El Primer Sueño de un Niño

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Una gran movilidad en las cabezas de los muchachos, ciertos ademanes libres e irrespetuosos y murmullos demasiado perceptibles en la clase demostraban que la autoridad del maestro había sufrido algún eclipse, pero no total, porque las conversaciones se sostenían en voz baja, y los gestos y actitudes antiacadémicos no traspasaban ciertos límites. Era una insubordinación prudente, a que daba ocasión un hecho extraordinario.

En efecto, don Hipólito Ablativo, maestro de primeras letras y director de la escuela, había inclinado la cabeza sobre el pupitre y se había quedado dormido explicando por centésima vez a sus discípulos aquella gran inundación bíblica que cubrió de agua toda la Tierra.

No era don Hipólito un profesor vulgar: conocía los sistemas de enseñanza más modernos; pero su escasa dotación no le permitía instalar un jardín Fröbel. Un amigo le había remitido en otro tiempo una de esas cajas enciclopédicas, que explican a los niños las evoluciones de las primeras materias, hasta su última trasformación industrial; pero la mazorca de maíz, los granos de trigo y de arroz, en fin, los objetos más interesantes de la caja, habían sido devorados por los alumnos a quienes dejaba sin comer. El señor Ablativo practicaba en lo posible el método de hacer agradable la enseñanza a los muchachos, y con este objeto había obtenido del alcalde una autorización para restablecer en su escuela los azotes.

Las razones que expuso ante el Ayuntamiento para obtener aquel permiso eran poderosas:

—Los más ancianos de vosotros recordaréis los tiempos en que se azotaba y emplumaba —les había dicho el maestro—. El día en que ejecutaban la sentencia era día de júbilo para los muchachos y aun para los mayores, y sólo era desagradable para el que sufría el castigo. No quitéis a mi escuela ese aliciente: la mayoría de los chicos irá con mayor gusto a la clase, con la esperanza de ver un azotado.

En efecto, aumentó la puntualidad en la asistencia, y casi todos llevaban aprendidas sus lecciones; pero de la aplicación general resultó la falta de castigos y una monotonía peligrosa: maestro y discípulos empezaban a aburrirse, lo cual era contrario al sistema de la enseñanza agradable, y hallábanse en esa crisis cuando el profesor quedó dormido explicando el Diluvio Universal.

Ahora bien; ¿se había dormido el maestro de fastidio por no tener a quién azotar, o había determinado echar un sueño para dar ese solaz a los muchachos? Al bondadoso Fröbel no se le ocurrió aconsejar a los maestros que durmiesen una siesta, en medio de sus explicaciones, para alborozo de la clase. Había sido una inspiración de don Hipólito.

Los minutos pasaban, y el profesor dormía dulcemente: a la inseguridad y prudencia de los chicos sucedió la confianza. Los murmullos aumentaron: se animaron los rostros: de las sonrisas pasaron a los gestos, y cundió la indisciplina, si bien con las precauciones consiguientes a la presencia del maestro, cuya respetable calva conservaba casi todo su prestigio.

Como en las revoluciones formales suele salir un hombre que se impone por su audacia, de aquella agitación infantil salió un muchacho: Lesmes Travesedo fue el atrevido: en un instante, doblando un pliego, improvisó un sombrero de tres picos, que colocó bizarramente en su cabeza: con dos tiras de papel adornó su carilla morena con bigotes y perilla: subiose en el banco, y tomando una actitud militar, hizo al dormido profesor una y varias morisquetas: una carcajada general le hizo bajar precipitadamente de su tribuna; pero afortunadamente las risas no despertaron al maestro.

El buen éxito aumentó su audacia, y saliendo al encerado, dibujó la caricatura de don Hipólito: después firmó aquella obra de arte con el nombre de uno de sus condiscípulos, poniendo este nombre en letras grandes:


JUANITO LÓPEZ


Aquel rasgo de valor y picardía produjo gran sensación y regocijo entre los escolares, que le hubieran victoreado a estar muy lejos don Hipólito. Lesmes ocultó enseguida el gorro y los bigotes, quedando en el asiento en actitud inofensiva. Un chico rubio, de carrillos encarnados y aspecto de angelito, dejó su sitio con ademán trémulo y los ojos llorosos, y acercose al encerado con temor, mirando alternativamente a la caricatura y al maestro. Era Juanito López, que viéndose comprometido por el diabólico Lesmes, quería borrar su nombre, que le comprometía horriblemente, colocado bajo la caricatura del severo don Hipólito, cuyas disciplinas, puestas sobre la mesa, le parecía que se erizaban indignadas de aquella escandalosa burla.

Juanito López llegó de puntillas al encerado; tomó la esponja y borró una parte de su nombre: después volvió la vista con recelo hacia el profesor... y quedó lleno de espanto.

Don Hipólito Ablativo había alzado la cabeza, y completamente despierto, clavaba en el muchacho sus ojos penetrantes. La esponja cayó de las manos de Juanito, sus piernas flaquearon y permaneció en aquel lugar sin poder moverse y temblando.

Los muchachos de la clase, al ver despierto al profesor, se habían quedado en actitud humilde y completamente silenciosos: el terror y la curiosidad les hacía contener hasta el aliento: sin duda iba a suceder algo espantoso; el castigo debía ser tremendo, y el inocente Juanito, que no se atrevería a delatar al atrevido Lesmes Travesedo, iba a ser la víctima.

El dómine se levantó de su sillón, condujo suavemente a Juanito hacia su asiento, borró el nombre que estaba debajo de la caricatura, y colocó en su lugar este otro nombre:


LESMES TRAVESEDO


Después volvió gravemente hacia su sitio, mirando a la clase con sonrisa maliciosa. El sueño había sido fingido, y mientras los discípulos le creían durmiendo, todo lo había observado el ojo vigilante del maestro.

Éste acarició las disciplinas, y dijo, mojándolas en un frasco de vinagre:

—¡Señor Travesedo, prepárese usted a recibir una azotaina!

Todos los muchachos de la clase volvieron la vista hacia su compañero con la curiosidad que excita en cualquier público la presencia de un reo. Lesmes Travesedo miró con descaro en rededor.

Era un muchachuelo de diez años, cenceño, nervioso, de ojos vivos, labios delgados y nariz y barba puntiagudas, que le daban la apariencia de un viejecillo infantil.

—¡Monte usted en el compañero de su izquierda! —repuso el maestro con acento irónico.

El condiscípulo aludido se levantó, presentando pacíficamente las espaldas: era fornido, el más fuerte de todos, y su robustez le permitía desempeñar el importante oficio de cabalgadura con gran aplomo, según la opinión de Nicolasillo, que por haber sido azotado con frecuencia era el mejor jinete de la clase.

Lesmes Travesedo se puso también de pie, y dijo con voz firme y chillona:

—No monto, porque está prohibido dar azotes.

Aquella insubordinación produjo un murmullo de sorpresa y desaprobación entre todos los alumnos: el maestro empuñó las disciplinas.

—Póngase usted inmediatamente —exclamó con voz formidable—; y para que el castigo sea más ejemplar y solemne, recibirá usted seis azotes en la clase y seis en el balcón.

Lesmes saltó por encima de su banco y procuró ganar la puerta. Pero algunos de sus compañeros llegaron antes y defendieron la salida.

—¡Sujetadle entre todos! —gritó irritado el profesor.

La clase toda cayó sobre el culpable, que resistió heroicamente la acometida a puñetazos: los alumnos más pequeños rodaron por tierra: otros retrocedieron llorando y con las manos en la cara.

—¡Muera! ¡Azotadle! —decían los que presenciaban el combate desde lejos.

¡Qué día para la clase! Nunca experimentaron los colegiales emociones como aquélla. Lesmes fue al fin vencido y amarrado por sus mismos compañeros, que le condujeron ante don Hipólito para que cumpliese cómodamente la justicia.

—¡Cobardes! —gritaba a sus condiscípulos el rebelde—, ya me las pagaréis todos uno a uno.

Las disciplinas cayeron ruidosamente sobre el reverso del indisciplinado estudiante.

—¡No siento nada! —dijo éste—; puede usted apretar todo lo que guste.

—¡Fuerte, fuerte! —gritaban los que habían recibido algunos coscorrones.

—Señor maestro, Lesmes tiene novia —dijo uno de los ofendidos para agravar la situación del castigado.

A aquella acusación siguieron otras; pero el profesor no necesitaba estímulos: estaba irritado con aquella rebeldía, y los azotes se multiplicaban con la rapidez con que pudiera darlos una máquina.

—¡Nos cuenta historias del otro mundo! —exclamó un muchacho.

—¡Dice que se acuerda de todo lo que le pasaba mucho antes de nacer! —añadió otro.

—¡Eh! —exclamó el profesor cesando su tarea.

—Sí, señor, dice que ha vivido otra vez...

—Soltadle ya y llevadle al cuarto oscuro.

El caballo emprendió una especie de trotecillo, y poco después estaba Lesmes encerrado.

Don Hipólito, en cambio, había quedado pensativo.

Del interrogatorio que hizo a sus discípulos resultaron declaraciones absurdas; pero la más extraña y grave fue la que acusaba a Lesmes de haber sustraído una miniatura de mujer que tenía el maestro en mucha estima.

Lesmes no negó el hecho cuando el maestro fue a tomarle declaración en su mismo calabozo: antes al contrario, respondió lleno de audacia:

—El retrato que me llevé me pertenece: esa mujer ha sido novia mía.

—¡Embaucador! —exclamó irritado el maestro blandiendo otra vez las disciplinas—; esa mujer es mi madre, que murió de vieja hace veinte años.

Y se oyeron en el calabozo fuertes correazos y gritos infantiles.

II

—¿Cree usted que hemos vivido más de una vez, y que después de la muerte resucitaremos nuevamente en otra forma? —preguntaba don Hipólito aquella misma tarde a su amigo don Ángel Espinilla2 mientras paseaban.

—¿Que si lo creo? Soy espiritista. Envíeme usted ese muchacho, y le interrogaré con suavidad. Su carácter díscolo y rebelde es un resto de energía de la última encarnación —contestó don Ángel, que era hombrecillo vivaracho y de ligeros movimientos.

—Pero ¿cómo me explica usted —insistía el maestro— eso de conservar memoria de otra vida?

—Muy fácilmente: si el muchacho se acuerda de ello, está explicado.

—Es que los fisiólogos aseguran que la memoria es una facultad esencialmente orgánica; es decir, que sólo se conservan los recuerdos en el cerebro, que recibe las impresiones: cuando la muerte lo destruye, los recuerdos se desvanecen.

—Eso es una teoría, señor Ablativo, que Lesmes refuta por el método experimental, desde el momento en que me cuente lo que le sucedió antes de su último fallecimiento.

—Señor Espinilla, me parece que esa cabeza no está firme. ¿Por qué no se sangra usted?

—Es usted un incrédulo, a quien convenceremos tal vez algún día; en fin, envíeme al muchacho.

—Lo haré, lo haré; pero siento verle tan extraviado.

—No lo crea usted; yo tengo revelaciones misteriosas, vagas conjeturas de haber sido ratón en otra vida.

—¿También recuerda usted algo?

—No, por desgracia; pero lo sospecho, lo adivino, porque cuando era niño pasaba los días haciendo agujeros en la tapia, tengo miedo a los gatos, asusto a las mujeres y me gusta mucho el queso.

III

—¿Habló usted a Lesmes? —preguntaba al día siguiente don Hipólito, con sonrisa burlona, a su amigo don Ángel.

—No se ría usted, amigo; me ha hecho una revelación espantosa, que me tiene preocupado. Mi teoría es cierta: hay hechos tan violentos, emociones tan terribles, que su recuerdo traspasa los límites de la muerte. Por eso, cuando veo sonreír en su cuna a un niño de pecho, me parece que aquella frente guarda secretos augustos, que olvida el hombre a medida que pierde su inocencia.

—Mi curiosidad se excita —repuso el dómine—; hable usted pronto.

—Pues bien, tengo la firme convicción de que Lesmes Travesedo ha sido un héroe; y es claro, ¿había de recibir con paciencia los azotes?

—¡Cómo! ¿Ese arrapiezo se las echa de bravo? —exclamó don Hipólito metiéndose la mano en el bolsillo, como para buscar las disciplinas, por ese movimiento natural de los antiguos maestros, equivalente al de los militares cuando llevan la mano al puño de su espada.

—Tenga usted calma y escuche. Yo, que no doy a nadie correazos, pues soy más bien asustadizo, inspiro confianza y divierto a los muchachos. Lesmes es ya mi íntimo amigo, y me ha contado la verdad. Escuche usted y asómbrese.

Don Hipólito se sentó en una piedra colocada cerca de una gruta, y don Ángel empezó su narración de pie y con su acostumbrada ligereza.

IV

—Señor don Ángel —me preguntaba Lesmes hace un instante—, ¿son verdad los sueños?

—Hombre —le dije—, no lo sé. Me han dicho que te acuerdas de lo que te sucedía antes de nacer. ¿Es eso cierto?

—Es una broma mía —contestó—; sueño mucho, y finjo a mis amigos que me sucede lo que sueño. Porque, la verdad, parecen cosas sucedidas, y como tengo tanta memoria, nunca las olvido. ¿Creerá usted que recuerdo todavía el primer sueño que tuve?

Figúrese usted la curiosidad con que le animé a que me lo refiriera.

—Es un sueño muy triste, y parece una historia de esas que cuentan los hombres cuando se reúnen junto al fuego: quisiera olvidarlo, y se me representa muchas noches, y algunas veces hace que me duela el lado izquierdo.

—Recuérdalo, hijo mío.

—Lo que he olvidado es el principio. Era yo un hombre y quería mucho a una mujer: tenía la misma cara del retrato que he quitado al maestro, pero no me acuerdo cómo se llamaba. Y vea usted, recuerdo el nombre que tenía un hombre alto, de patillas muy negras, y el cual, siendo muy guapo, me parecía muy feo. ¡Luis! No se me olvida. La mujer había estado asomada al balcón, y yo, muy enfadado, quise ver lo que miraba, y vi a Luis en la calle. La cogí del brazo y se lo sacudí; en sueños se tiene mucha fuerza. Luego cogí una navaja y salí en busca del hombre. La mujer daba gritos y me llamaba... yo no sé cómo.

—¿Y mataste a Luis? —le pregunté alarmado.

—No —me contestó el muchacho—; ya no volví a pensar en él; sonaban tiros a lo lejos, y las gentes corrían y daban muchas voces; entonces no me fijaba, pero algunas veces he recordado que vestían trajes que sólo he visto en las estampas. Se trataba de matar franceses en las calles; yo hundí la navaja en el vientre de un caballo, y las gentes arrastraron al jinete. Me parece que era un moro.

»Luego estaba furioso, y siendo un hombre, lloraba como un niño: una mujer, que yo no conocía, me cargaba un fusil muy ancho, y disparaba a cada instante; pero a mi lado había muchos muertos y sonaba por todas partes un estruendo espantoso.

»Después me vistieron de fraile para que no me conociesen, y salí por la calle en una noche muy oscura, y me cogieron unos soldados, me hablaron y no los entendía; luego me registraron levantándome la ropa.

»Todo esto lo recuerdo muy mal, lo que recuerdo mejor es lo que sigue.

»Había una fila de hombres y mujeres a lo lejos.

»—Van a fusilarlos —me dijo no sé quién—; nosotros estamos libres porque no tenemos armas.

»Miré a los que iban a morir, y crea usted que me alegré: Luis estaba en medio.

»Un jefe le miró muy despacio, y oí que exclamaba:

»—¡Qué hombre tan hermoso!

»Después se volvió hacia otro jefe y le dijo:

»—¿No podríamos salvarle?

»—Es imposible; están contados.

»—Eso tiene remedio; poned en su lugar a aquel frailecillo tan ruin.

»Y me señalaron a mí, señor don Ángel —exclamó el muchacho con los ojos espantados, como si aquello estuviera sucediendo.

»Quise gritar, pero me pusieron una mordaza y me arrodillaron a la fuerza. Mientras tanto, el jefe dio la orden de que condujeran a Luis hasta su casa, y Luis dio las señas de la mía, mientras me apuntaban con un fusil a la cabeza, en la que sentí un estampido como un trueno.

—¿Y luego? —dije a Lesmes.

—Luego desperté: estaba en la cama con una mujer desconocida; poco a poco fui sabiendo que era mi madre; todo aquello había sido sueño, y me alegré de ser un niño.

V

Don Hipólito se había levantado con gesto de mal humor, y don Ángel retrocedió, al verle, algunos pasos.

—¡Señor don Ángel! —dijo el maestro con voz colérica. ¿Quién le ha contado a usted la historia de mi padre?

—¿De su padre de usted? —repuso Espinilla, alejándose cada vez más—... Pues bien; ¡él mismo!

—Mi padre murió fusilado, trocado por otro y disfrazado de fraile, el Dos de Mayo!

—Pues su padre de usted es hoy Lesmes Travesedo. Es inútil que saque usted las disciplinas y se irrite, señor dómine, porque no soy un muchacho y no me alcanzará. Lo que debe usted hacer es moderar su genio y no volver a imponer ese castigo. Señor don Hipólito, ha dado usted azotes a su padre.

El maestro quiso lanzarse sobre el espiritista, pero éste huyó con la ligereza del ratón, refugiándose en el agujero de una cueva.


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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