El Sacrificio de Venus

José Fernández Bremón


Cuento



Al comenzar el siglo XVII, la calle que hoy se llama en Madrid del Ave María se llamaba calle del Barranco: aún a principios del siglo pasado existía en la de la Esperanza una imagen de Nuestra Señora de ese título, colocada por el venerable siervo de Dios fray Simón de Rojas, y que dio nombre a esa calle. Cuando aquel santo varón vino a Madrid, reinaba ya Felipe III y el lupanar que existía en el Barranco estaba convertido en la callejuela de la Rosa. Los vecinos del Barranco, en unión del virtuoso fundador de la congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María, pusieron bajo el patronato de la Virgen aquella calle, para hacerle perder su mala fama, colocando estampas del Ave María en sus puertas, e ingresando en la hermandad, en que era obligatorio a los cofrades decir Ave María setenta y dos veces diarias, y servirse de aquella salutación siempre que se encontraban. El venerable Rojas fue el autor de aquella reforma en las costumbres: todo Madrid, desde el Consejo de Castilla y el Ayuntamiento, hasta el pueblo que derribó las puertas de la Trinidad, para hacer reliquias con los hábitos del padre Rojas, el día de su muerte, le tuvieron por santo: y los vecinos del barrio del Ave María le consagraron una calle, que se llama de San Simón en honor suyo: es decir, le proclamaron santo ciento diez años antes de que Roma le declarase venerable: tuvo gran influencia el ilustre vallisoletano: su consejo pesó mucho en el ánimo de Felipe III para la expulsión de los moriscos, y en el reinado siguiente para impedir la boda de la hermana de Felipe IV con el príncipe de Gales, luego Carlos I, a quien sus vasallos cortaron la cabeza.

I

Aunque la calle del Ave María estaba ya purificada con su título, no transitaban por ella todavía carrozas elegantes, togados con garnacha, ni hidalgas servidas por un tropel de pajes al uso de la época; era calle bastante concurrida por archeros, mozos de silla, frailes mendicantes, lacayos con libreas de felpa y terciopelo, soldados viejos con la ropa acuchillada por los flamencos y los sastres, pícaros de cocina y caballeros del milagro. De vez en cuando atravesaban algunas buenas mozas, que iban a callejear envueltas en sus mantos, y dejaban ver entre el embozo o lucían en la cabeza un Agnus Dei, o cruz, o algún otro capricho con guarnición de esmeraldas y diamantes; o beatas jóvenes, que sólo apartaban la vista del rosario para fijarla en un galán; o viejas con hábitos de estameña que, desamparadas de la carne, habían ofrecido al Señor sus esqueletos.

No se veían desde la calle en las modestas casas ni los trofeos militares, cascos, petos, lanzas y arcabuces que adornaban en otros barrios los palacios de los nobles; ni los tapices de Bruselas y cuadros italianos y flamencos que pagaban a peso de oro los indianos; sino humildes colgaduras de tafetán, en las más ricas, estampas de santos o imágenes de bulto, y en las más de ellas, fraguas, bancos de carpintero, telares y patios con emparrado, en donde hilaban y cosían las vecinas. Sólo en alguna que otra casa se veían, atisbando por las celosías y enrejados, ricos espejos, escritorios, vitrinas en que brillaban la plata y el oro, y pabellones de rizadas telas florentinas.

Un grupo de gente apareció por la calle de la Magdalena, rodeando a un fraile trinitario, que avanzaba con dificultad entre los que le besaban la mano o le pedían bendiciones.

—Padre Simón —decían unos—, reparta rosarios y estampitas.

—Padre Rojas —repetían otros—, que estoy en ayunas.

—Lea, por caridad, el Evangelio a esta criatura que está enferma.

—A mí, a mí primero —repetía llorando una hermosísima mujer con el traje descompuesto y suelta la sedosa cabellera—: ¡mi pobre hijo se está ahogando!

—Sí, sí; a ella primero —dijeron todas las madres empujando al religioso hacia una casa inmediata, modesta en la fachada, pero que dejaba ver en su interior molduras de ébano y dorados. El fraile entró seguido de otro compañero, pero retrocedió al momento hacia la puerta.

—¡Ave María! No he de entrar —dijo— mientras no quemen antes ese cuadro.

—¿Cómo he de quemarlo si no es mío? —respondió la mujer con desesperación.

—He visto vuestra cara, vuestro cabello y vuestra impureza en esa pintura desvergonzada.

—¡Oh! Que mi hijo se muere...

—Dios quiere salvar a ese ángel, arrancándole de esta casa. No le mata su enfermedad, sino la desnudez de su madre en ese lienzo. Marchémonos, fray Bartolomé.

—No, no —dijo la mujer arrodillándose—, yo vivo de mis pecados, y un pintor me pagó para que le sirviese de modelo; esa Venus no me pertenece, pero yo la echo de mi casa y os la entrego; vos habéis de devolvérsela.

—Que tapen ese lienzo deshonesto —dijo el padre Simón a fray Bartolomé— y lo lleven a la Trinidad. ¿Quién es el pintor?

—Vicente Carducho.

—¡Cómo! ¿El pintor de cámara? ¿El hermano del virtuoso Bartolomé? Cubran la pintura de modo que nadie pueda verla y que la lleven al claustro bajo. Yo respondo de ella ante su autor. Y ahora entremos a pedir a Dios la salud de ese niño, si le conviene. ¡Ave María! ¡Ave María!

II

La gente esperaba en la calle con gran curiosidad, agolpada a la puerta de la casa.

—¿Creéis que sanará al niño el trinitario? —decía un zapatero a una vecina.

—No que no; ha resucitado muertos y, entre otros, dicen que a su médico.

—Sin embargo, yo que la madre, hubiera llamado a Mariana de Jesús, la mercenaria; plantó una rama seca de oliva en su huerta de la plaza de Santa Bárbara, después de bendecirla, y se hizo un árbol. Por algo la consultan las señoras de la corte.

—¿Creéis que al padre Simón no le piden consejos? Nuestro rey don Felipe III tiene en mucho su dictamen.

—Pues en los Trinitarios Descalzos de la calle de San Agustín hay un joven que no ha de valer menos con el tiempo. Lee en el pensamiento de los demás como en un libro.

—¿Cómo se llama?

—Fray Tomás de la Virgen.

—La verdad es que hay mucha gente mala, pero también hay en nuestro tiempo muchos santos.

—¡Ya se llevan el cuadro! Dicen que es prodigioso.

—Es una grandísima desvergüenza —respondió una vieja—, esa mala mujer se ha hecho retratar en carnes vivas.

—¡El niño se ha salvado! —gritó una mujer, asomándose a la ventana—. Vítor al padre Rojas.

—Vítor al santo —repetían las gentes—. ¡Vítor, vítor!

Entre tanto, en uno de los extremos de aquel tropel de gentes forcejeaban dos hombres; uno ya anciano, vestido pobremente, de rostro noble, nariz aguileña y frente despejada, oprimía la mano derecha de un arrogante joven, impidiéndole que sacase la espada.

—Dejadme, ¡vive Dios! —decía el joven—, ese cuadro que se han llevado es mío, y a cuchilladas han de devolvérmelo.

—Sólo sé que vais a desenvainar la espada contra un trinitario, y no ha de ser; he sido cautivo, y ellos me rescataron.

—Pues evitad con la otra mano que saque mi daga.

—Eso ya no podré hacer; la otra mano me la estropearon los turcos en Lepanto.

El pintor, ya sosegado, miró con curiosidad al anciano, y dijo:

—Os doy las gracias por haber contenido mi arrebato; pero no pude contenerme cuando me contaron lo que pasa. Sabed que esa Venus que me arrebatan es mi mejor pintura.

—El padre Rojas sólo aprecia el arte piadoso; sus pensamientos vuelan por encima de nosotros.

—¿También pintáis?

—Pinto con la pluma; acaso habréis oído hablar de un librejo mío intitulado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

—¿Luego sois Miguel Cervantes? Muy buenos ratos os debo.

—Pues pagádmelos, no rescatando el cuadro por la fuerza, sino por la industria. Y pronto; antes de que el padre Rojas lo destruya.

—¿Tendrá valor?

—Oíd —dijo tomando al pintor por un brazo y apartándole de aquellos sitios—, oíd lo que me dijo su reverencia, habládome un día del Quijote. El arte que no se dedica a Dios, no pasa de las esferas inferiores. He leído un capítulo del Quijote y admiro vuestro estilo; pero quemad esa obra frívola y mundana y escribid libros devotos.

III

El convento de la Trinidad estaba entonces en reparación: los muros interiores se habían desmoronado, y rota la clausura, se comunicaba el convento con las casas inmediatas. En la misma noche de los sucesos anteriores, el pintor Vicente Carducho esperaba, en compañía de otro embozado, en el patio de una casa contigua, dispuesto a traspasar el muro, aún de escasa altura, que le separaba del convento.

—¿Decís que está el cuadro en la parte de la izquierda?

—Sí: en aquel rincón. ¿Entramos? Hace un buen rato que se acabaron los maitines y la comunidad estará ya recogida.

—Quedad aquí: yo basto para descolgar el lienzo, separarlo con la daga y arrollarlo: mi calzado es muy fino y nadie ha de sentirme. Vos me guardaréis la salida.

Dicho esto, traspasó el muro, y apoyándose en la pared del claustro, marchó a tientas hacia una imagen alumbrada por una lámpara de aceite. Cerca de ella distinguía un cuadro sin colgar y vuelto del revés, que reconoció ser el suyo por lo nuevo del lienzo y la armadura. El artista se detuvo para cerciorarse de la soledad del claustro: luego sacó la daga y avanzó de puntillas hasta tocar su tesoro con la mano; entonces se persignó delante de la imagen y sus rodillas flaquearon de terror. Había oído un suspiro muy cerca, como desde una altura, y no se atrevía a alzar los ojos; cuando se determinó a levantarlos, cayó de rodillas aterrado. Un fraile, sujeto en una cruz elevada e inclinada sobre la pared, gemía y le miraba tristemente. Sólo después de un buen rato y de haberse encomendado a Dios, pudo reconocer en el fraile al padre Simón de Rojas.

—¿Qué hacéis así? —le dijo.

—Hago penitencia por ti —respondió el fraile—, para que tu mano, creada para servir a Dios, no sirva al demonio.

Aquellas palabras atrajeron al lego Bartolomé, que estuvo a punto de pedir socorro, al encontrar un hombre ante la cruz.

—Descolgadme ya —dijo el padre Simón.

El lego desató las muñecas y tobillos del prelado, cárdenas e hinchadas por el peso del cuerpo y la presión de los cordeles. El padre Simón se arrodilló con trabajo.

—Dad a este hidalgo las disciplinas —dijo descubriendo la espalda— y que me castigue con ellas: he prometido recibir cien azotes diarios hasta que queme esa figura que ha pintado.

El pintor rehusó el manojo de cordeles.

—Azotadme vos, fray Bartolomé.

—Padre, ya habéis sufrido mucho.

—Azotadme por obediencia —dijo con firmeza fray Simón.

El lego descargó los cordeles sobre la espalda acribillada del trinitario. Pero Carducho le arrancó las disciplinas.

—Padre mío —le dijo—, prometo no pintar sino cuadros piadosos, si me permitís conservar este lienzo.

—Siga mi penitencia —dijo el fraile.

—Nunca —exclamó el pintor besándole la mano—, destruid esa Venus: no puedo resistir este espectáculo.

El lego descolgó la lámpara, sacó el cuadro al patio, y aplicándole la luz, las llamas se apoderaron de la pintura. Vicente Carducho, pálido y casi lloroso, veía arder el cuadro: al resplandor de aquel incendio vio por última vez la Venus de que esperaba cierta fama.

Pareciole que se despedía sonriendo y que un coro de amorcillos volando por encima de las cruces del convento la esperaba para conducirla a las esferas donde Ganimedes sirve el néctar a los dioses, o hasta la concha donde Venus se columpia sobre el agua en el archipiélago de Grecia.


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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