El Último Mono

José Fernández Bremón


Cuento


Recuerdos de un viaje a Oriente, tomados del álbum de un tourista. Conversación con el doctor Osford.


—¿Cree usted —dije al doctor mientras tomábamos el té en su casa— que el medio en que se vive modifica el organismo?

—A la vista tenemos un ejemplo: desde que en el siglo pasado se estableció aquí el doctor que fundó esta casa, quiso hacer un experimento que se ha seguido por la tradición de la familia. Compró a un titiritero dos orangutanes amaestrados, macho y hembra, que servían a la mesa, comían como personas y hacían otras muchas habilidades; los puso en una alcoba, los sentaba a su mesa, los castigaba cuando se dejaban llevar de sus instintos, y se propuso educarlos como personas, mandando a sus descendientes que hiciesen lo propio con las crías de los monos, anotando en un registro las vicisitudes del experimento.

—¿Y se conservan esos apuntes?

—Yo he escrito sus últimas páginas, que son interesantes: es un archivo de observaciones que se disputarán algún día los archiveros principales del mundo.

—¿Y han continuado hasta hoy las generaciones de los orangutanes?

—Aún subsiste uno, y se conservan en el museo que luego enseñaré a usted las descendencias momificadas de todas las crías sucesivas. Verá usted allí las modificaciones del tipo primitivo, merced a la cultura que los monos recibieron, progresando siempre en la vida de familia que hicieron todos a fuerza de constancia.

—¿Puede darme usted algunos datos?

—A la primera pareja se le obligó a usar el trajecillo ligero que sacaba en los circos y un calzado a propósito para que las manos inferiores perdiesen poco a poco su oficio de tales, atrofiándose los dedos y convirtiéndose en pies, y este rigor en el calzado se observó con las crías inmediatas y las que vinieron después, desde su nacimiento, con la estrechez y constancia que emplean los chinos para desfigurar los pies de las niñas.

—¿Y dio resultado?

—Excelente: verá usted en las momias de la primera generación un talón rudimentario que se desarrolla en las siguientes y es perfecto en las últimas, como es perfecto el pie.

—Volvamos atrás...

—Comprendo: quiere usted que hablemos del rabo.

—No era ésa mi intención, pero hablemos.

—La extirpación de ese apéndice, hecha al nacer en todas las crías, no fue tan eficaz, pero se logró que el último de todos sólo naciera con un pequeño bulto, casi insensible, que se operó sin gran trabajo.

—¿Quiere usted manifestarme qué modificaciones se observaron en los primeros orangutanes?

—El doctor primitivo les hacía afeitar la cara diariamente, peinar la cabeza y ungir el cuerpo con sustancias propias para hacer caer el vello, sin conseguirlo apenas; pero la tercera generación nació desnuda como el hombre: la forma del cráneo, que no pudo ser modificada en los monos abuelos, sufrió grandes progresos en sus descendientes, modelándose con cuidado sus cabezas cuando estaban todavía blandas. Ya verá usted, como dije, la transformación admirable de sus tipos.

—¿Y qué variaciones se observaron en sus instintos y costumbres?

—Admirables. La primera cría se distinguió por sus instintos caseros: hacían una vida familiar, eran limpios, saltaban a la comba y jugaban a los aros: rara vez peleaban, y trepaban a los árboles con cierta dificultad. Esta dificultad fue creciendo en los siguientes, que concluyeron por perder la agilidad.

—¿Y tuvieron habilidades progresivas?

—La hembra de la tercera cría era modosa y servicial: el macho era un gran tirador de sable. El de la cuarta generación fue un admirable jinete y remero: la hembra aprendió a coser. Los siguientes se hacían entender por señas y por gestos: sin saber escribir, eran calígrafos notables: los inmediatos hacían toscos dibujos imitando árboles, montes, nubes y otros objetos naturales. El macho de la penúltima cría rompió a hablar.

—¡A hablar!

—Sí, a los tres años dijo papá y mamá, como los hombres. La mujer tarareó sin vocalizar los cantos populares, encendió lumbre y dio muestras de comprender lo que no expresaba con palabras: parecía enteramente una sordomuda.

Un grito agudo y estridente que resonó en un árbol del jardín interrumpió nuestra conversación en aquel momento.

—¡Silencio! —dijo el doctor con voz de mando.

Miré hacia el árbol y vi un muchacho subido en una rama, de ojos vivos, vista inquieta y extraordinaria agilidad, que nos miraba con estúpido temor.

—¿Será ése uno de los descendientes? —pregunté con vacilación al doctor.

—No, ése es el último vástago de la familia del sabio fundador de esta casa.

—Pero ese grito y esa agilidad son de mono.

—¡Qué quiere usted! Aquí sólo se han cuidado de educar a los monos, y la familia del sabio probablemente concluirá viviendo en medio de los bosques.

—Señor doctor, tengo verdadera ansia por ver el último descendiente de los orangutanes. ¿Quiere usted enseñármelo?

—El último mono soy yo —dijo el doctor saludando gravemente.


Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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