El Sueño del Borracho

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Pedro cayó rendido por el vino, vio que el mundo estaba más alegre que de ordinario y que le decía su amigo el tabernero:

—Despierta, que te han nombrado capitán general de todas las botellas de Madrid, y vas a pasarles revista. Ponte el uniforme.

Se puso sus zapatos de corcho, polainas de cuero, casaca verde botella y un casco plateado como el de los tapones del champaña. Desenvainó su sacacorchos, montó en un pellejo y marchó al Prado al frente de su escolta.

¡Cómo brillaban al sol los vidrios de los cascos, el estaño de los golletes y los colores de los líquidos, y con qué orgullo lucían innumerables botellas las etiquetas de sus fábricas! ¡Qué bien formadas estaban en orden de parada, que tenía su cabeza en el Hipódromo y su terminación desconocida! Los vinos generosos y añejos formaban el Estado Mayor, y marchaban en la escolta como agregados extranjeros, llamando la atención el rin, que alzaba su largo cuello con orgullo; el ginebra, envuelto en su gabán gris, que le llegaba a los talones; los vinos de Italia, vestidos a la ligera con lindas esterillas y los de Burdeos con fundas de paja puntiagudas. ¡Cuántos y qué variados uniformes en la escolta!

Era la artillería en aquel ejército el aguardiente, y lo había de todos los calibres. Los ingenieros habían llegado de Jerez, y los vinos de pasto constituían las armas generales. El vino de Pepsina y todos los que se venden en botica eran la brigada sanitaria; y la de obreras era la cerveza que así servía de refresco en el aparador como de bebida en la taberna.

El general montado en su pellejo galopaba orgulloso ante aquellas interminables hileras de botellas, relucientes las de la última quinta, las veteranas empolvadas, y que todas, al chispear heridas por el sol, parecía que le guiñaban los ojos con cariño. A su paso sonaban las charangas de vasos y de copas.

El día estaba caluroso y el general tenía sed: detuvo su pellejo, se aproximó a las filas y descorchó cuatro soldados.

—¿Qué va a hacer vuestra excelencia? —preguntó alarmado el jefe del Estado Mayor, que era un tonel de amontillado.

—Bebérmelos ahora mismo.

—Las ordenanzas lo prohíben.

—¡Yo me bebo estos soldados, y a usted y a todo el ejército si quiero!

—Eso se verá.

—¿Cómo que se verá?... ¡Ahora mismo! Un consejo verbal de botellas y que le abran a este jefe una espita en el vientre.

—¿De botellas? A mí sólo puede juzgarme un consejo de toneles.

Y apenas habló así se produjo en las tropas una confusión extraordinaria y sonaron algunos taponazos.

—¿Qué es eso? —preguntó alarmado el general.

—Que se ha sublevado el jerez espumoso y hace fuego.

—Desmonte vuestra excelencia —dijo un oficial—, que está herido ese cuero y se desangra.

—Bueno; pues moriré bebiéndome el caballo.

—¡Huya vuestra excelencia! —exclamó un ayudante que venía a escape sudando ojén—. Todo el ejército se ha pronunciado y llueven botellazos.

—¿Hay camino franco?

—Uno sólo: arrojarse al pilón de la Cibeles.

—¡Jamás!

El aire se llenó de botellas que reventaban como bombas; y sonó un formidable estrépito de vidrios como si se desmoronase un palacio de cristal, y se oyeron por todas partes estos gritos:

—¡Que pague el general los vidrios rotos!

A la idea de aquel gasto, el general se arrojó de cabeza en el pilón de la fuente.

Y al despertar, el agua le llegaba al cuello: había caído en el pilón de la Cibeles.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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