El Sermón del Apocalipsis

Episodio del siglo X

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III

I

Mi infancia y estudios. — El abad y el moro madrileño. — Un milagro. — Murmuraciones de las viejas.


La primera vez que oí anunciar el fin del mundo tendría quince años: terrible fue aquel día, y creí que, en efecto, el mundo acababa para mí. Es verdad que entonces me parecía muy estrecho, porque sólo había visto el terreno que se divisaba desde la torre del monasterio, a cuyo pie se iba formando un pueblo, destruido antes de tener nombre. He visitado después ciudades famosas, que no tenían bosques tan frondosos ni campiñas tan alegres como las de aquel rinconcillo de la costa poniente de Galicia. Murió aquel pueblo en su infancia, cuando el convento reunía ya treinta monjes y el caserío había enviado a don Sancho en su última guerra dos hombres de armas y ocho peones; y no marchó a su frente el abad don Lupo, porque, habiendo engordado con la edad, ya no cabía en su loriga. Por cierto que el buen monje se consolaba de aquel contratiempo con el ejemplo del monarca, que, de puro grueso, no podía en su juventud alzar los brazos, y tenía un criado para que le rascase la cabeza; y estaban tan asustados los que vivían en su palacio, que, oyendo una vez gran ruido en la cámara real, acudieron despavoridos, y dijo a los suyos el jefe de los guardias:

—O ha estallado una rebelión, o ha estallado el rey.

Parecía yo destinado a envejecer a la sombra de los castaños, entre los cuales se paseaba en invierno la venerable cofradía, pues estaba decidido que yo vistiese el hábito de novicio. Atraíame aquella santa casa, en donde había aprendido todo lo que sabían los monjes dedicados a enseñar: el abad me había ejercitado en el latín y en el manejo de las armas; el hermano Juan Crisóstomo, consumado helenista, me había dado lecciones de griego; y hasta el jardinero Yusuf, que hablaba torpemente nuestra lengua, me había enseñado el árabe a hurtadillas para tener con quién charlar. Se puede decir que me había criado en el convento, donde todos, admirados de mi buena memoria, se disputaban la ocasión de cultivarla, no sin algún provecho de su parte, pues habiendo observado la claridad y hermosura de mi letra, así cursiva como redonda, y hasta francesa, me hacían copiar libros que pedían prestados a tierras muy lejanas; y es claro, hubieran sido copias muy infieles a no saber los idiomas en que estaban escritos. Lo mismo manejaba la pluma mejor cortada para escribir con tinta de oro en pergamino de púrpura, que la caña más gruesa para copiar los libros de coro en letras grandes y signos muy visibles.

Sólo las lecciones de Yusuf no me sirvieron para mis trabajos de copiante, pues no sabía leer el jardinero. En cambio, cuando tuve más adelante necesidad de hablar en griego, ignoraba el nombre de las cosas más útiles y triviales, y se rieron de mí en Constantinopla, no sólo por mi acento, sino por hablar un griego tan antiguo, que, al oírme, se les figuraba estar conversando con Edipo; mientras que con las rústicas lecciones de Yusuf me hice entender fácilmente de los moros. La sabiduría suele estorbar cuando se trata de entenderse con el vulgo.

Yusuf había sido cautivado por el conde de Castilla en una correría que hizo éste hasta el fuerte de Megerit, tierra excelente de madroños, cuyo árbol estimaban y cultivaban los moros, porque, prohibiéndoles su ley toda clase de bebidas espirituosas, podían, sin faltar a sus ritos, embriagarse a su sabor comiendo aquella fruta. Había salido a cazar osos, cuando oyó ruido de gente armada; púsose a escuchar, y aunque no entendía lo que hablaban, sorprendido en aquel acto, le cortaron las orejas por haber escuchado. Cuando logró escaparse, equivocó el camino de tal modo, que, en vez de hallar su país, se encontró dos meses después en un extremo de Galicia. El vino le hizo cristiano, pero siguió creyendo en el paraíso de Mahoma. Me ponderaba mucho las murallas de Megerit y su caudaloso río. Como había sido moro, y por el aspecto extraño que le daba el estar desorejado, había adquirido gran prestigio entre las gentes del país, y aunque procuró excusarse algún tiempo, tuvo por fin que asistir a los enfermos, y aún llegó a creerse él mismo un físico excelente: la verdad es que los caldeos, tan ignorantes en lo que al alma se refiere, saben mucho de los achaques del cuerpo: en Córdoba hay escuela de curar y sastres que cosen las heridas; algunos los llaman cirujanos.

No conocí a mi padre: decían que era un hábil saetero; siendo yo muy niño marchó a la guerra y no volvió; mi madre enfermó algunos años después y me dijo una tarde: «Hijo mío, vete al monasterio». Los padres no me dejaron volver a casa, y a la mañana del día siguiente oí en la iglesia un canto muy triste: dejé la celda en que había pasado la noche, y bajé al templo: los monjes rezaban un responso ante una zanja abierta bajo las losas del atrio. Estaban enterrando a mi madre. Desde entonces fue el convento mi casa solariega.

Era el monasterio una especie de castillo a medio hacer, cuyas torres de ladrillo levantaban los monjes poco a poco; por fuera parecía triste, pero el interior de la iglesia era notable, por su suelo de mosaico y sus columnas, resto de un templo de Neptuno. En los días de tormenta las olas embestían la peña como queriendo trepar al templo de su falso dios para derribar la cruz y colocar el tridente en la fachada. Cuando el mar estaba tranquilo salían a pescar algunos monjes, que eran a la vez marineros, agricultores y soldados, pero bendiciendo antes las redes, porque a veces era calma engañosa, simulada por el enemigo, y llamada en el país la calma del diablo.

Nadie ignoraba en la comarca, aunque nadie lo había presenciado, que cien años antes, una tarde apacible, estaba el mar tan sereno y tentador, que, provistos de redes, se lanzaron al mar seis monjes, alejándose y perdiendo de vista la cruz del monasterio. Era el tiempo caloroso, y el agua mansa y fresca convidaba a los regalos del baño, por lo cual, olvidando la hora del rezo, cinco de los monjes se arrojaron al agua, nadando con deleite alrededor de la barca, donde quedó el más grave cuidando de la red, en la cual sintió un gran peso: tiró de ella con fuerza, y creyendo sacar un pescado enorme, vio entre las mallas, que le servían de único vestido, una mujer hermosa que le miraba sonriendo. El monje, comprendiendo el peligro, se encomendó a san Benito, y la mujer se lanzó al agua, desapareciendo en el fondo; quiso llamar a sus compañeros, pero todos se alejaban rodeados de ninfas; y estando el mar tranquilo, sentía moverse la barca bruscamente y sin oleaje, levantada en las espaldas blanquísimas de innumerables mujeres que se colgaban a los remos, asomaban las cabezas y los pechos por el agua, vencían la embarcación y amenazaban volcarla para recibirle entre sus brazos; a veces se juntaban en un grupo, semejando una ola gigantesca y entrando en aquella forma por un lado de la barca, salían por el otro: el timón no regía y la navecilla daba vueltas como si hubiera enloquecido en aquella borrasca de mujeres. El monje tuvo una inspirción, y entonando los rezos que habían olvidado, hizo una cruz con los dos remos, y la barca por sí sola tomó la dirección del monasterio, a pesar de las innumerables manos que trataban de contenerla, y destrozando con la proa espumas que tenían apariencia de mujeres.

Toda la congregación, con el abad a la cabeza y con la cruz alzada, marchó procesionalmente hacia la orilla del mar: el mismo prior lanzó las redes benditas al agua y llamó a los monjes, que salieron envueltos en los aparejos y cubiertos de escamas. El pueblo, testigo del milagro, siguió la procesión hasta la iglesia, y colocaron en la capilla mayor dos remos en cruz como testimonio del prodigio. En cuanto a los monjes salvados, por más esfuerzo que hicieron, nunca perdieron las escamas, lo cual prueba que fueron grandes pescadores.

Las viejas del pueblo contaban más cuando murmuraban en voz baja: decían que desde entonces se suelen pescar en la bahía algunos peces con una especie de cerquillo y de cogulla, a que llaman el pez fraile. No se comen.

II

La justicia de un rico-home. — El tribunal de la abadía. — Azotes. — Otras penas. — Las tribulaciones de Yusuf.


Fuera del caserío y en la distancia a que alcanzaba la jurisdicción de la abadía iba poblándose la tierra poco a poco, con gran regocijo de don Lupo, cuya idea principal, fuera de los ejercicios piadosos, era poblar, y enviaba sus monjes a los señoríos inmediatos para catequizar nuevos colonos, porque entre los suyos era muy difícil arreglar matrimonios, por ser todos parientes. Favorecía sus designios y atraía muchos vasallos la crueldad de un rico-home vecino, tan duro en castigar, que no tenía ningún vasallo entero, habiendo perdido todos por justicia algún miembro de su cuerpo; y alguno se desnaturalizó, pasando al territorio abadengo, por ser tan mísera su suerte, que recibía una tanda de azotes con la misma regularidad con que perciben otros una renta.

En cambio, el juez que administraba justicia en la abadía se inspiraba, por orden del prelado, en aquella máxima del gran rey Recaredo, que manda a los jueces templar el rigor de las leyes con los míseros, y no abrumarlos. Siempre que podía entreteníame en asistir al tribunal donde se celebraban los juicios. Sentábase el juez en un trípode, y a su lado el escribano, con recado de escribir por si era necesario; el sayón estábase de pie, y más lejos el pregonero y el verdugo; los pleiteantes a derecha e izquierda, con testigos y parientes, y el público a la puerta.

Presentose cierto día una mujer acusando a un vejete de haber hecho caer con maleficios dos rayos en su casa, abrasando su cosecha, por lo cual pedía que se le castigase como a hechicero e incendiario. El caso era el siguiente:

El viejo había pedido limosna a la mujer, y no habiéndola obtenido, se había marchado murmurando, no sin lanzar una mirada acusadora, en la que ésta vio dos llamas azuladas, sintiendo un estremecimiento parecido al de las personas a quienes se hace mal de ojo. Varios testigos afirmaban que le oyeron decir al retirarse: «¡Así te abrase un rayo!», y haberle visto que estando a solas hablaba alto con alguien; uno aseguró haber observado que la sombra del viejo bailaba alrededor de su cuerpo. Por último, era evidente que había pasado por delante de la casa y la había mirado poco antes de la caída de los rayos.

El viejo se santiguaba a cada acusación y lloraba protestando ser inocente y buen cristiano. Acusadora y testigos protestaron asimismo que decían la verdad, comprometiéndose, en caso contrario, a sufrir la pena del delito que imputaban. La congoja del acusado era mucha, como si viese las llamas en que pretendían arrojarle.

La curiosidad era tal, que la gente amenazaba mezclarse con los testigos; a una señal del juez el verdugo hizo retroceder a la muchedumbre con su vara: estaba yo en primera fila y recibí el varazo sin quejarme por no perder el sitio.

—¿Son verdad los hechos de que te culpan? —dijo el juez severamente al acusado.

—Señor —contestó—, ¡soy inocente!

—¿Puedes jurar que mienten tus contrarios?

—¡Oh, no, porque hay algo de verdad en lo que dicen!

—Luego ¿eres hechicero? ¿Has hablado alguna vez con el diablo o héchole sacrificios? ¿Le has pedido que arroje los rayos en la casa?

El viejo juró que no. Entonces el pregonero, por orden del juez, preguntó al pueblo si alguno podía declarar algo en contra o en favor del acusado, y añadió:

—Todo el que niegue la verdad sabiéndola recibirá cien azotes y perderá la cuarta parte de sus bienes. ¿Hay alguien que haya consultado casos de adivinanza o brujería con el hombre a quien se está juzgando?

La conminación hizo su efecto. Un infeliz amedrentado declaró haberle preguntado si mejoraría de suerte, a lo cual le contestó que mejoraría.

—Pues bien —le dijo el juez—, recibirás los cien azotes que impone la ley al que se guía de adivinos.

El testigo pidió misericordia, y el juez le rebajó los azotes a cincuenta.

—¿Tiene alguien que declarar alguna cosa más? —volvió a preguntar el pregonero, mientras el verdugo preparaba las disciplinas, mirando con amor la espalda que había desnudado, después de sujetar el paciente a la argolla.

Todos callaron como muertos y hubo tal movimiento de interés en el público por presenciar la azotaina del testigo, que perdí el puesto y sólo pude oír el chasquido de los azotes y los gemidos del que los recibía.

—No veo nada, madre —decía con angustia una rapaza.

—Se queja poco; es hombre fuerte —exclamaba una mujer.

—O es flojo el verdugo —replicaba un hombre.

—¿Flojo esa fiera? —repuso una vieja con rencor—; sus brazos son martillos.

—¿Qué, abuela, no le has perdonado aún los cardenales que te hizo?

—Cuidado con la lengua, que no sufro las injurias: si recibí azotes, no fue como castigo, sino por no poder pagar los tres sueldos de multa, y el juez declaró bien alto que aquellos azotes no me perjudicaban en la honra.

A fuerza de empujones había vuelto a mi sitio anterior y vi ensangrentada ya la espalda que poco antes había visto sana y blanca. El reo protestaba de haber recibido más azotes de los justos, y el verdugo aseguraba que faltaban cuatro todavía.

—¿Ha contado alguien? —dijo el juez.

—Todos enmudecimos por temor de que alguna ley impusiera al que hablase alguna nueva pena. En vista del silencio, dispuso el juez que se diesen dos azotes más para partir la diferencia.

La atención recayó otra vez sobre el viejo, que confesó la maldición, y su costumbre de hablar alto distraídamente, pero negó la hechicería.

—¿Y el baile de tu sombra?

—Juro que no lo he visto; pero si fuera cierto, ¿qué culpa tendría de que mi sombra hiciese esas locuras?

—¿Y los rayos?

El viejo tuvo una inspiración y dijo:

—Señor juez, los rayos caen del cielo: ¿cómo puede lanzarlos el diablo?

El juez mandó a la acusadora que contestase, y ésta, anonadada, no supo responder. Los testigos no osaron auxiliarla, temiendo aventurar alguna herejía en aquella cuestión tan elevada: el mismo juez callaba receloso. Pero los acusadores no podían retroceder sin gran peligro, y uno de ellos contestó resueltamente:

—El año pasado cayó un rayo en la cruz del monasterio. ¿Lanzaría Dios o el diablo el rayo contra la cruz?

El asunto se había complicado, y todos estábamos temerosos. El juez preguntó al acusado:

—¿Persistes en negar tu culpa?

—Juro que soy inocente.

—Verdugo, sométele a la prueba del agua hirviente.

El ejecutor se acercó al hornillo donde se calentaban las marcas y los garfios, y acercó al fuego una vasija mientras el viejo juntaba las manos implorando compasión. Hubo silencio y atención extraordinarios, como si todos quisiéramos oír hervir el agua. Por fin, el verdugo presentó al acusado la vasija de latón, que estaba por debajo roja como un ascua.

—Bebe —le dijo el juez— y demuestra tu inocencia.

El viejo tomó temblando el jarro, y oímos castañetear sus dientes de terror; aproximó el agua a los labios y el vaho caliente debió quemar su rostro, pues arrojó la vasija, diciendo:

—Pues bien, confieso todo.

Hubo un momento de satisfacción: temíamos que el brujo, valiéndose de su arte, hubiese bebido el agua hirviente como quien bebe en una fuente.

El acusado se declaró brujo, y afirmó que eran suyos los rayos que cayeron en la casa.

Sólo faltaba sentenciarle; como incendiario merecía ser quemado, pero antes debía recibir los azotes ordinarios y las penas de los hechiceros. El juez fue benigno y dictó una pena inferior, no sin que murmurase en voz baja la concurrencia.

—¡Es demasiada bondad —decían unos— perdonarle la vida!

—No habrá casa ni cosecha segura de sus rayos.

En tanto el viejo había sido atado, y el verdugo preparó un puñal agudísimo; aunque todos detestábamos al brujo, sus lágrimas y sus ayes empezaron a conmovernos. La misma acusadora quiso en vano perdonarle.

El verdugo, con gran habilidad, hizo un gran arañazo con el puñal en la cara del reo; después, alzando un ángulo de la piel, le desolló de un tirón toda la frente. El viejo dio una especie de aullido y cayó desmayado; entonces el ejecutor sacó del fuego una daga encendida, y mientras estaba sin sentido, la aproximó a las pupilas del reo. El desdichado volvió en sí dando otro grito. Estaba ciego.

El juez se levantó y dijo:

—En vista del estado del reo se suspenden hasta mañana los azotes. Verdugo, cuida de no equivocarte. Son doscientos.

Aquella noche no se hablaba de otra cosa: todos convinieron en que el juez había estado muy benigno, y que si eso se sabía por el mundo, se llenaría de brujos la comarca.

Solía yo también bajar a menudo a la iglesia por si había acogidos a sagrado huyendo de la justicia. Yusuf me rogó un día que avisase al abad de que había tomado asilo y necesitaba su socorro.

—¿Qué has hecho? —le preguntó el prelado con severidad.

—Una simple sangría... y se ha muerto el enfermo.

—¿Y quién te manda sangrar?

—El hombre se moría y todo el pueblo opinaba que le sangrasen: la gente había recetado, y si no lo hubiera hecho me hubieran culpado de su muerte; dicen que soy el físico.

—Eres el verdugo. ¿Qué piden contra ti?

—Que me entreguen a los parientes del difunto para que hagan de mí lo que les parezca.

—Eso es lo que se acostumbra, y así debe hacerse. Serás entregado hoy mismo.

—¡Ah!, ¡señor abad! —dijo Yusuf juntando las manos con dolor.

—Tranquilízate —repuso don Lupo—, yo haré que los parientes no hagan de ti otra cosa que ponerte a mi disposición.

Pero a los pocos días ya estaba Yusuf en el altar.

—Ve a regar la huerta, perezoso —le dijo don Lupo al verle.

—Es que... también hoy me busca la justicia.

—¿Has muerto a otro enfermo?

—Todo lo contrario: he sanado a una mujer que se había caído y se desangraba en un camino: estábamos solos y le vendé la herida. El marido reclama contra mí por haber curado a su mujer sin testigos.

—Debes pagar la multa en que incurriste...

—Es que son diez maravedís.

—Fuerte es la cantidad, pero puedes solventar esa cuenta con algunos azotes.

—Señor, me encuentro débil.

Yusuf tuvo una idea peregrina, consiguiendo, por mediación del prelado, que, por estar en asilo, le diesen los azotes en estatua.

III

El peregrino. — Modas y costumbres. — El sermón del Apocalipsis. — Terror de los devotos. — Desembarco de normandos. — Catástrofe.


Un día hubo gran animación en el convento, la cual se trasmitió a todo el caserío y a los lugares inmediatos. Había llegado un peregrino, que se diferenciaba de los demás en que las conchas y el bordón eran complemento de un traje de gran autoridad, porque vestía el hábito de monje. Su hermosa barba negra y su estatura elevada daban majestad a su figura, y pronto cundió la voz de que era predicador y algo profeta. Había pedido al abad licencia para hablar al pueblo desde el púlpito, y se decía que vendrían a oírle algunos señores vecinos. Todas las mujeres querían confesarse con él, por lo cual aseguraba el padre Santiago que las hembras gustan de confesores andariegos, que se lleven muy lejos sus pecados, y añadía:

—¡Quiera Dios que con ese fardo pueda hacer muchas jornadas el hermano peregrino!

Llegó el día del sermón y acudieron desde muy temprano a las puertas del convento gentes forasteras e hidalgas, pero no cubiertas con mallas, sino en trajes de fiesta muy lucidos. Gustome, sobre todo, la comitiva de un señor anciano, vestido de paño muy modesto, mientras su hijo y sus criados llevaban ricas sederías y bordados: montaba, en cambio, el mejor caballo, cuyos paramentos llamaban la atención, pues cada pie del jinete descansaba en un sostén de plata pendiente de una cadena, y los borceguíes concluían por detrás en un pincho, que hacía correr al animal hiriendo sus ijares: más tarde vi otros muchos y supe que se llamaban estribos y acicates. La dama montaba de igual modo en su hacanea, cuya gualdrapa, bordada de oro, valía lo menos un castillo: llevaba en la cabeza una montera muy grande, de terciopelo, en forma de media luna, cuyos picos caían hacia abajo; manto bordado y corto, embozado sobre el hombro; falda abierta por un lado sobre otra rica túnica. Los criados llevaban caperuzas bajas que les ceñían la cabeza, y trajes de seda que parecían hechos de una pieza, sujetos en el talle por un cíngulo, y que, formando ancha bolsa por los muslos, iban estrechando luego hasta ajustar en los tobillos. Todo me pareció espléndido entonces, porque no había visto traje más vistoso que el del verdugo, cuya túnica verde, calzón amarillo y cinturón rojo causaba mi admiración. No recuerdo el nombre del señor, pero nunca olvidaré a su hija doña Flavia.

Cuando el orador subió al púlpito, la iglesia estaba llena. Cuéntase que en la antigüedad había hombres de tal ligereza al escribir, valiéndose de signos, que seguían con el escrito la palabra: mucho siento no haber poseído aquel arte para trasladar aquí el discurso, que empezó el predicador en acento extranjero, aunque muy claro, y que dijeron ser acento castellano. Mi feliz memoria me permite sólo recordar algunos rasgos en conjunto, por estar basado el sermón en el Apocalipsis de san Juan.

—Los que fabricáis palacios y ciudades —decía— no hacéis sino hacinar leña para la hoguera que ha de consumiros; los que engendráis hijos, sabed que ya se aguza el hierro que ha de exterminarlos; y grandes y pequeños sacerdotes y seglares, alzad la vista al cielo, que va a empezar la agonía de la tierra.

»El tiempo está cerca, dijo san Juan refiriéndose a la destrucción del mundo, y yo debo añadiros hoy, consultando aquel terrible libro: el tiempo va a cumplirse, pronto se romperá el sello misterioso que guarda en el abismo al león encadenado.

»Y oirán muertos y vivos galopar el pálido caballo de la muerte, y verán la luna ensangrentada y el sol negro como un saco de cilicio, y las estrellas cayendo como el fruto del árbol movido por el viento, y el cielo recogiéndose como un libro que se arrolla.

El auditorio, espantado con las sublimes imágenes del profeta, cayó de rodillas golpeándose los pechos; pero la emoción iba en aumento, a medida que describía la aparición de los siete ángeles y las plagas que debían caer sobre los hombres al estruendo de las formidables trompetas, lluvias de fuego sobre la tierra, olas de sangre sobre el mar, el oscurecerse de los astros; los alados y monstruosos escuadrones del ángel exterminador, y los jinetes de loriga de fuego, montados en caballos con cabezas de león y crines de serpiente, que echarán humo y llamas por la boca.

Frailes, mujeres, niños y ancianos postraban la cabeza sobre las losas, exclamando con voz que partía el corazón:

—¡Señor! ¡Misericordia!

El peregrino se arrodilló también; sus ojos brillaban, su rostro era imponente, y repetía con la multitud:

—¡Misericordia para todos!

—No os lo digo yo —exclamaba el peregrino con voz atronadora—, sino el discípulo amado de Jesús, aquel de quien dijo desde la cruz a su Santísima Madre: «Mujer, he ahí tu hijo». En su libro se lee: que cuando fueren pasados los mil años, saldrá Satanás de sus prisiones y todos serán juzgados. Treinta y tres años faltan nada más, porque en los cielos no se cuenta por la Era del César sino por la de Jesucristo.

»Y todos presenciaremos el espectáculo de la destrucción universal. Y veremos sobre su caballo blanco el Espíritu Fiel y Veraz, cuyos ojos despiden llamas, lleva sobre sus cabezas muchas coronas y viste ropas teñidas en sangre. Y oiremos al ángel convocar a todas las aves para comer carne de reyes, de tribunos, de poderosos, de libres y esclavos, grandes y pequeños. Los cuerpos temblarán de espanto y las almas sentirán el peso de sus culpas; las madres olvidarán a sus hijos para pensar sólo en sí mismas, y los hombres, acobardados, treparán a las montañas como para salirse de la tierra al oír la voz que ha de gritar: «¡Fuera los perros y los hechiceros, los lascivos y los homicidas, los idólatras y los embusteros!». Y ni aun los agobiados por la edad están para morir, evitarán, pudriéndose en la tierra, aquella angustia; porque hasta el infierno entregará sus muertos, y la mar devolverá los suyos, y todos asistiréis al juicio, y ¡ay de los culpables!, ¿cuál será su castigo, cuando hasta el Infierno y la Muerte hayan sido arrojados en el fuego?

El sermón había sido interrumpido muchas veces por los tormentos y sollozos, pero cuando llegó a este pasaje, el clamoreo dominó la voz del predicador: hombres, mujeres y niños, levantándose casi a la vez, se dirigieron, atropellándose, hacia las puertas de la iglesia en horrorosa confusión y dando alaridos como si ya viniesen sobre ellos las visiones del profeta. Las puertas eran estrechas para desahogar el templo con la precipitación que deseaban los devotos, que se oprimían y dañaban, aumentando los ayes y el conflicto, cuando, para colmo de males, a la gritería de los que estábamos dentro se unió por fuera otro vocerío aún más doliente, y una exclamación desesperada:

—¡Los hombres del Norte! ¡Los normandos!

Entonces, los que habían salido pugnaron por entrar, produciéndose un remolino humano, tan rápido y violento, que muchas gentes quedaron deshechas en aquella rueda como el trigo en las piedras del molino. Parecía que empezaban a cumplirse las profecías y que se anticipaba el fin del mundo. Yo hui lleno de pavor hacia la torre; miré desde sus troneras, y lo que vi me hizo llorar.

Por las colinas inmediatas caía y circundaba ya el convento algo semejante a un rio metálico de lejos: era un ejército: brillaban al sol los yelmos y armaduras, las hojas de las espadas, los hierros de las picas y los clavos de las mazas: al crujir de las armas, los alaridos de los guerreros y el espantoso sonido de los cuernos que tocaban con furia, contestaban en la iglesia los lamentos de las mujeres y el voltear de las campanas echadas a rebato.

Como si no fueran bastante tantos horrores a la vez, un clamoreo anunció que las luces habían prendido fuego, en aquella confusión, a las colgaduras del templo. El temor de morir abrasado me hizo descender a la iglesia, y allí los resplandores del incendio, que trepaba por el altar hacia las bóvedas, iluminaban el desastre. Los guerreros, que asaltaban la puerta blandiendo sus mazas, empujaban a la multitud hacia las llamas; hombres y mujeres indefensos, horrorizados, retrocedían de la hoguera, y arrollando al invasor, salíamos con él revueltos por el atrio, pisando cuerpos y recibiendo cuchilladas. Parecía la realización de las profecías de san Juan.

Sentí un golpe junto a la sien y perdí el sentido: sólo recuerdo de aquella escena resplandores rojizos, el malestar de la sofocación, estrépito insoportable y un vacío en mi existencia, que jamás pude llenar.


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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