El Terror Sanitario

José Fernández Bremón


Cuento



La revolución higiénica se había hecho al grito de «¡mueran los enfermos y abajo el arte de curar!». El descubrimiento de la salutina, desinfectante tan enérgico que había expulsado de España las moscas, los ratones y los gatos; la pública certidumbre de que cada enfermedad está representada por un microbio malévolo de fácil evasión e introducción en los cuerpos, que poros tienen agujereados como cribas; el miedo a la muerte, tan natural en el hombre como su conformidad con que mueran los demás; y, por último, el grandioso pretexto de la regeneración de nuestra raza, sólo confiable a las personas sanas y a la destrucción de todo ser doliente, determinaron la explosión. Cada pueblo construyó su lazareto y se prohibieron todas las enfermedades, tolerándose únicamente las jaquecas a las damas, y a los hombres los simples constipados; y se exceptuaron de la ley la calvicie y las verrugas, por haberse establecido que correspondían, como elementos de ornamentación, a las Bellas Artes.

I

De un periódico ministerial.


Terrible lección recibió ayer en el Congreso el jefe del partido expectante demostrando la impopularidad de sus ideas; murmullos e improperios corearon su discurso, sobre todo cuando dijo: «No rechazo la higiene racional, que es la previsión cuerda y razonada de los males que se pueden evitar; el aseo de las ciudades, de las habitaciones y las gentes, pero detesto el terror con que espantáis al aprensivo; la tiranía sanitaria que ejercéis en nombre de vuestras fantasías... de vuestros errores higiénicos. Pasarán siglos y siglos sin que conozcáis la causa cierta de la transmisión de las enfermedades; si saneáis el aire, caerá el germen de las nubes, lo incubará la luz solar, entrará a traición con el alimento que ingerís, brotará de la tierra que pisáis, o nacerá de vuestros vicios. Haréis teorías que otras destruirán, persiguiendo el fantasma, y sólo conseguiréis amargar la existencia, entristecer el mundo... aterrando a los pueblos con el coco sanitario...».

No pudo concluir; la silba ahogó su voz y huyó, abandonado de los suyos, entre una fila de puños enarbolados... que cayeron más de una vez sobre su espalda.

Y alzose colérico y terrible el jefe del Gobierno: «Yo he de sanear el país cueste lo que cueste —exclamó entre aplausos que imitaban el estruendo de las antiguas tinieblas—: Si mi propio hijo enfermara, lo arrojaría de mi casa; si enflaqueciera un diputado de la mayoría, sería expulsado del partido. En las escuelas médicas se enseñará patología, porque necesitamos conocer las enfermedades para perseguirlas; nada de terapéutica, porque no hemos de curar a nadie; el médico tiene que renunciar a esa función; es un agente de policía sanitaria y nada más. No somos tiranos. El individuo es libre de enfermar y el Estado se defiende destruyendo todo foco personal. Con la salutina, que está al alcance de todos, los altos hornos, y la dictadura sanitaria el que enferma es un delincuente, un enemigo. Aislaré las casas de las casas, los individuos de las familias entre sí, por el sistema celular, y con el guante obligatorio aislaré los dedos de los dedos. Desde hoy se emplearán las rentas de los hospitales en exterminar a los enfermos».

(Ovación formidable, pero higiénica; los diputados, en vez de acercarse al presidente, hacen un ancho círculo para no contaminarlo.)

II

—Caballero —dijo un guardia deteniendo a un señor que paseaba cojeando—, la cédula de sanidad.

—La he dejado en casa.

—Ya. Pues clávese esta banderita amarilla en el sombrero y eche hacia adelante.

—¿A mi casa?

—Al lazareto.

—Estoy sano.

—Eso dicen todos. ¡Adelante!

—Considere que soy algo cojo.

—Veo que empieza usted a confesar sus podredumbres. ¡En marcha!

—Déjeme saludar a aquel amigo.

—Pero nada de darse las manos, o detengo también a ese individuo.

No hubo necesidad: el transeúnte, que había atisbado la bandera amarilla en el sombrero de su amigo, escurrió el bulto, aprovechando el paso de una sección de bomberos de la Villa.

—¿Hay fuego? —preguntó al guardia el detenido.

—Todavía no; pero lo habrá.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Vi dar la orden. Cayeron con pulmonía dos o tres lectores, y el Gobierno ha mandado a los bomberos quemar la Biblioteca Nacional. Y basta de conversación. ¡Al lazareto!

III

En los bailes públicos, en vez de tocador hay salas de desinfección para señoras y caballeros. Está prohibido bailar el agarrado. De dama a galán se miden cuatro metros de distancia, moviéndose cada cual en un columpio, danza aérea y ventiladora aprobada oficialmente. Un cordón de médicos rodea a los bailarines y vela por la salubridad de la nación.

En el café sirven con cada taza el contraveneno suficiente para precaver la posibilidad de que enferme el parroquiano.

En los cotillones elegantes, el galán ase a la dama con tenazas de acero para no inficionarse, y se disparan con raqueta trataditos de higiene y otros juguetes salutíferos.

Tan arraigada está la idea desinfectante, que nadie se levanta la tapa de los sesos sin esterilizar antes la bala.

IV

—Doctor —dice un ex cliente a su ex médico—, ¿cómo va la salud pública?

—Inmejorable. No hay en Madrid un solo enfermo: hemos quemado vivos once mil en este mes. Ayer envié diez amigos a la hoguera.

—Sufrirán mucho.

—Todo lo contrario. El horno está a la temperatura de 1.500 grados: hay una montaña rusa, y en la cima un volquete almohadillado, donde colocamos al paciente: rueda el aparato, siente el enfermo un grato cosquilleo, cae en las llamas y pasa al estado gaseoso sin sentirlo.

—Aquí, inter nos, ¿no le parce a usted que se exagera?

—Nada de eso. Cuando operábamos antiguamente, era necesaria la asepsia, para que nuestro contacto no inficionase las heridas. ¿Qué deduce usted?

—Nada agradable.

—Que el hombre más sano es venenoso.

—¡Silencio!

—Usted, yo, nuestras familias somos peores que alacranes. No bastan desinfecciones ni baño diario: el hombre más sano, para ser inofensivo, necesita estar al día cinco horas en remojo.

V

El teniente alcalde entra en la iglesia, y dice imperiosamente al sacristán:

—¿Dónde está el párroco?

—Señor, lo ignoro.

—Está bien: rehúye verme. ¿Se han cumplido mis órdenes? ¿Se ha hervido el agua bendita para inmunizarla? ¿Calla usted? ¿Todavía no han retirado esos confesonarios? ¿Y las nuevas leyes?

—Pero, señor, ¿con qué han de confesar?

—La ley es clara: sólo se permitirá en adelante confesar por el telégrafo sin hilos.

VI

Dos novios hablan a solas.

—¿Me quieres, Lilí?

—¿No te doy la mano sin desinfectarte? ¿Qué más prueba? ¿Te has lavado bien, maridito mío?

—¿Había de exponer tu vida, firmamento?

—Sólo faltan tres días para nuestra boda...

—¡Qué día aquél! De la parroquia iremos al registro; luego al laboratorio municipal; la ley manda que los novios sean esterilizados al casarse. Soy casi tu esposo, y tengo derecho a darte un ósculo en la frente.

—Jamás: mi padre lo ha visto con el microscopio, y cuenta horrores del labio humano.

—Ponte detrás de esa vidriera.

—¿Para qué? Ya estoy.

—Arrima la frente al vidrio.

—Ya la puse.

El futuro contrayente, colocándose en el lado opuesto de la vidriera, dio un beso en el cristal.

VII

Las calles, generalmente desiertas, porque los hombres huían de los hombres, se animaron un día: hubo un tumulto: la multitud apedreaba a un extranjero a los gritos de «¡Muera el ictérico! No: ¡tiene la fiebre amarilla! ¡Al lazareto!». La protección de la autoridad impidió su linchamiento. Conducido a la montaña rusa, declaró con dificultad que era extranjero; hízosele observar que estaba sometido a las leyes del país, y en vista de su conformidad, se le colocó sobre el volquete que iba a caer con rumbo para él desconocido. Al decir: «Soy súbdito chino», quedó explicada su amarillez; pero estaba dada la señal, y no se pudo impedir que rodara el aparato hacia el fuego que volatilizaba a los enfermos. ¡Que el divino Fo haya recogido sus pavesas!

Cuando le dieron el parte, dijo el jefe del Gobierno:

—¿No le habían reconocido los médicos?

—Como la administración se ha simplificado hemos suprimido toda clase de trámites.

—Está bien: la sencillez ante todo. ¿Luego no había fiebre amarilla?

—No, señor.

—¿Ni siquiera ictericia?

—Era un chino sano.

—Es sensible... para él; pero hemos conjurado el peligro amarillo por ahora.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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