El Protector

Recuerdos de un provinciano

José Fernández Bremón


Cuento


El día en que enterraron a mi padre, sólo tuve un consuelo en medio de mi desgracia: la satisfacción de la conciencia por haber pagado todas sus deudas con los enseres de la casa cuando salí de ella para siempre. Falto completamente de recursos, visité a todos mis parientes y amigos, y estas visitas me tranquilizaron, pues resultó que todos ellos vivían casi de milagro, y siendo esto evidente, calculé que la Providencia no haría conmigo una excepción.

Contribuía a darme confianza la seguridad que inspiraba mi porvenir a todos mis paisanos. Convenían unánimes en que no podía ni debía continuar viviendo en aquel pueblo.

—Aquí no hay recursos, ni empleos, ni manera de salir adelante —decía el uno.

—El pueblo está lleno de gente y no cabemos todos —añadía otro.

—Sólo puedes hacer carrera en Madrid —exclamaba aquél.

—¡Y qué fortunas se consiguen! —decía una tía lejana.

Sólo manifestó algunas dudas la tímida Clotilde, sobrina del cura, con la cual había cambiado muchas veces miradas cariñosas; pero su voz fue ahogada por una protesta general.

—Los jóvenes deben volar —dijo un vecino; y todos convinieron con él menos Clotilde, que no quería que volase.

En un arranque de generosidad, echaron un guante en favor mío, y aquella misma tarde fui empujado por parientes y amigos hacia el pescante de la diligencia, mientras yo lloraba de gratitud entre aquellas gentes filantrópicas, que apresuraban al mayoral temiendo que la tardanza retardase mi carrera. El recaudador de los fondos me puso seis duros en la mano, exclamando con acento solemne:

—Todo esto es para ti.

La rubia y encarnada Clotilde, entre avergonzada y llorosa, colocó a mis pies un abultado cesto, diciéndome con acento conmovido: «Toma la merienda». Procuró después sonreírse para quitar importancia a su regalo, pero las lágrimas borraron la sonrisa... y partió la diligencia.

Recuerdo como un sueño aquel viaje: la muerte de mi padre, mi aislamiento, la gratitud, Clotilde, el porvenir, los paisajes que mi vista recorría, todo me producía una especie de mareo. Sin saber cómo, me encontré en Madrid, aturdido de tanto movimiento. El coche se detuvo, bajamos todos, y me encontré, sin saber qué hacer, delante de mi maleta y del cesto, aún intacto, de Clotilde. Los sueños habían acabado y empezaba la realidad, que me era más sorprendente y extraña que los sueños. La decoración me parecía de Las mil y una noches, y mi situación, de ésas para las cuales los poetas, con gran sentido práctico, han inventado genios y hadas que conducen de la mano e indican su camino al viajero extraviado.

Comprendí la necesidad de un amigo, y sólo vi rostros indiferentes: entonces me persigné con devoción y pedí amparo a la Virgen: desde aquel instante noté que la indiferencia de los que me rodeaban cesaba por completo; casi todos me miraban sonriendo: lo atribuí a efecto milagroso de la oración; pero pronto observé que eran sonrisas burlonas. De todos modos, experimenté cierto alivio en mi espíritu: Madrid se reía de mí; ya no le era indiferente.

Examiné varias fisonomías, para elegir un mentor que me guiase, y casi todas me parecieron frías y reservadas para intentar una confidencia. Una circunstancia me hizo fijarme en un individuo alto y delgado, de ojos vivos, nariz corva y rostro entre serio y cómico, que llevaba un traje menos nuevo y un sombrero más viejo que el de los demás. Había dirigido una galantería tan ruidosa a una mujer, que sonó en torno suyo una carcajada general: su voz era enérgica y simpática; estaba inmóvil en la acera, y se distraía en requebrar a las buenas mozas que pasaban por la calle.

Mirele fijamente, y me miró; adelanté un paso, y me detuve: debió comprender mi timidez, porque se acercó a mí sonriendo. Su aire franco me infundió confianza y le expuse mi triste situación.

—¿Trae usted fondos? —me preguntó con interés.

—Seis duros solamente.

—No hay que pensar en fondas ni en posadas: dé usted gracias a Dios por haberse dirigido a mí —repuso con gravedad cómica—: le admito a usted de huésped en mi casa; precisamente buscaba un compañero, porque me sobra habitación.

Un mozo cargó con el cesto y la maleta, y en el camino, que fue muy largo, mi protector me explicó que en la casa de huéspedes más económica, sólo hubiera podido vivir con mi capital unas dos semanas.

—Ya estamos cerca —añadió—; vivo en un piso alto de la calle de Amaniel; no hay lujo en mi casa; pero soy sobrio y de fácil contentar; me llamo Leopoldo Céspedes, y aquí donde me ve usted soy hijo de un ministro, de aquellos que dejaban pobres a sus hijos. En cuanto a los fondos de usted, procuremos aumentarlos. Soy sobrino de un banquero.

El edificio en que entramos me pareció más antiguo que los demás: el piso a que subimos era el último; la puerta estaba cuarteada, y Leopoldo la abrió diciendo: «Está usted en su casa».

En la primera habitación, que era una cocina amarillenta, no había ningún trasto; seguía una habitación amueblada con un cajón vacío, encima del cual había una lata, como de sardinas, clavada a la pared.

—Ésta es la sala de fumar —dijo Leopoldo— y aquélla, nuestra alcoba. —La miré y sólo había un colchón raquítico en el suelo, y otro cajón, encima del cual había una jofaina, un pedazo de espejo, un peine y varios clavos—. Ya ve usted que sobra casa —dijo Leopoldo seriamente mientras yo contenía con dificultad la carcajada—. La maleta y el cesto de usted aumentan nuestros muebles: todas las sociedades son humildes en su origen; Madrid era, hace mil años, un simple castillo: con acierto y buena dirección, hemos de hacer grandes progresos. Por ahora, nadie nos podrá negar que en esta habitación hay desahogo, y además, como el piso es alto, tenemos buenas vistas.

Despedido el mozo, mi nuevo amigo me invitó a abrir la maleta para hacer el inventario de la ropa.

—No es mucho el contenido, pero es lo suficiente: un traje en buen estado, cuatro camisas y alguna ropa más menuda: tenemos para un año. —Y destapando el cesto, vio con sorpresa y alegría que aún estaba lleno—. Suspendamos todo comentario y vamos a almorzar —añadió sacando el otro cajón—; siéntese usted en uno de los dos, y nos servirá de mesa la maleta; sólo le ruego que tenga usted cuidado con el asiento, porque ha de saber usted, amigo Enrique, que estos dos muebles son prestados.

Hicimos los honores, con verdadero apetito, a la merienda de Clotilde: una gallina, un buen trozo de jamón, un pan, una botella de vino y otra de agua, dos manzanas cuidadosamente envueltas en papel.

—Ésta para mí —dijo Leopoldo, tomando delicadamente la menor—; tiene papel de seda, y aunque escrito, me servirá para hacer unos cigarros. —Dividió el papel en trozos, y descolgó la lata de sardinas, que era su tabaquera—. Ahora que hemos almorzado espléndidamente —dijo encendiendo un cigarro—, empezaremos suprimiendo el tratamiento, y te explicaré, amigo Guevara, el orden que hemos de seguir, y cómo pienso asegurarnos una posición cómoda y holgada. Seis duros gastados lentamente no nos durarían un mes con la mayor economía; es indudable que debemos emplearlos. Pero aun haciéndonos usureros, y prestándolo al rédito mayor que se conoce, el de peseta por duro a la semana, sólo tendríamos seis pesetas todos los domingos, con cuya renta no pueden vivir dos; si fueras solo y tuvieras siete duros, te aconsejaría que hicieses el negocio, que te produciría una peseta diaria hasta el día de tu muerte, dejando a tus herederos íntegro el capital. Nuestro vecino, don Alejo, tuvo diez duros siendo joven, y siendo septuagenario vive de ellos todavía, y se le han convertido además en miles de reales. Por otra parte, esa especulacíon repugna a mi carácter. Hay que pensar en otra.

Yo escuchaba con interés, comprendiendo solamente que mi escaso capital se había reducido a la mitad, perteneciendo a dos lo que poco antes antes era mío sólo.

—Pues bien, Enrique, tengo el negocio. Es indispensable dar tres golpes a ese capital.

—Es decir, exponerlo tres veces a la suerte... —respondí con terror.

—Justamente. Jugamos los seis duros a una carta, y la ganamos; hacen doce. Exponemos los doce, y hacen veinticuatro, que se convierten en cuarenta y ocho al ganar la vez tercera. Entonces nos retiramos y tenemos nuestro porvenir asegurado.

—Pero ¿y si se pierde el dinero? —añadí con ansiedad.

—¿Por quién me tomas? —repuso con acento tranquilizador—. ¿Crees que he de jugar nuestra única esperanza, toda nuestra fortuna, a cartas que no salgan? Se juega con descuido lo que no tiene importancia: yo observaré el juego, haré cálculos tan sutiles y perfectos, que cuando mi dinero caiga en la mesa, no tenga el banquero más remedio que pagarlo.

—¿Y si a pesar de todo nos quedásemos sin nada? —añadí con alguna desconfianza.

—En ese caso, yo me encargo de tu suerte; ya ves, la pérdida sería para mí, que habría contraído una verdadera obligación. Pero no dudes ni un momento. Y si con seis duros hago cuarenta y ocho, ¿creerás que con cuarenta y ocho podré sacar un duro cada día?

—Eso es más posible —dije convencido.

—Eso es seguro —contestó con entusiasmo—, y un duro diario bien administrado da para vivir hasta con lujo: con dos reales se almuerza pan y queso; por seis, nos darán en la calle de Jardines un cubierto, del cual pueden comer dos; un real de casa, y el real que resta hasta medio duro, para vicios, quedándonos otro medio duro diario, el cual pienso invertir en adornar nuestro domicilio. Y figúrate lo que se puede hacer cada mes con quince duros, saliendo a comprar muebles al Rastro. He visto allí adquirir tapices de Goya por dos duros; cornucopias de admirable valor, casi de balde; marcos de ébano, regalados, y escritorios con incrustaciones de nácar y marfil, a bajo precio. No es imposible hallar en esos muebles, examinándolos con cuidado y destruyéndolos si es preciso, secretos en que guardó algún avaro las ricas peluconas que ya sólo existen en los monetarios. Si no descubrimos ningún tesoro, ¿qué más tesoro que esos muebles? Acaso no quepan todos aquí; pero ya tengo en qué emplearlos: llamaré a don Carlos Rivera, pintor de mucha fama, y le diré: «Necesito que me pinte usted en ese techo un fresco que pueda competir con los de Miguel Ángel: elija usted, en pago, entre estos objetos artísticos, cuyo verdadero valor usted conoce, lo que haya de servir para justa retribución de su trabajo». —Y Leopoldo, entusiasmado, no teniendo otro objeto delante, ni a los lados, señalaba a su lata de sardinas—. Pero si nuestros muebles se hacen excesivos, con su producto estucaremos la alcoba, colocaremos puertas talladas y alfombraremos la escalera, y en eso que es cocina, y hoy y luego completamente inútil, haremos una magnífica antesala con estufa, llena de objetos raros y trofeos; no desconfío de poder colgar en sus paredes algún Murillo, o Rivera, o siquiera algún Jordan procedente de los conventos derribados, y de esos que sólo el ojo del inteligente descubre, tras una nube de polvo, en los rincones de una prendería, y el restaurador limpia y deja como nuevos. Este comercio artístico acaso nos permita establecer más tarde un gran almacén de antigüedades; pera esa sorpresa te la reservo para su debido tiempo. Hoy sólo te debo decir: Viviremos con esplendidez; seremos ricos. Ahora te concedo dos minutos para que reflexiones si debes o no exponer tu capital.

Leopoldo se levantó, y yo, haciendo lo mismo, le dije enteramente seducido con su verbosidad:

—Estoy dispuesto a seguirte donde quieras.

Media hora después entrábamos en un salón, donde las gentes se agrupaban alrededor de una mesa forrada de bayeta verde; nos aproximamos a ella, sin que nadie notara nuestra llegada, y me deslumbró el montón de oro y plata que brillaba entre las cartas: un caballero con sortijas de brillantes en las manos repartía dinero a todo el mundo, y otro tendía nuevas cartas en la mesa.

—Ya tengo la suerte —dijo Leopoldo colocando los seis duros junto a un as de oros.

Temblé al ver alejarse el dinero de su mano; pero Céspedes me tranquilizó diciéndome:

—Nunca he perdido un as de oros, ni dejado de jugarlo; podría esperar; pero ¿a qué hemos de perder esta ocasión? Es carta segura.

Un momento después vi que recogían el dinero.

—¡Estamos arruinados! —exclamó Leopoldo con verdadero desconsuelo.

La sorpresa paralizó mi lengua, y no encontraba palabra que decirle.

—Salgamos y hablaremos —dijo Céspedes cogiéndome del brazo.

Caminamos algún trecho en silencio, y después prorrumpió mi amigo, con voz doliente, en estas frases:

—Parece un sueño, pero es la realidad. Aquel dinero pasó como una ráfaga; debí contar con que la suerte me persigue hace algún tiempo, y no debo esperar nada de la suerte. Pero voy a tranquilizarte. No sólo no se ha perdido todo, sino que acaso hemos perdido un poco de tiempo nada más. No estamos arruinados; nos queda aún tu maleta, que, dejada en prenda en parte muy segura, nos proporcionará la cantidad que hemos perdido, con la cual volveremos a jugar.

Me desprendí de sus brazos, asustado al oír aquella proposición; pero Leopoldo, sin dejarme hablar, repuso:

—Sosiégate y escucha, y ante todo, indícame si tienes alguna otra manera de procurarnos el dinero que hace falta. Tu silencio me demuestra que no existe ese medio, y la necesidad del dinero es evidente. Ahora bien: ¿deseas recobrar los seis duros perdidos? Pues no hay otro recurso que ganarlos, y he encontrado el medio: los cálculos fracasan a menudo en las evoluciones de la suerte; pero hay un axioma en el juego, que olvidé, y a eso debemos el fracaso: siempre gana aquel que juega por primera vez; y estando tú en ese caso, hemos desperdiciado la fortuna: tú elegirás la carta, y no haré otra cosa que cobrar.

Me excusé con mi ignorancia; pero Céspedes no quiso escucharme: volvimos a mi casa, y bajamos entre los dos la maleta hasta el portal.

—Querido Enrique —dijo allí—, yo soy conocido y llevo sombrero de copa; a ti nadie te conoce todavía, y llevas aún puesto tu traje de camino: quiero que tú mismo decidas quién ha de cargar con la maleta.

Aunque me avergonzaba de hacer, por vez primera en mi vida, aquel oficio, no encontré medio de excusarme, y salimos juntos a la calle, Céspedes delante y yo detrás; él sin peso alguno, y yo con mi equipaje sobre el hombro.

Cuando volvimos a la casa de juego, sólo llevábamos cinco duros, producto del empeño: acababan de echar en la mesa otro as de oros, y experimenté, naturalmente, hacia aquella carta verdadera repulsión.

—Me gusta la contraria —dije a Céspedes.

Éste acercó nuestro capital hacia una sota, mientras decían a mi lado.

—El juego es el as: se dan menores.

La mano de Leopoldo varió de dirección precipitadamente y colocó el dinero junto al as.

—He dicho la contraria —le advertí con sobresalto.

—Amigo Enrique, disculpo tu ignorancia: ¿no has oído decir que el juego es el as? ¿Es natural que perdamos el as de oros dos veces? Al hacer esta variación, salvo nuestro capital. Respondo con mi cabeza de esa carta.

Mientras duró la indecisión, experimenté una gran angustia; con el cuello prolongado y los pies de puntillas, quería estirarme hasta dar con la baraja. Por fin, salió la carta que yo había indicado. Leopoldo dio una palmada en la espalda del que tenía delante, el cual ganaba, y con la satisfacción no advirtió el espaldarazo. Salimos anonadados de la casa.

—¡Mátame! —dijo—, te autorizo para que me asesines a traición: te pertenece mi cabeza: vámonos a un sitio solitario; quiero que me ahorques de un árbol y que te sacies en mí montando sobre mis hombros y columpiándote en mi cuerpo, mientras el nudo me oprime la garganta y muero sin confesión. Vamos al campo.

—No te guardo rencor alguno —dije con tristeza—; además, en la mísera posición a que hemos quedado reducidos, ¿qué será de mí sin tu dirección y tus consejos? No conozco a Madrid sino en los libros; ignoro hasta sus calles; carezco de recursos...

—Basta, basta... —contestó Leopoldo Céspedes—. Tengo deberes que cumplir, y viviré: eres huérfano, y me corresponden las veces de padre...

Aquella palabra me afligió: hacía cuarenta y ocho horas que había perdido el mío, y ya podía apreciar con exactitud la gran diferencia que había entre los dos. Leopoldo continuó diciendo:

—En rigor, la carta debió salir; pero hemos sido robados.

—Entonces ¿por qué no avisamos a la justicia? —repuse con cierta esperanza.

—Decimos los jugadores que nos roban —añadió Céspedes— cuando no salen las cartas que jugamos. Pero no hablemos ya de eso. Te he arruinado y debo indemnizarte; desde luego te pertenece cuanto poseo.

Hice un rápido inventario de los objetos de mi amigo, y me encontré que aquella donación sólo representaba una lata vacía y un colchón.

—Y ¿no podríamos empeñar el colchón para comer? —dije viendo que llegaría la hora de sentir el apetito.

—Desgraciadamente, no es posible —contestó mi amigo—; nuestro colchón está relleno de cortaduras de papel.

Habíamos llegado a la última miseria.

—Hazme una justicia, querido Enrique; si hubiéramos obrado tal como discurrí al formar mi plan, el pensamiento se hubiera realizado: esto prueba que imagino bien y ejecuto mal, por lo que en adelante me limitaré a formar los planes, que tú ejecutarás al pie de la letra, sin variación alguna.

Así se lo prometí, y pasamos todo el día haciendo cálculos, buscando personas conocidas, y dieron las doce de la noche sin haber conseguido socorros.

—No puedo más —dije extenuado de hambre y de cansancio.

—Ni yo tampoco —repuso mi protector con voz desfallecida.

—¿Qué haremos? —pregunté.

—Sólo hay dos medios, ambos prohibidos: el robo y la limosna. El primero lo rechazan mis principios; luego tenemos que optar por el segundo. Precisamente se acercan dos señoras, y las mujeres son generalmente compasivas: pide limosna con voz lastimera, aunque para infundir lástima, basta que pidas con la tuya.

Quise excusarme, recordándole que por la mañana yo había llevado la maleta; pero me cerró la boca diciéndome:

—Es lo pactado; es un solemne compromiso; yo discurro y tú ejecutas.

Quiteme el sombrero, y me acerqué a las damas, que pasaron sin hacer caso de mí. Me aproximé con timidez a otro transeúnte, y éste, mirándome fijamente, me detuvo por el brazo.

—Dese usted preso —dijo—. Está prohibido mendigar.

Protesté; pero se reunieron otros hombres, y fui conducido entre ellos por delante de Leopoldo, que se hacía el distraído.

—¿Es usted natural de Madrid? —me preguntaron en el Gobierno.

—No, señor —contesté.

—Entonces, no se le puede llevar a San Bernardino. Será usted conducido, de justicia en justicia, hasta su pueblo.


* * *


—Ésta es la historia de mi viaje a Madrid —exclamó Guevara cuando terminó su relación—. Excuso decir a usted el recibimiento que me harían en el pueblo mis parientes. Todos me cerraron las puertas al verme llegar entre civiles.

—¿Y Clotilde? —le preguntaron con interés.

—Clotilde es mi mujer: aquella señora gruesa que reparte el pan a los gañanes, y aquellos seis niños que la rodean son nuestros hijos. Fue la única que se alegró de mi llegada, y convenció a su tío el cura de que debía ser mi protector, como lo ha sido.

—¿Y no ha sabido usted de Céspedes?

—Ya lo creo, es el diputado del distrito; es el famoso Céspedes; el que ha sido ministro varias veces. Cuatro años después de lo que acabo de contar, me escribió poniendo a mi disposición los bienes que había heredado de su tío el banquero. Dos años más tarde le elegimos diputado: no sé cómo se las compone, que nunca me da nada, y, sin embargo, continúa protegiéndome.


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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