trópicos; y la Tierra, cuidadosa del buen nombre de sus hijos, se había abierto en algunas partes para que los hombres pudiesen estudiarla, como un japonés que se abre el vientre por dar honor a su familia.

Caída su blanca peluca de nieve, los calvos montes no podían disimular su edad, que los sabios de entonces fijaban examinando sus arrugas, y confesaban su vejez venerables montañas que habían mecido en sus faldas al mamut y al xifodonte. El monte Pilas, los Pirineos y los Alpes, todos tenían escrita su partida de bautismo: y no era preciso ver brotar una eminencia para que los geólogos determinasen la fecha de su elevación, el día en que la lluvia la bautizó por primera vez, y hasta su sexo, es decir, su calidad de monte o de montaña, lo cual indica la forma de su cresta.

Las aguas estaban distribuidas equitativamente por todos los terrenos, y con más justicia que si presidiese a su repartimiento el tribunal valenciano de las aguas. Los terrenos secos y necesitados ejercían una atracción irresistible sobre los manantiales más próximos y los arroyos se dirigían a donde hacían falta, como hoy penetra el aire por los pulmones, o por las mangas de ventilar o por las rendijas de las puertas. Este comunismo físico evitaba el atesoramiento de grandes caudales de agua que hacen hoy los ríos más avaros, arrastrando diariamente tantos miles de reales sin dar un solo cuartillo de limosna.

El viento no combatía, sino rizaba el mar como planchadora que riza unas enaguas: los mares sólo se movían lenta y acompasadamente a impulso del diafragma del planeta: las veletas giraban con la regularidad de un minutero, y la Tierra, no teniendo por qué temblar, había entrado en su período de reposo: bogaba por su órbita, calentándose al sol entrambos hemisferios.

Las diversas especies de animales que no habían sido destruidas estaban notablemente mejoradas. Las cabras ya no tenían perilla, impropia de su sexo; los camellos habían dejado de ser cargados de espaldas; las codornices y las tórtolas habían aprendido cantos nuevos para no cansar, y los grillos yacían en el más armonioso silencio: las arañas, en paz con los insectos, empleaban su habilidad en hacer media; los asnos pronunciaban ya todas las vocales; las hienas sólo soltaban sus carcajadas al oír algún chiste delicado, y los cocodrilos únicamente lloraban por disgustos de familia: los anfibios se habían decidido por la tierra o por el agua; los mosquitos sólo probaban el vino entre comida, y los gallos habían reformado sus costumbres dejando de practicar la poligamia; suprimido el elemento militar, el pez espada había sido desarmado; los loros pronuciaban en los árboles magníficos discursos, y los monos, familiarizándose con los hombres, habían adquirido trato de gentes y derecho electoral.

Todos ellos vivían en paz, alimentándose de plantas y raíces; pero ¡qué plantas! El reino vegetal, como todo lo orgánico, había sufrido una disminución notable de volumen; la ceiba, el sicomoro, el cedro, el ciprés, el álamo y el eucaliptus glóbulus apenas podían servir para bastones; las edades futuras no debían esperar de aquel período geológico grandes depósitos de hulla, pues de los vegetales raquíticos que cubrían valles y montes, con dificultad se hubiera obtenido no carbón, pero ni aun cisco de piedra. En cambio, las sustancias nutritivas de los vegetales habían aumentando, condensándose en frutos homeopáticos, parecidos a las píldoras de que nos habla el señor Obleman. El níspero más desabrido tenía tanta fuerza alimenticia como una lata de leche reconcentrada, o como una dosis igual de extracto de carne preparada por el mismo Dr. Lievig. En aquel mundo feliz la naturaleza había arreglado por sí sola toda cuestión de subsistencias.

¿Qué era del género humano? ¿Habían prosperado en igual proporción sus ciencias, sus industrias y sus ciudades?

Algunos rebaños de hombres de estatura liliputiense reposaban en lugares solitarios: casi todos se apoyaban en ligeras cañas y su semblante enfermizo manifestaba que había sonado la última hora de aquella raza turbulenta. La especie humana era una de las que la naturaleza destinaba a desaparecer, como la de los mamuts y megaterios. Los hombres libres, es decir, los que no estaban encerrados, vociferaban en los bosques, discutiendo acerca del yo humano, del Ser Supremo y de las formas de gobierno, puntos que no se hallaban todavía suficientemente discutidos. El descubrimiento de una estatua acababa de producir gran sensación en el mundo de los sabios, que pudieron añadir a la edad metálica otra edad de piedra. Colón había sido un hombre de mármol, tan antiguo como el monte Pilas, y los toros de Guisando, cuyos restos se encontraron también, fueron animales que vivieron y retozaron en su época; una pila de agua bendita en forma de concha, y una parte de la fuente de la Alcachofa, halladas casualmente, se consideraron como moluscos y vegetales contemporáneos de Colón y de los toros de Guisando. Los oradores que anunciaron el suceso gesticulaban para obtener la aprobación del auditorio, siendo el secreto de aquella mímica que una gran parte de los oyentes eran monos. Porque los hombres, en su postrera etapa, se habían refugiado con su ciencia en el fondo de los bosques, como buscando sepulcro en el sitio de su cuna. Y se extinguían poco a poco, porque la Tierra, aficionándose al reposo, se iba deshaciendo de todos los seres enemigos del sosiego.

En tanto, la fecunda naturaleza había creado nuevos seres que, diferenciándose del hombre, eran zoológicamente hombres mejorados; y así surcaban los aires como se zambullían en las olas o penetraban en el fuego, sin caer, sin ahogarse, sin sentir la más leve quemadura. Sus conversaciones eran cambios de ideas sin palabras, en lugar de palabras sin ideas. Su órgano visual superaba al más complicado telescopio cuando miraban a los astros, y les descubría los seres microscópicos cuando se fijaban en la Tierra. Más fuertes que los otros habitantes del globo, eran los más pacíficos. Sin leyes ni gobierno, vivían libremente, sin molestarse unos a otros, tomando ejemplo de muchos seres inferiores y usando de su libertad, como pudiera hacerlo una paloma. Seguros de equivocarse siempre, no trataban de averiguar el problema de la creación, ni explicarse la causa de la vida. Y pasaban la suya amándose unos a otros, sin consumirla en luchas fratricidas, disfrutando los bienes que había Dios colocado a su alcance. Algunas veces, al penetrar por una selva, solían poner en paz a los hombres, que se batían y asesinaban al concluir una sesión borrascosa; y compadecidos de aquellos desgraciados, los encerraban en jaulas separadas para que no se destrozasen.

Más de una vez el venerable presidente de una sociedad científica fue colocado en una jaula de alambre y puesto luego al sol como un canario.

Y sin embargo, justo es confesarlo: reducido el sabio a tan humilde condición, no por eso desistía de explicarse la edad segura de la Tierra, los trastornos que ha experimentado desde su infancia, las generaciones que en ella han vivido y los elementos de que se compone, y el día exacto en que ha de entrar en su época de decadencia, luego en la de agonía y concluir por el fantástico período de las sombras.

¡El período de las sombras!... Ese día más o menos próximo, largo como un día de Brama, en que los átomos errante concluirán por oscurecer el sol, del mismo modo que oscurecieron la Tierra, que es un sol empolvado.

Muerta la luz, los animales y las plantas se irán extinguiendo en nuestro planeta, por el cual sólo vagaran seres fosfóricos, tristes representantes de tantas razas muertas, última manifestación de la vida en nuestro globo, y único peso que podrán soportar las cansadas espaldas de la Tierra.

Ésta, tiritando de frío y cubierta de todas sus capas, aumentará la velocidad de su carrera para entrar en calor, hasta que agotadas sus fuerzas, concluya por morir durmiendo como los centinelas en la Punta del Diamante.

Y los ecos, si hay ecos en el éter, repetirán de planeta en planeta y de sol en sol sus últimos ronquidos.

Entonces, y sólo entonces, se podrá decir que la Tierra entra en un período de reposo. Aunque entonces, como ahora, el que sobreviva podrá afirmar o negar lo que le parezca.

¿Quién sabe si la Tierra, cubierta de hielo, será una especie de yema acaramelada, y servirá en otros mundos para hacer un obsequio a alguna dama, cuyo estómago delicado sólo pueda digerir soles y planetas?


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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