Fábulas en Prosa I

José Fernández Bremón


Cuentos, colección



Los dos juncos

Había brotado un junco entre las piedras de un torrente; el golpe de agua, dando en él de lleno, le obligaba a inclinarse hacia abajo, temblando siempre en el fondo de aquel movible líquido.

Díjole un junco de la orilla:

—¡Vaya una postura para un junco: no haría más la rama de un llorón! ¿No ves qué erguidos estamos aquí todos? ¡Álzate y honra a la clase con tu dignidad!

—¡Qué fácil es, compañero —dijo el junco caído—, mantenerse recto y firme donde nadie nos combate! Venga acá y sufra el peso de la cascada, y verá que harto hago con sostenerme cabeza abajo y sin dejar mis raíces en la peña.

Desde que me contaron este diálogo sencillo, antes de criticar a un hombre que se arrastra por el mundo, pregunto si ha nacido en la orilla o en medio del torrente.

Todos artistas

—Muy bien, compañero —dijo un cabestro alzando la cabeza, cuando concluyó de cantar el cuclillo—. No hay pájaro que te iguale, o no entiendo de música.

Picose del elogio el ruiseñor y cantó su mejor melodía para confundir al ignorante.

—¡Bah, Bah! —exclamó el cabestro—. ¿Quién comprende lo que cantas? Es largo y pesado: lo que canta el cuclillo es breve, claro y fácil.

—¿Y por qué nos llamas compañeros al cuclillo y a mí? —repuso indignado el ruiseñor—. ¿Cantas también?

—No, soy instrumentista.

—¿Tú, cabestro?

—Sí, también practico el arte musical. Ahora vas a verlo.

Y moviendo la cabeza el buey, tocó el cencerro.

La ostra y la lagartija

—¡Abre! ¡Abre la puerta! Que me has pillado el rabo y me lo cortas —decía una lagartija sujeta entre las conchas de una ostra.

—¿Y quién te mandó entrar en mi casa? Ahora no abro; espérate, que voy a echar un sueño.

—¿Un sueño? Suéltame, que tengo prisa, o te arrastro —exclamó la lagartija sacudiendo inútilmente a la ostra para salir de entre sus valvas.

—Estuvieras quieta y recogida en tu casa como yo, y no molestarías a nadie.

—¡Miren qué gracia! Tú tienes casa propia y te lo dan todo hecho; yo salgo a ganarme la vida. Déjame en libertad.

—¡Libertad! ¡Libertad! Yo vivo en clausura y no me quejo. ¡Ea! No abro: tengo mis horas arregladas y empiezo a dormirme.

La ostra se durmió y la pobre lagartija tuvo que estar sujeta y sufriendo sus dolores hasta que el molusco despertó tranquilamente y abrió sus conchas a la hora de costumbre.

Hay muchas personas que tienen para los demás el egoísmo de la ostra.

Los pacíficos

—¡Qué carácter tan dulce deben tener las abejas! Se pasan el día haciendo miel y todo su cuerpo debe ser de azúcar.

Esto decía un moscón viéndolas trabajar asiduamente y oliendo con deleite la miel, que trascendía a romero y a tomillo.

—Gente que trabaja suele ser pacífica —prosiguió diciendo—: ésa vuela hacia la colmena y debe estar hecha un tarro de almíbar. Yo no he almorzado todavía. ¿Por qué no he de comerme lo que lleva? Señora abeja, ¿quiere usted escuchar una palabra?

—Voy de prisa.

—Un momento nada más. ¿Se puede probar la miel que lleva usted a su colmena? Porque si me gusta haría a ustedes un encargo.

Y viendo a la abeja al alcance de su trompa, sin esperar respuesta chupó el glotón su abdomen, creyendo que iba a sorber miel. La abeja, indignada, clavó su aguijón en el atrevido y voló hacia la colmena.

—Ya estás aviado —dijo una sanguijuela muy práctica en la medicina—: esa herida es incurable.

—Yo creí —dijo revolcándose el moscón— que las abejas eran inofensivas.

—Según; déjalas trabajar y harán ricos panales: oféndelas y te clavarán su puñal. De ti ha dependido obtener miel o veneno.

Los gusanos defraudados

—¡Vaya un chasco que nos ha dado esta señora! —decían unos gusanos abandonando un sepulcro—. Todo se vuelven ropas y más ropas, y sólo deja algunos huesos que roer.

—¿Sabes lo que me recuerda? —añadió uno de ellos—. El ayuno que pasé una vez que me tuve que refugiar en una alcachofa. Tenía más hojas que un libro: ¿sabéis lo que encontré dentro? Pues un cogollito sin sustancia.

El calzado de los insectos

—¡Papá! —decía un niño de seis años—. ¿Por qué van descalzos todos los insectos?

—Hijo mío —respondió el padre gravemente—, tienen algunos muchas patas y sería un gasto enorme. ¿Sabes el calzado que necesitaría una sola escolopendra cada vez que entrase en la zapatería? Pues tendría que decir: «Maestro: sáqueme usted setenta y cuatro pares de botinas».

—No todos son así.

—En efecto: nada sería más económico que convidar a zapatos a una sanguijuela.


Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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