En el Limbo

José Fernández Bremón


Cuento



I

Caí muerto en la calle, pero seguí viviendo mucho tiempo. Puedo atestiguar, porque lo he pasado, que así como hay en el feto una vida que no es vida, hay una muerte que no es muerte en el cadáver; que la naturaleza procede con sabia lentitud, así al formar como al destruir los organismos. Tenía conciencia de estar muerto, y aquel nuevo estado me parecía natural y no definitivo. Un bienestar físico había sucedido a las molestias corporales que, aun en plena salud, produce la gimnasia de la vida. Parecíame haber habitado hasta entonces en una fábrica atestada de máquinas, oficinas y operarios, y encontrarme en el mismo edificio, desalquilado y silencioso, pero tranquilo. Nunca había gozado con tal plenitud el descanso material, y sólo entonces comprendí que el vivir era un trabajo, y tal vez un castigo, y que el trabajar en vida, más bien que esfuerzo y pena, es una distracción que ayuda a olvidar el gran trabajo de vivir. Mis ideas se hicieron en parte más claras y en otro concepto más confusas: apenas me daba ya cuenta de lo que fueron las sensaciones corporales, como el hambre y los dolores de los miembros; y en cambio lo moral y espiritual se compenetraba tanto en mi sustancia, que tomaba para mí una especie de consistencia material.

Poco a poco cesé de oír y ver; me encontré aislado: ¿dónde?, no lo sé. ¿Residía aún en el cadáver? ¿Estaba en el sepulcro, o en el espacio? Sólo puedo decir que estaba conmigo mismo, reconcentrado en la contemplación de mis merecimientos y mis culpas. Se me había dejado solo para hacer mi examen de conciencia, aprisionado en el bien y el mal que había hecho al vivir.

Y cuando me quejaba entre mí, un acusador invisible respondía:

—Tú lo quisiste: sólo sobreviven al hombre sus obras: tenías a tu alcance el mal y el bien; y como al cesar la vida sólo queda al espíritu lo puramente espiritual, cada cual se fabrica su paraíso y su purgatorio.

Y cuando el remordimiento era insufrible, suavizaba aquella pena, a modo de calmante, el recuerdo de una buena acción, y aun de un simple dolor por el mal de otro; que quien toma para sí parte de la tristeza ajena es tan benemérito como quien se desprende de lo suyo para que lo disfruten los demás.

Y me preguntaba yo:

—¿Serán mis culpas eternas?

—Las culpas —me respondía la voz— tienen la extensión de su malicia. Lo hecho no tiene remedio: sufre y espera que sólo el bien es de naturaleza incorruptible.

—¿No hay manera de borrarlas?

—Borradas las tenías, al parecer, para los demás, pero no para ti: que debajo del borrón de tinta continúa escrita la palabra para aquel que la ha tachado.

II

—Cesó tu Purgatorio —dijo una voz dulce y muy conocida para mí. Era ese amigo inseparable que escucha lo que pensamos y presencia cuanto hacemos; el ángel de la guarda.

—¿Adónde voy ahora?

—Al Limbo.

—¿A mi edad?

—¿Acaso has dejado de ser niño? Esa circunstancia atenuante te ha salvado de otras penas. El fiscal pedía el castigo de todas tus culpas, y te he defendido por poeta.

—¡Ah! ¿Tienen privilegios en esta vida los que hicieron versos en la otra?

—Versos y prosa dirás: que la poesía no es sólo forma, sino esencia, y has pasado tu vida en leer a los poetas e imaginar como ellos ficciones y locuras. Esa distracción continua te ha librado de muchas malas acciones, desahogándote con algunas obras malas. Y aunque nada hubieras escrito, bastaría para calificarte de poeta tu afición al arte y el haberle dado tal importancia en tu paso por el mundo.

—¿De modo que el Limbo viene a ser lo que habíamos dado en llamar el Parnaso?

—No; hay otras muchas gentes irresponsables: los niños, los imbéciles y locos; los artistas; los que inventaron cosas inútiles; los que se perdieron por amor: es el índice muy largo.

A todo esto el ángel me conducía de la mano por un camino muy iluminado, que resultó ser la Vía Láctea.

III

No es posible imaginarse las miríadas de criaturas que jugaban en aquel paisaje encantador, trepando por los árboles, y cayendo de ellos sin hacerse daño; amontonándose unos sobre otros como la arena, sin sofocarse, y cayendo por un monte en forma de cascada para seguir corriendo como un río de niños. Otros evolucionaban en una gran llanura, enlazados por la cintura, formando eses y círculos. Y era maravilla no oírse un solo llanto, ni verse sino caritas risueñas y cabezas rubias, albinas, pelinegras o enteramente lisas. Por allí se columpiaban de las ramas; allá cabalgaban en elefantes y leones inofensivos, o blandían a manera de látigos serpientes escamosas, sirviéndose, como de juguete, de todo lo que en este mundo nos parece más terrible.

IV

Dejamos el país de los niños y nos internamos por una ancha alameda. Allí me salió al encuentro Álvaro, un antiguo amigo, que me abrazó con efusión: en aquel choque amistoso noté la ligereza de nuestros cuerpos, que sólo conservaban la forma y el color, la voz y el movimiento, con la apariencia del vestido.

—¿De qué has muerto? —me dijo.

—No lo sé: caí sin decir «¡ay!» en medio de la calle.

—¡Qué suerte tuviste!, a mí me ejecutaron con todos los tormentos del arte de curar.

—Yo asistí a tu entierro —le dije—; quedaste amarillo como un canario.

—¿Qué hizo mi mujer?

—Te hizo grandes exequias, y sólo se casó cuando pasó el año de luto.

—¿Se casó? ¿Con quién?

—Con tu amigo Pedro.

—¿De veras?

—¡Cómo! ¿No lo suponías?

—¿Yo?

—¡Pobre Álvaro!

—Ni una palabra más —dijo la sombra—: ahora comprendo por qué estoy en el Limbo.

V

—¿No conoces a aquél? —me dijo Álvaro.

—¿No es Patricio? —contesté.

—El mismo; el que pasó su vida reformándolo todo y dejándolo peor, y haciendo, con la mejor intención, daños incalculables.

Le llamamos, y dijo después de los saludos:

—Estaba pensando que el Limbo está mal arreglado. ¿No les parece a ustedes demasiado ancho, y que convendría retirar las criaturas a otra parte?

—Entonces no sería Limbo.

—Eso deseo —repuso Patricio con misterio.

—Si le dejasen a usted reformarlo, sería esto un Infierno.

VI

—¿Qué pareja es aquella que pasea por la soledad?

—Son dos novios.

—¡Si tienen el pelo blanco!

—Es que son novios desde la juventud: se amaron toda la vida, sin atreverse a constituir familia, y subieron puros al Limbo.

—¿Y esa pureza no les abrió las puertas celestiales?

—No era una pureza material; que tenía algo de avaricia y de recelos.

—¿Y por qué se alejan de las gentes?

—Para bostezar con más libertad.

—En efecto, él abre la boca... y no la cierra.

—Es que aquí los bostezos duran medio siglo.

VII

—¿No es aquél un capuchino?

—Sí; hemos llegado al país de la poesía: retírense los que no son aficionados o poetas.

—¿Luego ese fraile lo fue?

—Sí; compuso un libro místico, titulado: Arte de ganar la Gloria, haciendo trampas al demonio.

—¿Y aquél? Pero si es nuestro querido amigo el gran poeta Fernández y González. ¡Cómo! ¿Usted aquí? ¿Usted?

—Yo mismo, por intrigas de Tirso y Calderón, que se han colado arriba. Pero se fastidian: he puesto el Limbo en moda, y aquí viene ya lo mejor de la Tierra en representación e inteligencia.

—¿Luego no hay justicia ni por este mundo?

—¿Cómo que no? Sí la hay, y estoy bien recluido aquí, por haber dejado explotar mi gran fantasía a los que traficaron con ella, no escribiendo para mi fama, sino para su negocio. Pero mi fama es inmortal. Yo, en rigor, debí ser condenado, porque tenía temperamento musulmán, y España era mi harén. Pero no podía ser castigado; porque el Parnaso está donde esté yo: y aquí, inter nos, no convenía que yo entrase en el Infierno. Porque hubiera ardido el Universo, y Satanás y yo hubiéramos jugado a la pelota con los mundos.

—¿Qué dice usted?

—Nada; son suposiciones: que en el fondo, si se leen bien mis obras, soy un místico; el mayor de los creyentes: un profeta laico. Pero... adiós, que estoy citado con Cervantes.

—¿Está aquí también?

—¡Ya lo creo!, y muy honrado en mi compañía.

—¿Le habla usted del Quijote?

—Sí; le hablo y le digo: Maestro, ése es un libro: fue una idea feliz; pero calcule su merced lo que sería el Quijote si lo hubiera escrito yo.

—Y Cervantes ¿qué responde?

—¡Qué ha de responder, si no le dejo hablar! Se sienta a mi lado y le improviso versos de esta clase.

Y con su maravillosa fantasía empezó a recitar versos tan sonoros y valientes, que le escuchábamos todos con asombro.

VIII

En esto oímos un gran vocerío, producido por una legión de almas que quería penetrar en la región de los poetas.

—¿Quiénes sois? —preguntó el ángel, que tenía un ala cortada para que no volase al cielo.

—Somos críticos naturalistas.

—¡Ya, ya! ¿No habéis negado la superioridad de la invención sobre la copia, y de lo espiritual sobre lo material? Pues no podéis entrar aquí: no sois poetas.

—Ahí ha entrado don Leandro Moratín; que fue realista.

—Si se le hubiera juzgado sólo por su concepto del arte, acaso hubiéramos dudado; pero la forma artística de sus obras y su hermoso lenguaje le dan entre los poetas un lugar honroso y preferente.

—¿No está ahí Comella?

—Sí que está: rindió culto a la poesía en el límite de sus escasas facultades.

—¡Cómo!, ¿ese majadero?...

—¿Quién me insulta? —replicó don Luciano Comella, presentándose atraído por las voces—. ¡Yo majadero! Entonces, ¿qué diréis del público que me prefería a los demás autores de mi tiempo? Soy el autor de La moscovita sensible, Cristóbal Colón, María Teresa de Austria en Landaw, El buen hijo, Cristina de Suecia, Cecilia viuda, Los amantes de Teruel, El sitio de Calés, El hombre agradecido, La Judit castellana, Ino y Temisto, Doña Berenguela, Los hijos de Nadasti, y tantas otras tragedias y comedias heroicas o jocosas o bufas, con música y sin música. Yo tendría una gran fama sin la malicia de Moratín, que me insultó en La comedia nueva, o El café, denigrando a mi familia; pero no dejé impune aquella desvergüenza, pues hice su retrato de abate trapalón y bailarín en El abuelo y la nieta, comedia de música, en tres actos, título que puse para que lo entendiera el autor de La niña y el viejo; y dije de él, entre otras claridades:


Es un crítico famoso,
un escritor estupendo;
un específico tiene
o elixir para los viejos...


Una carcajada próxima interrumpió a Comella, y un anciano de ojos grandes y vivos, cara afeitada y traje pulcro recitó estos versos de Comella en El sitio de Calés:


Cuando al rigor de la lanza,
cuando de la hambre al esfuerzo
veis morir en vuestros brazo
al padre, al marido, al deudo;
que el ver que ha más de tres meses
que es vuestro único alimento
el desabrido caballo,
el can, el inmundo insecto...


—¡Moratín! —dijo Comella retirándose gran trecho, y enseñándole los puños a distancia.

Don Leandro se encogió de hombros, y disparó otra andanada de la ópera La escuela de los colosos, de Comella:


Aleve, pérfida,
harto he sufrido:
con esta máscara
te he sorprendido:
mujer adúltera,
como te coja,
de una patada,
descoyuntada
te he de dejar.


Comella desapareció.

—Y ahora, señores —añadió don Leandro dirigiéndose a los naturalistas—, diré a ustedes que nuestro realismo difiere esencialmente: yo no copié, sino que de muchos seres formé mis individuos, conservando en apariencia la forma natural.

—¿Acaso no es al mismo Comella a quien retrató usted en La comedia nueva? Compare usted los versos de éste, que recitaba usted hace un rato, tomados de El sitio de Calés, y los que atribuye usted al autor de El gran cerco de Viena:


Bien conozco que la falta
del necesario alimento
ha sido tal, que rendidos
de la hambre a los esfuerzos,
hemos comido ratones,
sapos y sucios insectos...


—Convengo, en parte; pero Comella no es un autor: es el tipo compendio de todos los mamarrachistas de aquel tiempo.

—En fin, ¿entramos o no? —replicaron los críticos.

—Que entre todo el que guste —dijo un jovial anciano de corta estatura, bigote blanco y larga perilla, sujetando al ángel por el ala íntegra—. Donde están Moratín y Comella, Bécquer y yo, puede entrar todo el mundo.

Era don José Zorrilla, que permitió, con su movimiento, la entrada al escuadrón naturalista.

IX

—Oye, Pepe —dijo Fernández y González—: no te faltes, que me estás faltando a mí: en España sólo ha habido dos poetas de verdad: yo y tú: todos los demás son comparsas nuestros: entren los que quieran a escucharnos, pero entren con respeto. Yo soy el autor de El Cid y tú el de Don Juan Tenorio.

—No me cites ese personaje, que me ha traído aquí.

—Yo hubiera incluido entre los grandes poetas de este siglo a otros varios, que tal vez nos escuchen, o han tenido la suerte o la desgracia de estar en otros sitios: por uno, sobre todo, no quiero preguntar, porque no me atrevo a saber si nos hemos separado para siempre: Espronceda —dijo un anciano, entre risueño y melancólico, de traje correcto, barba entrecana y aire muy simpático.

—¡Ya salió el defensor de Espronceda! —dijo Zorrilla dándole un abrazo—: claro es que fue un gran poeta, mejor que nosotros.

—No abdiques, Pepe, o abdica por ti solo. ¿Y usted quién es? —repuso Fernández y González, mirando de arriba abajo al recién venido.

—No soy nadie: soy un difunto, como usted. Un poeta holgazán, que tiene dos tomitos en octavo: conspiré por la libertad, y tuve que huir disfrazado de clérigo: fui miliciano y viajero, diplomático y amigo de todos. Y ustedes lo pasen bien, que me voy a jugar con los chiquillos.

—Pero ¿estás ciego —dijo Zorrilla al autor de El Cid— que no conoces al célebre y querido don Miguel de los Santos Álvarez?

—¿Usted es Santos Álvarez? —repuso Fernández y González—. Choque usted.

—No choco. Soy Miguel, o Miguel Álvarez, o Miguel de los Santos Álvarez, como usted quiera, pero no Santos Álvarez.

—Usted es una institución —repuso Fernández y González— y coloco a Espronceda entre los míos.

—¿Y el duque de Rivas?

—Pase también.

—¿Y García Gutiérrez, y Hartzenbusch, y Ayala?

—Bueno; pero cierre usted, o se cuela todo el mundo.

—¿Y puedo saber por qué estáis vosotros en el Limbo? —repuso don Miguel—. De mí lo explico, por mi afición a las criaturas...

—Estamos aquí —respondió el gran Zorrilla— porque hemos vivido en mundos ideales, soñando y evocando fantasmas y quimeras; porque hemos pasado la vida entretenidos con el juguete de la poesía, y somos irresponsables como unos niños. Vamos a ver, ¿crees que tengo la culpa de haber escrito el Don Juan Tenorio?...

X

Iban a contestarle, y se oyó por todas partes un formidable campaneo.

—¿A qué tocan? —pregunté.

—Es la hora de comer. Saquen ustedes los baberos —dijo el ángel.

—Eso lo harán los niños...

—Aquí lo hace todo el mundo.

—¿También los grandes? ¿Y qué se come aquí?

—¿Qué han de comer ustedes en el Limbo? ¡Atención!, que ya sirven la papilla.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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