Exposición de Cabezas

José Fernández Bremón


Cuento


Era un viejecillo ochentón don Caralampio; su cuerpo estaba en continua vibración; y no podíamos figurárnoslo en estado de reposo, habiéndolo visto siempre parpadeando con rapidez y como tiritando; su voz era temblona; su barba, sus quijadas y sus manos temblaban sin cesar. Estábamos en el café, cerca de la vidriera, cuando le vimos llegar con paso trémulo.

—¡Mozo! —dijimos—. La cafetera y el servicio; que ya está aquí don Caralampio.

Y este aviso sirvió para que el viejo no tuviera que esperar; tomó la taza con ansia en sus manos temblorosas, no sin que chocase un rato en el platillo, se la llevó a los labios, y soltó una carcajada.

—¿Podemos saber la causa de ese regocijo? —preguntó mi amigo Pérez.

—Es un efecto del café —respondió alegremente.

—Nosotros lo hemos tomado, y no estamos tan contentos.

—Ustedes tomarán café con leche; una golosina.

—Ninguno de los dos.

—O con azúcar.

—No, sino amargo.

—Pues entonces, lo prueban nada más; para sentir la lucidez de este elixir maravilloso, hay que entregarse a él sin condiciones; tomar cincuenta tazas diarias, por lo menos, como yo.

—¿Y no ha muerto usted de una irritación?

—Sin el café no existiría hace ya tiempo. Este agradable temblorcillo que me mantiene en constante agitación es el espíritu retozón y expansivo del café, con que sustituí el mío propio, cuando mi alma se alejó de mi cuerpo, hará diez años. Soy un cadáver que vibra a fuerza de café. Guárdenme ustedes el secreto o me enterrarán mis herederos.

Pérez y yo nos miramos sorprendidos; porque la palidez y demacración de don Caralampio hacían aquella broma verosímil.

—El café —prosiguió diciendo— no es sólo un bálsamo que me conserva incorrupto, sino el fluido vital que me anima infundiéndome la claridad mental que se llama doble vista. Por eso me reía hace un momento. Vosotros veis a los hombres tales como son en apariencia; yo como son en realidad, bajo el influjo de los hábitos contraídos en su última encarnación. Todos los que en ella fueron plantas o animales, los veo adornados de la última cabeza que tuvieron.

—Entonces las gentes que ahora pasan por la calle se le representan en formas muy extravagantes...

—Pueden ustedes juzgar preguntando lo que gusten.

—Aquella señora tan elegante que se aproxima —le dije— parece una persona regular.

—Pues tiene cabeza de hormiga y lleva un aderezo entre sus garfios, que acaba de adquirir; estoy seguro de que nunca vuelve sin carga a su granero. Esas cabezas de hormiga abundan mucho, porque necesitan ir en procesión: el hombre que sigue a la señora lleva un recibo en sus tenazas; el otro un fajo de billetes, otro una col y otro un paraguas; ninguno ha perdido su viaje.

—¿Y aquel caballero tan majestuoso que anda con tanta gravedad?

—Es un elefante con sombrero de copa.

—Supongo que a esa linda señorita que va con su papá no le pondrá usted reparos —dijo Pérez.

—Sólo veo en sus hombros una mata de perejil, que hace las veces de cabeza.

—¿Y ese poeta romántico que ahora me saluda?

—Ése fue ciprés, y debe sentir la nostalgia de las tumbas. Pero... mucho cuidado con ese pobre lloroso que se acerca a pedirnos limosna: si se la dan échensela en el sombrero, no les arranque un brazo con la boca.

—¿Pues quién ha sido?

—Un cocodrilo.

—Sí, se acerca arrastrando...

—Como que estaba acostumbrado a andar a rastras. Oigo vocerío. ¡Mozo! ¿Qué sucede?

—Un ladrón que acaban de prender —respondió el mozo—. Aquí lo traen.

Don Caralampio no pudo contener la risa al examinar al delincuente conducido entre cuatro.

—¿Y esto le hace a usted reír? —le pregunté severamente.

—Hombre, ¿no me ha de hacer reír el grupo? Son cuatro zorros que llevan presa a una gallina.

—¿Qué mira usted ahora? —pregunté al viejo.

—Una hermosa cabeza de burro que se acerca. Siento no la vean ustedes: no pueden ustedes figurarse lo bien que encaja sobre un tronco humano el busto severo de un jumento. ¡Ah! ¿Le conocen ustedes? Perdonen si he sido indiscreto: pero son tan visibles las orejas...

—Debe estar usted equivocado: ese hombre es un sabio, que en todas partes figura, brilla y aconseja...

—Ni me retracto ni deben ustedes extrañarlo. Conozco otro sabio que lleva un melón bajo las alas del sombrero: pasa por un cerebro privilegiado y en vez de sesos tiene pipas.

—¿Puede usted decirnos qué cabeza tiene ese caballero?

—No distingo bien si es de atún o de bonito.

Era un ex ministro de Marina.

—¿Y aquel otro?

—De tortuga.

Era el jefe del movimiento en un ferrocarril: No había duda, don Caralampio tenía doble vista.

—Crean ustedes que ya nada me choca —decía—, pero he tenido muchos desengaños y sorpresas. Donde ustedes ven una dama delicada, yo distingo una cabeza de serpiente que quiere fascinarme con sus ojillos claros y su lengua de lanceta. Fui a visitar a un senador, título y hombre que juzgué de sentimientos elevados, y me hallé con un cerdo grosero que gruñía por una ración de tronchos y patatas. ¿Y cuando entro en una grave academia y encuentro muchos sillones ocupados por monos, ardillas y otros animales trepadores? He hecho otras observaciones curiosas. Por ejemplo: la inclinación de los que han sido cucarachas a vestir el traje negro y de los que fueron galápagos a tirarse por un balcón o por el viaducto. Tenía un amigo perezoso y pegajoso y resultó que era un pobre caracol. En fin, no pueden ustedes figurarse lo pintoresco que es entrar en un salón de baile y ver los trajes vaporosos, fraques y uniformes, y sobre ellos, entre algunos rostros humanos, cabezas de loro, de jirafas, truchas, setas, abejorros, gansos, hipopótamos y micos.

—¿Y nosotros, don Caralampio?

—Ustedes..., ustedes son inofensivos; viven de noche y aman la sombra; sin duda en otra encarnación durmieron en racimos colgados de una viga.

—Es decir...

—Que habrán sido murciélagos. La concurrencia en las calles de Madrid cambia de noche y siempre llevo a esas horas mi revólver, porque entre los mochuelos, lechuzas y raposas que a esas horas cruzan por mi lado, pasan también lobos y hienas de ojos fosforescentes, que me miran con gula, enseñando los colmillos.

En aquel momento se oyeron gritos lejanos como de motín; las gentes corrieron espantadas y empezaron a cerrarse las tiendas y las puertas del café.

—¿Ven ustedes ese tropel que huye en primera línea dando el ejemplo de la fuga? Es una bandada de liebres, que corren siempre las primeras. ¿Ve usted detrás el grupo de los que alborotan? Todos ellos son perros de agua, mastines, falderos, alanos, dogos y podencos. Detrás irá el montón de siempre: ya distingo sus cabezas lanudas y sus cuernos retorcidos: son los borregos que siguen siempre a los que gritan, sin saber a dónde van. Pero ustedes me dispensarán si me retiro...

—Es aún temprano, don Caralampio. Espere un poco.

—Imposible. Acaba de entrar una señora en el café y le tengo miedo; ha reparado en mí; no puedo detenerme.

—¿Cuál es?

—Aquella que me mira.

—En efecto: parece que le conoce a usted.

—Pues bien; es una araña y yo soy una mosca; permítanme que vuele.

Y el viejecillo, trémulo y azorado, salió del café con toda la rapidez que le permitían sus temblores: la señora salió detrás, dándole caza.


* * *


Pocos días después los periódicos anunciaron una boda: don Caralampio se había casado a los ochenta años de edad.

La mosca había caído en las redes de la araña.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.