El Uso y la Academia

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Aquel día don Lesmes se había despertado académico de la Lengua; es decir, deseoso de lucir debajo de su barba la medalla, apto para definir en lo gramático y con ánimo de colocar en el Diccionario unos vocablos que le habían recomendado sus parientes.

Andaba al caer una vacante por estarse muriendo un académico y ser el médico de toda confianza.

La tardanza de muchos académicos en tomar posesión de su cargo le convenció de que la primera necesidad de un candidato era tener hecho el discurso. ¿Qué podía suceder? ¿No ser electo? El discurso sería aprovechable como folleto o para hacer una zarzuela.

Y tomando la pluma, se decidió a empezarlo, y escribió:

«Señores académicos: No sé cómo explicarme el honor de estar sentado en esta silla; si lo he solicitado, no es porque me creyera digno de ello, sino por tomar vuestras lecciones, oh maestros del idioma, y oír la dulce prosodia con que suenan en vuestros labios las palabras, que tejéis y destrenzáis en la oración correctamente, como figuras de una danza; y aun he de aprender cuando calláis, pues de tal modo encarno en vosotros las Gramática, que vuestros ojos, bocas, narices, gafas y bigotes me parecen signos ortográficos.

»Ahora, señores, cúmpleme enderezar un recuerdo al hombre ilustre que vengo a reemplazar.»

Aquí hubo de interrumpir su discurso para enterarse del estado del enfermo. El parte facultativo quitaba toda esperanza... al candidato; habían desaparecido la calentura y el peligro.

II

Del estudio concienzudo que hizo don Lesmes, dedujo que podía haber vacantes de tres clases: de edad, por el uso de voces tan arcaicas que se caían de viejas dentro del renglón; de gordura explosiva, o sea el empleo de frases tan huecas y retumbantes, que amenazaban con una voladura; de anemia o depuración castiza del estilo, que a fuerza de desechar dicciones por escrúpulo, apenas dejaba las necesarias para dar los buenos días.

Pero eran excepciones; la longevidad se reflejaba en los rostros académicos.

—¡Ay!, no en vano —dijo don Lesmes suspirando— se considera a la Academia de la Lengua la antesala de la inmortalidad.

III

Desde que empezó su discurso el candidato, se consideraba parte pequeña y sustancial de la Corporación; larva que tenía en embrión las alas de colores. Y ardía el neófito en deseo de combatir por la honra de la casa.

—¡Ah! —dijo, por fin—, ya tengo discurso.

Y escribió sobre el papel:

«Ahora, señores, voy a tratar un tema interesante: el Uso y la Academia. Ante todo, averigüemos quién es ese privilegiado a quien dais acatamiento y que ejerce soberanía en el hablar. Fue fundador de nuestro idioma, padre de la Gramática, y, por consiguiente, abuelo vuestro. Torpe en su infancia, gallardo en su juventud, robusto en su edad madura, ¿conviene atarlo en su revoltosa vejez para que no destruya el patrimonio? Vuestro lema explica para qué fue creada la Academia: para limpiar la lengua; luego la lengua estaba sucia; para fijarla, ¿entendéis?, y no podéis hacerlo si la dejáis huir con un danzante. Nacisteis, no para inclinaros ante el Uso, sino para impedir sus travesuras, que aun en sus buenos tiempos fueron gordas, pues si dio vida y salud a los verbos regulares, creó algunos tan miserables y lisiados, que apenas tienen tiempos y personas; si casó las palabras para que concordasen y con el régimen disciplinó las oraciones, con idiotismos y el hipérbaton proclamó la libertad de hacer locuras. ¿Sabéis en qué ocupa su ancianidad ese viejo verde? Desvalija el inglés y el francés para corromper el castellano: y ha deshonrado palabras inocentes con intenciones deshonestas. ¿Y es ése el soberano que debemos respetar? Pido su destronamiento y su cabeza. Quiero el exterminio del monstruo, y evoco, para insultarle y escupirle, a ese fantasma nacido de la putrefacción del latín y otros idiomas.»

Y don Lesmes, entusiasmado, dio un puñetazo en el pupitre que, en vez de sonar a tabla hueca, produjo un ruido metálico y vibrante, de esos que anuncian en las magias la aparición de un ser fantástico.

IV

Entró el fantasma; lucía luenga y blanquísima barba y en la frente corona de cartón; de medio cuerpo abajo vestía de corto y montaba en bicicleta que hacía girar en sus vueltas una rueda de asperón.

—¿No querías verme y confundirme? —dijo el aparecido riendo—. Soy el Uso y ésta la rueda con que pulo y desgasto vuestro idioma.

Don Lesmes se había quitado el gorro casero y hacía cortesías sin acertar a hablar; de tal modo se impone a cierta gente una corona aunque sea de cartón.

—¿Cómo está mi lavandera? —repuso el fantasma entre burlón y afectuoso.

—Señor, no sé quién es.

—Hombre, la que limpia lo que ensucio: la Academia de la Lengua.

—La Academia es una dama principal que vive en un palacio.

—Y tú eres un barbián que te timas con ella, ¿no es verdad?

—¡Uf! ¡Que me timo! ¡Barbián!

—Son términos ya corrientes y algo más españoles que el me intriga, bato el récord... ¿también tuerces el gesto? Pues desahógate soltando un par de tacos, que si de algo estoy orgulloso, es de la colección de interjecciones que os he dado.

—Nos habéis dado cosas mejores.

—¿Cuando hablaba en jeroglífico con Góngora?

—Error funesto aquél.

—¡Ingrato! Y os dejo un vocabulario poético que usáis muy a gusto: los hablistas de entonces repugnaban palabras que son ya indispensables. Tirso de Molina, que no era meticuloso y sabía más que tú, pone en boca de Gascón estos versos en Celos con celos se curan:


Miren usirías dos
cuál anda ya nuestro idioma:
todo es brilla, emula, aroma,
fatal... ¡Oh!, maldiga Dios
el primer dogmatizante
que se vistió de candor.


»Fíjate en lo arraigadas que están hoy las palabras que desechaba la crítica del siglo XVII.

—Pero en el XVIII moderasteis las locuras pasadas.

—¡Oh! Fue un período de orden... a la francesa, y deslicé más galicismos en la sintaxis que en las palabras, y eso que introduje un relief, los guardias de corps, cadetes, edecanes, petimetres, abates, retretas y... nunca acabaría.

—Ahora, perdonadme, lo hacéis peor.

—Digo con los vendedores ¡ande el movimiento! Y me entretengo en hacer los plurales a la francesa, como álbums por álbumes, y ya diréis los jardins por los jardines: preparo, con términos ingleses, un lenguaje breve para telegrafiar; por eso tomo el club, el bill, el turf, etc.: veré si puedo hacer un castellano monosilábico como el chino.

—Eso es difícil.

—No tanto; de treinta palabras en cuarteta octosílaba, verbigracia:


Yo la vi tras de San Gil
en un gran tren con don Blas;
y él la vio con más de mil
y se fue por no ver más.


»Mézclese esto con un poco de inglés y verás los resultados.

—Nunca creí que cupieran tantas palabras en estrofa tan chica.

—Porque serás ampuloso: de esos que introdujeron el cinematógrafo y el fonocromoscop, y a quienes sólo caben cinco palabras en la cuarteta citada, y dicien:


Buscando etimologías
inconsiderablemente
etimologizarías
antiacadémicamente.


—Basta de burlas, señor Uso: yo hablo con naturalidad y realismo.

—¿Eres de los que salen al campo a herborizar palabras rústicas?

—Resido en Madrid.

—Es igual: las empadronarás en la plazuela; conozco sabios que van a la compra con tintero. En fin, haré del idioma lo que quiera, ¿quién puede impedírmelo?

—La Academia de la Lengua.

—La Academia está encerrada y celebra de tapadillo sus juntas, mientras yo me biloco, ¿qué bilocarme?, me multiloco, y te recomiendo este último término, entrando a la vez en los congresos, comercios, bailes y teatros, y dando vueltas en los cilindros de las rotativas.

—Pues me rebelo contra esa revolución.

—Respétame: soy el Uso.

—No, sino Abuso.

—No huyas: has merecido una corrección y voy a dártela. ¡Espera! Será puramente gramatical.

Don Lesmes, con esta promesa, se detuvo, y el fantasma le achicó la nariz de un puñetazo.

—¡Traidor! —exclamó rugiendo el candidato—. ¿Es esto gramatical?

—¡Cómo! ¡Ignorante! ¿No conoces esta figura? Se llama contracción, y agradece que no te haya puesto la nariz tras de la oreja por metátesis.

—¿Qué más quieres hacer?

—Conjugar uno de esos verbos que llama fruecuentativos la Academia: el verbo apalear.

Don Lesmes se arrojó por el balcón.

V

No murió del golpe el pobre candidato, pero quedó malparada su sesera. En una de sus alucinaciones, vio en el salón de la Academia un sarao de palabras, en que sólo habían sido convidadas las más cultas del idioma: los artículos, conjunciones y demás gente menuda, formados en dos filas, decoraban como servidumbre la escalera principal: sólo alguno que otro pronombre, echándoselas de nombre, se deslizó entre la grave concurrencia, en que lucían sus tocados las palabras más compuestas, sus muchos auxiliares, algunos subjuntivos, y los adverbios en mente arrastraban su ropaje por el suelo: era tanta la seriedad, que hasta los ablativos y acusativos murmuraban en voz baja: sólo las voces femeninas alegraban la fiesta, mirando con picardía a los futuros, aunque fueran imperfectos.

Oyose de pronto una gritería descomunal. cayó una pared a piquetazos, y el Uso, rodeado de interjecciones y términos extranjeros y plebeyos, armados de tes mayúsculas de hierro, entró en el salón, borracho y fumando en pipa: chillaron de terror las voces más agudas; fueron arrojados ventana abajo los polisílabos más soberbios, los pretéritos pluscuamperfectos, imperativos y gerundios: ardió el Diccionario de la Lengua y quedó destruido todo régimen al grito de ¡viva la anarquía!


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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