El Sabio Piquirrí

José Fernández Bremón


Cuento



(Continuación)


Y escribo continuación, porque lo va a ser este cuento, de una anécdota muy conocida; la siguiente:

Enseñaba su padre a un pollo de gorrión el arte de vivir, y le decía:

—Cuando veas que un muchacho se inclina para tomar una piedra, huye, que es para tirártela.

Y replicó el polluelo:

—Padre, ¿y si el muchacho lleva la piedra en el bolsillo?

—Anda, hijo, y vive por tu cuenta —contestó el gorrión padre—, que quien hace esa observación no necesita lecciones de vivir.

Concluyen algunos sus cuentos firmando un chascarrillo ajeno; empiezo el mío con una anécdota que no sé de quién es, pero no me la atribuyo.

I

He averiguado el nombre de aquel gorrioncillo: se llamaba Piquirrí, y fue uno de los doctores más famosos del claustro madrileño que celebra sus juntas en los tejados de la Universidad Central. Expongan otros el plan de estudios de esos pájaros, que es siempre el mismo, porque se hizo bien desde el principio y no hay necesidad de variarlo: sólo diré que el profesor explica e interroga a sus discípulos, y es preguntado por ellos a capricho; hay exámenes de fin de curso, pero empiezan por examinar los alumnos al maestro: pocos resisten a la prueba. La facultad más apreciada es la de Experiencia, por ser la más aplicable a la vida y la que más falta a los jóvenes.

II

El sabio Piquirrí acabó así su lección, haciendo cátedra del caballete de un tejado:

—Toda precaución es poca con el hombre; comparado con él, es inofensivo el gato, y el milano es un pardillo. A ver, señor Plumillas, ¿qué haría usted para precaverse de una pedrea?

—Irme a otro barrio.

—¿Y usted, pájaro Pinto, qué método seguiría para picotear los cañamones de una jaula?

—Vería si estaban cerradas las vidrieras del balcón.

—¿Nada más?

—Y si lo estaban las maderas.

—¿Nada más?

—Y si el sitio era aislado.

—¿Nada más?

—No se me ocurre: ¿y a usted, señor maestro?

—Averiguaría antes si había cañamones en la jaula.

III

—Hay hombres de piedra y de metal, que llaman estatuas los de carne —explicaba otro día el sabio a sus discípulos—: se posa un pájaro en sus manos, y no mueven los dedos; se les pica en la boca y no sacan la lengua, en la nariz y no estornudan: he almorzado muchas veces en la cabeza de un rey que está a caballo. Son los únicos hombres apreciables.

—Yo he visto estatuas de trapo —repuso un gorrioncete muy redicho.

—Sería en una huerta y tendrían un garrote levantado —replicó el profesor—; ésos se llaman espantajos: yo hice su elogio al ingresar en la Academia; ahuyentan a los ignorantes y atraen al gorrión ilustrado, indicándole que donde ellos están siempre hay comida.

—¿De modo que son el anuncio de una fonda?

—Pero no confundir, y antes de entrar hay que mirarles bien los ojos: si el espantajo parpadea, es el hortelano.

IV

El claustro gorrionesco había sido convidado a un congreso que celebraban los chorlitos, y opinaban los más graduados entre los gorriones que era perder tiempo ir a escuchar majaderías.

—Yo iré con mis discípulos —dijo Piquirrí—; conviene que los chicos aprendan de todo.

—¿Hasta las tonterías?

—Sí; para que se guarden de hacerlas sabiendo que lo son.

Los chorlitos discutían este profundo tema: «¿Por qué echan humo las chimeneas de las casas?». Sostenían los unos que era la respiración natural de los edificios; los otros que el humo era un adorno artificial como las plumas que llevan en la cabeza las señoras, y algunos sabios aseguraron que eran volcanes pequeños y prueba de la existencia del fuego central.

—¿Cuál tenía razón, maestro? —le preguntaron luego sus discípulos.

—Ninguno, los chorlitos no la tienen nunca.

—¿Nunca?

—Una sola vez oí decir al mejor de ellos una cosa sensata, y aquella misma tarde la rectificó sinceramente diciendo que se había equivocado.

V

—Hoy tenemos, señores, lección práctica —dijo Piquirrí—. Ayer encargué al joven Pardín que investigase a fin de ofrecernos un ejemplo de la crueldad de los hombres. ¿Ha encontrado algo?

—Algo muy terrible.

—Guíe el pajarillo y sígale la clase.

Se alzó en el aire la bandada, posándose poco después en la cubierta del teatro del Retiro. El espectáculo de la Exposición de Avicultura era imponente para un pájaro.

—Maestro —dijo Pardín—. ¿Puede haber nada más odioso que esa cárcel, donde cacarean, maldiciendo al hombre, en sus jaulas tantos inocentes?

—Calle el novato; ésas son aves de corral, que, a fuerza de someterse al hombre, han perdido el uso de las alas; si se les abre la prisión, volverán a pedirle su alimento; esclavas por instinto, son indignas de nuestra compasión.

Pardín bajó la cabeza avergonzado, pero después replicó descaradamente.

—Los ejemplos corresponden al maestro; muéstrenos en pájaros de nuestra condición otro más horrible.

—Síganme los alumnos.

Y deteniéndose en los árboles de una plaza, dijo así:

—¿Veis esa casa? Es un cementerio de pájaros; vi entrar esta mañana por docenas los cadáveres; iba entre ellos mi abuelo, iba Zanquis, el alto, Bemol, el músico eminente, todos colgados de una caña. Mirad en ese escaparate, mirad en ese plato una pirámide de muertos. Son ellos, la flor del gorrionato mezclado con pardillos, verderones y jilgueros. Son..., ¡ay de mí!, ¡pájaros fritos!

Resonaron pitíos de horror y se levantó la clase dispersándose azorada por el aire.

VI

Piquirrí daba paseos solitarios.

—Maestro —le dijo un alumno aventajado—. ¿No tiene usted amigos?

—Los amigos duran poco. Yo observo mucho antes de picar los granos sospechosos, por temor a las redes y a las pajas enligadas; cuando tengo dudas, antes de arrostrar el riesgo, hago que algún amigo lo arrostre. El mundo está desierto, hijo de mi alma. ¡Me he quedado sin amigos!

VII

Llegó el invierno, y amaneció un día la tierra con una cuarta de nieve. Cuando despertaron los pajarillos que no habían presenciado aquel fenómeno, acudieron alegres al sabio Piquirrí, diciéndole:

—¡Qué hermosa está la tierra!

—¡Qué limpia y bien vestida!

—¡Hasta los árboles están de fiesta!

—¿Os gusta? —exclamó el sabio.

—Nos encanta.

—Pues esta gala significa que hoy se quedarán muchos sin comer; la nieve oculta los alimentos; ésta es la ocasión de aplicar la ciencia que os hemos enseñado; el que vuelva con el buche vacío será un torpe.

¡Qué día de sorpresas para los novatos! Las chimeneas de las casas lucían gorros de algodón, y las de las fábricas coronas de merengue; ¡qué festones en el remate de las tejas!; las estatuas de bronce se habían convertido en figuras de mármol, los gallos de las veletas habían encanecido y las cruces de los campanarios parecían de marfil. Sólo negreaban en lo alto los milanos que aprovechaban cazando aquel día de fortuna. Era una fiesta, pero de hambrientos que reían de gusto y caían de hambre y frío; entre los desdichados no había un gorrión. Cuando por la tarde tocaron a recogerse, todos los antiguos alumnos volvían con el buche medio lleno, como convenía en un día de escasez, pero contentos.

—¿Estará en ayunas el maestro, que no vuelve? —dijo la más chismosa de las pájaras.

—¡Calla!, que por ahí viene volando.

—Muy despacio llega.

Todos le rodearon, porque positivamente estaba enfermo; su cuerpo, temblón, estaba hinchado.

—Señores, vengo muerto —dijo con voz doliente.

—¿Herido?

—No; he calculado mal la resistencia de mi estómago por pensar en el día de mañana; pero muero como un profesor, muero con honra, muero de un atracón en un día de hambre.

Y cayó al suelo; las nubes repitieron la nevada y cubrieron el cuerpo del sabio con una losa blanca.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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