El Romance del Astrólogo

José Fernández Bremón


Cuento



El crimen se cometió en un buhardillón de la calle de Toledo en 1680; pero no constan los nombres de los reos en el catálogo de ajusticiados, que sigue a la interesante Memoria histórica de la Real Archicofradía de la Caridad y Paz, escrita por don Mariano de la Loma y Noriega, por empezar la lista el 29 de agosto de 1687. El asesinado fue un infeliz astrólogo, y el primer sentenciado con motivo de aquel crimen un tal Tiburcio, rico tabernero de la calle de Toledo, que fue ahorcado en el sitio de costumbre, es decir, en la plaza Mayor, y encubado después, porque resultó que el astrólogo había sido clérigo. El castigo del encubamiento consistía en depositar el cuerpo en un tonel y arrojarlo al Manzanares; pero los Hermanos de la Caridad y los de la Paz, cofradías distintas en aquel tiempo, tenían cuerdas prevenidas, extraían del agua el tonel, depositaban el cadáver en un ataúd y lo llevaban a enterrar a la parroquia de San Ginés si era reo de horca, o a la de San Miguel, en la plazuela de este nombre, si era reo de garrote. Los vendedores de la plazuela de San Miguel no saben acaso que despachan sus mercancías cerca de un antiguo cementerio de ajusticiados, ni las devotas que atraviesan el atrio de San Ginés sospechan que pisan las tumbas de los ahorcados en los siglos anteriores y principios de este siglo.

I

Roque el carnicero, en la taberna de Tiburcio, el mismo día en que éste había sido ajusticiado, procuraba consolar a la viuda.

—Ya le hemos rezado —le decía—. La cosa no tiene remedio, Blasa, y sólo nos resta beber a su memoria. ¿Qué le hemos de hacer? Te digo que consolaba y daba gusto verle sobre el burro con su hopa blanca y birrete azul, mirando unas veces al Señor y otras a las señoras que se asomaban para verle: nada, que tenía para todos y merecía haber ido al suplicio con chía negra y mula engualdrapada de luto como un noble. Pues ¿y el trepar por la escalera de la horca como quien sube la escalera de su casa? ¿Y cuando le pusieron la soga al cuello?...

—No mientes la soga...

—Tienes razón: no me acordaba del refrán: echa más vino y bebe tú también.

—Cree que no bebería hoy a no ser a su memoria —dijo Blasa suspirando vapores vinosos—. Y dime, ¿quedó el pobre muy feo?

—Te diré: como marido no estaba hermoso, pero en su clase de ahorcado estaba bien: no abusaba de la lengua, y los zapatos eran nuevos...

—¡Ay, pobrecito de mi alma! ¿Quién había de decirle que los estrenaría en el aire?

—Tienes razón: el calzado se ha hecho para pisar, no para volar; lástima de zapatos que se quedó con ellos el verdugo cuando sacaron del río a tu marido para ponerle el hábito de San Francisco y llevarle al asilo de don Pedro Cuenca, en la calle de los Cojos.

—¡Ay mi Tiburcio, que en esa capilla de San Lorenzo rezábamos una estación los Jueves Santos; allí saludamos una vez a ese pícaro astrólogo que ha sido la causa de su muerte!

—Sí; era un grandísimo ladrón ese tunante; un gran embustero, y tu marido hizo bien en ahogarle.

—¿Pero crees tú también que fue Tiburcio quien le mató?

—Él mismo lo confesó en el tormento.

—¿Y qué había de hacer el pobre si le echaban por la boca un caño de agua hasta que lo confesase? Tú mismo tiemblas a la idea del tormento del agua.

—Es verdad: échame más vino.

En esto golpearon a la puerta.

—¿Quién es? —dijo Blasa levantándose.

—Un parroquiano que quiere encomendar a Dios a tu marido.

Blasa abrió, porque conocía la voz del que llamaba.

Era un vejete que vestía un traje anticuado y harapiento; al verle Blasa volvió a gemir hasta que la calmaron las reflexiones de los dos amigos, conviniendo los tres en que debían beber para olvidar.

—No pensaba venir, Blasa —decía el viejo apurando un vaso, mientras el carnicero bebía en una jarra—, porque me correspondía escribir el romance de tu marido; después he sabido que no tienes la culpa; la justicia envió un extracto de la causa a la hermandad de ciegos para que hiciesen el romance; ya lo habrás leído; no tiene sintaxis; lo escribió un ganapán sin letras, y yo, bachiller graduado en Alcalá, tengo que ocuparme en cortar naipes para hacer lamparillas.

—Es una injusticia —dijo Roque, sin cesar de beber.

—Sí —exclamaba el poeta—, ese prosista del verso ha mentido como un bellaco, y no dio grandeza al asunto. Miente al calificar de vergonzoso el encubamiento de Tiburcio: no hay deshonor para un tabernero en caer dentro de una cuba; es una muerte natural de su profesión.

Roque el carnicero, que estaba ya borracho, dejó de beber, y se dio un golpe en la frente, como quien siente una claridad en su cerebro.

—Es verdad, es verdad; el astrólogo tenía razón; y yo que le llamaba embustero...

El bachiller y Blasa se miraron sorprendidos.

—Pero ¿tú conocías al astrólogo?

El bachiller tiró a Blasa de la saya para que callase; porque Roque, conteniéndose, respondió:

—¿Qué le había de conocer? Estoy borracho.

—Razón de más para beber —dijo el poeta—, hagámoslo a la memoria de Tiburcio: no le lloremos: que no hay muerte como la del ahorcado, si un poeta como yo escribe su romance: un buen romance da fama, se canta y se pregona: y se muere a la luz del sol delante de la Panadería. Eres honrado y te compadezco, Roque, porque no morirás en la horca.

—Hombre de bien era mi marido —dijo Blasa—, hasta que tuvo su tropiezo sin duda por alguna mala compañía.

—¿Qué entendéis de eso las mujeres? —exclamó Roque, el cual luchaba con la gana de hablar y la conveniencia de callarse—. ¡Las malas compañías!... Hay quien debe mucho a los amigos... Y si lo dijiste por mí, mentiste: que tu marido me ha perdido y yo me entiendo...

—¿Que te ha perdido —dijo Blasa— estando enterrado en San Ginés mientras tú bebes su vino?

—Él está en el cielo y yo contigo: mira si hay diferencia. ¿No has oído al bachiller, que sabe mucho, lo que es morir como un hombre?

—Las mujeres son ignorantes —repuso el bachiller—; otro trago.

—Bebo porque se me atragantan sus palabras. Y su marido se lleva la fama y el romance que gané con mi trabajo, sí; dicho está; que buen trabajo me costó ahogar al astrólogo entre mis manos.

—¿Qué dices? —exclamó Blasa.

—Alto ahí —replicó el bachiller haciendo otra señal a la viuda—, no consiento que te des tono con el trabajo del difunto.

—Mientes tú también —dijo cada vez más borracho el carnicero—. Yo fui quien tuvo la idea de que el astrólogo nos hiciera los horóscopos. «Los dos morirés —nos dijo— con arreglo a vuestro oficio». «Eso no es responder nada», contesté. «Harto os he dicho», replicó. «Explícate o no pagamos». Y sobre si pagas o no pagas gritó «¡Ladrones!» el maldito. Tiburcio le dio un coscorrón contra la tapia, y creyendo haberle muerto, huyó por la escalera y le prendieron. El astrólogo me agarró por una pierna, entonces le ahogué y escapé por la ventana. ¿Puede estar más claro? ¿He podido hacer más como amigo que dejar que le hiciesen mi romance y colgasen en mi puesto?

—Roque —dijo el bachiller interrumpiendo otra vez a Blasa que iba a hablar—, ¿te gustaría ser ahorcado?

—La verdad, creo que no. Además, el horóscopo, que es cierto, no lo permite.

—¿Que no?

—Soy carnicero, y nada tengo que ver con la muerte de soga.

—Pero has dejado morir a un inocente, y si después de ahorcarte te descuartizan y cuelgan tus cuartos en un camino..., ¿no es muerte parecida a la de las reses que cuelgas en tu tienda?

—Calla, calla, maldito bachiller; que has acertado, y muy de veras. El pícaro del astrólogo decía la verdad, y debimos abonarle lo que nos pedía con razón.

—¿Tienes miedo?

—No lo tengo; pero no me gusta que me partan después de muerto.

—Yo te haré los versos y te prometo que has de quedar bien; levántate si puedes y vamos a delatarte a la justicia.

—Pero ¿serán buenos los versos?

—Como si los hiciera para mí; vamos.

—Vamos; pero creo que estoy borracho y que me engañas.

—Pero hombre, ¿no está clara la predicción de que has de ser descuartizado? ¿No te hemos oído el crimen dos testigos? ¿Qué puedes esperar? Un buen romance, y lo prometo.

—Vamos —dijo Roque tambaleándose—, no te incomodes, pichón, tengo ganas de contar la victoria a todo el mundo y oír tus versos. ¡Ja, ja, ja! ¡Si estoy viendo mis piernas colgadas de un poste, como patas de carnero!... ¡Ja, ja, ja!... Vamos; ya sé que me engañas, pero no tengo miedo a nadie ni a nada... ¡Ah! Que no me sisen ningún hueso, y que tengan cuidado con los perros. ¡Ja, ja, ja!

—Pero ¿tendréis valor para delatarle —dijo Blasa al oído del bachiller— habiéndole emborrachado con mi vino?

—Ya lo creo; yo no renuncio a mi romance; lo tengo medio hecho. Es hombre muerto.

Conclusión

Era el Jueves de Lázaro, o sea el anterior al Domingo de Pasión. La calle de Toledo estaba animadísima; mozas alegres, soldados, chicos, esportilleros, frailes, estudiantes, mujeres rebozadas, caballeros y artesanos se agolpaban interrumpiendo el paso a los arrieros que atravesaban con sus recuas. Literas, carruajes y gentes ocupadas.

—Ya vienen —decía el bachiller a Blasa, que estaba a la puerta de su taberna.

—Ya vienen —repetían las gentes con gusto y los muchachos haciendo cabriolas.

—¿Qué pasa? —preguntó un curioso a la tabernera.

—Es que vuelven los que fueron a recoger los cuartos del carnicero Roque, que estaban en un camino.

—Ya, el que ahorcaron y descuartizaron ha dos meses. ¿Y los llevan a Santa Cruz para enterrarlos?

—Hoy quedan en depósito: mañana los sepultarán en el convento de Nuestra Señora de la Victoria.

Se oyó el campanilleo de los postulantes y pasó la comitiva; un mozo con sayo verde llevaba en alto el crucifijo; el mayordomo y Hermanos de la Caridad y un capellán, vestidos de negro y a caballo, lucían sus antiguos cetros de plata con las armas de don Juan II y doña María de Aragón; dos hileras de mozos con cirios verdes alumbraban al ataúd, llevado en medio de una especie de andas, mientras las campanas del asilo de San Lorenzo, San Millán, Nuestra Señora de Gracia, Concepción Francisca, San Isidro y luego Santa Cruz doblaban tristemente.

—Compren, señores, el romance del astrólogo, con sus dos famosas predicciones ya cumplidas y la valerosa muerte de Roque el carnicero.

Y cantaban rascando las vihuelas:


Ya le sacan de la cárcel,
ya le llevan a la horca
y Roque no se acobarda
que tiene el pecho de roca:
camino va del suplicio
como quien marcha a una boda,
y los valientes le envidian
y las mujeres le lloran.


—La verdad es que le hice un gran romance —dijo el bachiller a Blasa—. ¡Lástima es que el ahorcado no pueda oír mis versos!


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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