Heredero Universal

José Fernández Bremón


Cuento


La tierra, los tejados y los árboles estaban blancos. Había nevado toda la mañana. El horizonte, cubierto por oscuro nubarrón, aumentaba la tristeza de aquel día. Hombres, edificios y árboles, todo me parecía sepultado bajo la nieve. No se veía un pájaro en los aires, ni viviente alguno por la calle.

—Todo ha muerto —me dijo una voz lúgubre—: tú nada más existes en la tierra. Estás solo: solo para siempre. Goza de todo: eres el único dueño: el heredero universal.

Salí de casa y a nadie encontré en mi camino: Madrid estaba muerto: no se oía ruido alguno de gentes, animales, carruajes, maquinarias ni campanas de reloj.

Entré en un palacio desierto: los coches estaban abandonados e inmóviles para siempre: atravesé los salones llenos de muebles lujosos: abrí cajones, llenos de joyas y dinero: registré guardarropas abundantes como roperías y una biblioteca que hubiera hecho feliz a un sabio: ¡cómo brillaba la cristalería en los escaparates del comedor, qué columnas tan pintorescas formaban los platos apilados y qué combinaciones tan caprichosas la loza fina y los centros de mesa! Admiré en las alcobas las ricas colgaduras de los lechos y la finura de las telas. En los apagados hornillos de la cocina podía hacerse un auto de fe. La despensa era un almacén de ultramarinos y las botellas de la bodega parecían un ejército en parada.

Aquel cúmulo de riquezas no era nada. Todas las casas de Madrid y su contenido me pertenecían: mis cuadros eran las galerías del Museo: San Francisco el Grande uno de mis oratorios: el trono era uno de mis asientos y mi librería la Biblioteca Nacional, podía jugar a las aleluyas con billetes de banco y quemar en mis chimeneas muebles góticos.

Pero ¿de qué me servía tanta abundancia de todo, si sólo podía utilizar lo indispensable? ¿Para qué tantas pipas de vino y de licor, si sólo cabían en mi estómago algunos sorbos? Los museos eran míos, pero ¿qué diferencia existía entre aquella posesión y la facultad que antes tenía de ver y de admirar sus obras maestras? ¿A qué tantos palacios, si sólo podía ocupar una habitación? ¿De qué me servían tantas riquezas, si no podía utilizarlas en suscitar envidias y enemistades, único resultado positivo que obtiene quien las posee?

En la silenciosa villa, sólo se oía un rumor triste y monótono: el de los caños de las fuentes. Esos surtidores, que no suenan jamás, ahogado su rumor por el estruendo de la población viva, se oían desde lejos en aquella soledad.

Senteme junto a una fuente, delante de mis palacios, sin más compañía que la del agua, ni más síntomas de vida que el movimiento de los copos de nieve. El silencio era cada vez más abrumador.

¡Qué música tan dulce hubiera encontrado en el ladrido de un perro! Lo hubiera pagado como pagan los empresarios a Gayarre.

Hubiera llenado de oro a cualquier necio por escuchar sus majaderías.

Poseía todo lo de todos y no me servía para nada.

Y en aquella opulencia por nadie disputada, encontré envidiable la suerte del mendigo que pide limosna en medio de las gentes.

Era el último de los hombres y su heredero universal. Pero ¿qué me habían dejado? Nada, absolutamente nada. Grité para oír alguna voz, y oí un canto que me pareció entonces divino. Había despertado, y una voz aguardentosa cantaba en un patio cercano:


Pobre... chica...
la que tiene que servir.


Mi mesa de pino, mis montones de libros y mis sillas desvencijadas era lo único que me restaba de tantas riquezas. Y, sin embargo, aún me sobraban asientos y volúmenes. Me asomé al balcón: todas las casas estaban llenas de gente, que se habían repartido los bienes de mi sueño.

—¿De qué sirve la riqueza —dije entre mí—, si sólo puede el hombre disfrutar de lo estrictamente necesario?


Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.