Hombres y Animales

José Fernández Bremón


Cuento



Prólogo

La condesa Jorgina es alta, bella y majestuosa; infunde respeto su presencia, y pocos resisten su irónica mirada si les dirige sus impertinentes de oro y concha. Sus bailes son funciones reales; la política no tiene secretos para ella, y llena de hechuras suyas los altos puestos del Estado.

Como mi buhardilla domina su palacio puedo ver en él por los huecos de los cortinajes algo de sus fiestas: ya una pareja de rigodón haciendo cortesías no sé a quién; ya un caballero que baila solo con mucha gravedad, o una cola de vestido que ondea por la alfombra y no me deja ver el cuerpo de su dueña. Corta es la perspectiva que disfruto; pero hay quien ve del mundo menos todavía.

¡Qué alucinación sufrí una noche desde mi alto observatorio! Parecíame que los convidados, aunque en traje de etiqueta, no tenían cabezas de persona; que un oso daba el brazo a una pantera; que un asno conversaba con un hipopótamo y un toro, asomados al balcón, y los criados que cruzaban con bandejas lucían sobre sus blancos cuellos cabezas de chorlito.

Alzando la vista al cielo estrellado, lo maravilloso resultaba verosímil; pero la luz eléctrica a lo lejos, y al lado la vibración del viento en los cables del teléfono, no permitían, tan adelantado el siglo, pensar en brujerías. Me restregué los ojos por si se había enturbiado la visión... y me persistían las imágenes. ¿Quién puede dormir en nuestro tiempo sin desvanecer con una explicación natural lo incomprensible?

—¡Bah! —dije soltando la carcajada y cerrando la vidriera—. Eso es un baile de cabezas.

Proceso de Pedro Múerdago

(Relación formada con recortes de periódico)

Atentado en el Real

Buen susto recibieron anoche en el vestíbulo del teatro Real los que esperaban turno para tomar sus carruajes: al ir a subir al suyo la condesa Jorgina sufrió a boca de jarro un disparo de revólver que no le causó daño, por fortuna; desarmado en el acto el agresor, declaró ser conocido con el nombre de Pedro Muérdago, criado que había sido de la condesa hasta pocos días antes. La disculpa que da de su atentado permite suponer, si no es un sistema de defensa, que se trata de un loco; asegura que lo hizo por denegación de justicia, pues habiendo acudido al juzgado para entablar querella contra la condesa, a quien acusa de magia y reclama que le revierta a su estado primitivo, se rieron de él, aconsejándole que se acostara. Lo que añadió es tan absurdo y sorprendente, que merece punto y aparte.

Dijo que el nombre que usa no le pertenece, porque no tiene nombre ni está bautizado, como nacido en un cubil del Pirineo, de padres lobos y ser lobo de raza y corazón, hasta que la condesa Jorgina, habiéndole preso en una trampa, le convirtió en persona, reteniéndole en su servidumbre. En prueba de su acusación pide un reconocimiento del palacio condal, en que existe una verdadera casa de fieras destinadas a ser personas, y, sobre todo, el taller de las transformaciones, donde él mismo fue desfigurado, y encontrarán, a medio convertir, diversos animales.

El autor de tan extrañas revelaciones tiene, en efecto, ojos pequeños y luminosos y dientes que recuerdan los del lobo: es de corta estatura, cenceño, ágil y fuerte: sólo desvaría al tratar de la condesa, expresándose en todo lo demás con astucia y precaución.

El taller de las transformaciones

Medio Madrid desfiló ayer por el palacio de la condesa Jorgina, felicitándola por su serenidad varonil en el peligro; todos convenían en que había sido un caso de locura y aun recordaron la causa de El hombre lobo de Allariz, que anda impresa, el cual creía convertirse en lobo y haber hecho en ese estado muchas muertes. Pedro Muérdago, según nos dijo la condesa, se había presentado hace dos años en su posesión del Pirineo, donde pidió y obtuvo una plaza de pastor, que hubo de quitársele por las muchas reses que perdía.

—Pero, señora, eso es natural; ¿quién confía a un lobo sus ganados? —dijo el que esto escribe.

—Hice que le trasladaran a Madrid para cuidar mi colección de flores.

—Debió usted haberlo encerrado en una jaula.

—Ello es que se portó bien en su nuevo oficio, sin que se observase nada extraño sino su voracidad, que le hacía ganar apuestas comiendo carne cruda.

—Pues ya sabemos por qué perdía tantas reses.

—Su primer acceso de locura fue presentárseme reclamando su piel y forma de lobo, porque deseaba retirarse a la montaña; como ustedes supondrán, no quise exasperarle con una negativa, y le contesté que le devolvería su figura después de bien limpia, porque había empezado a apolillarse.

—Hay más, señora; está usted acusada de magia y no puede negar que es hechicera.

—Voy a enseñar a ustedes —contestó riendo— el famoso taller de las transformaciones.

En efecto, nos condujo a una habitación retirada, donde estaban restaurando tres ídolos antiguos: Anubis, hombre con cabeza de perro; la Esfinge, león con cabeza de mujer, y un Glauco de cuerpo humano, terminado en monstro acuático.

Gran risa produjo en la aristocrática concurrencia la explicación natural de las transformaciones y la interpretación, hasta cierto punto lógica, de aquellos símbolos, dada por la locura. Ésta es tan influyente, que al retirarnos vio el autor de este suelto, pálida y temblando, a una señorita que se había quedado rezagada.

—¿Qué tiene usted? —le dijo.

—Nada, una tontería; quise ver las estatuas otra vez por el ojo de la llave, y me pareció que la Esfinge parpadeaba, que Anubis sacaba a lengua y Glauco arrastraba la cola por el suelo.

Magia antigua y moderna

De un periódico satírico:


Todo progresa en nuestro siglo, hasta la magia; a las Circes que convertían en animales a los náufragos, han sucedido las damas que con su influencia convierten en hombres a los animales. La vieja hechicería, clavando un alfiler en la cabeza de una infanta, la echaba a volar en forma de paloma, y hoy nadie ignora que algunas hermosuras que admiramos en el Real han sido pájaras. Ya no hay hadas que sirvan de madrinas, pero las madrinas reparten más gracias que las hadas; éstas concedían dones y aquéllas prodigan excelencias. Al que niegue las metamorfosis le diremos que sólo ellas explican la docilidad corderil de las mayorías: ¿quién no ha recibido una coz de algún hombre influyente? Se puede asegurar que muchos de los hombres que figuran no son hombres: si dan la mano, sentimos el claveteo de las uñas taladrando la piel fina de sus guantes. ¿En qué esfera superior no aletean, mezclados con los hombres, los avestruces y las aves de rapiña? Prócer hay que entra embalsamado en el sepulcro, en vez de ir al barril en ruedas de escabeche.

Detalles de la vista

(La abundancia de éstos sólo nos permite recortar los más curiosos)


Fiscal.—¿Insiste usted en que la condesa le convirtió de lobo en persona?

Muérdago.—El señor fiscal lo sabe como yo, puesto que ha sufrido igual transformación. (Risas.)

Presidente.—Guarde respeto el acusado.

Defensor.—Suplico que se le conceda cierta libertad de expresión, para conocer el estado mental del procesado.

Fiscal.—No me opongo. ¿Asegura el acusado que el fiscal que le interroga fue lobo como él?

Muérdago.—Lobo no, zorro. (Risas generales.) Y tuve el honor de acompañarle más de una vez para asaltar un gallinero. (Las risas son tan estrepitosas, que se comunican al jurado y alguaciles.)

Presidente (riendo).—¡Orden!

Fiscal.—No basta para convencernos de que está loco el que diga desatinos.

Muérdago.—Pido que se traiga una gallina, y respondo de que el señor fiscal y yo nos arrojaremos sobre ella. (La hilaridad es tanta, que se interrumpe el juicio; un chusco cacarea, y el presidente ordena que despejen el local.)

Declaración de la condesa

Si la entrada de la condesa Jorgina causó buena impresión por su elegancia y su belleza, aún mejor fue el efecto que produjeron sus nobles palabras, disculpando al procesado y pidiendo al tribunal su absolución. Cuando aludió irónicamente a sus hechicerías, se limitó a decir con gracejo: «Ni tengo bastante virtud para hacer milagros, ni bastante edad para ser bruja».

Mientras declaraba la condesa, Muérdago permaneció silencioso, bajando la cabeza cuando aquélla, al retirarse oyendo murmullos de simpatía, le dirigió los lentes sonriendo. Pero apenas hubo salido, dijo el acusado a grandes voces:

—Todos los señores de su tertulia han sido cazados en el monte o comprados en las ferias.

—¿También las estatuas? —replicó el fiscal con ironía.

—¡Estatuas! Una de ellas era el perro de la casa hace dos meses: luego lo vi en el taller con cuerpo de persona. Dentro de poco tendrá cara de hombre, y como la señora le proteja no ha de tardar en ser ministro.

Opiniones de un cochero

Fiscal.—¿Qué opinión tiene usted de Pedro Muérdago?

Cochero.—Buena y mala, excelentísimo señor; cuando come carne cruda hay que quitársele el sombrero; pero cuando dice que canta es cosa de darle una paliza, que, o no entiendo de cante, o aquéllos son aullidos, excelentísimo señor. (Risas.)

Fiscal.—Le pregunto por su conducta.

Cochero.—No puedo abonarla después de lo del tiro, que, como dice el refrán, quien hace un incesto hace ciento, excelentísimo señor. (Grandes carcajadas.)

Presidente.—Puede retirarse el testigo.

Cochero (haciendo varias reverencias).—Beso los pies del tribunal. (Ovación.)

Un perito en magia

Presidente.—¿Su profesión?

Perito.—Maestro en ciencias ocultas, examinado en París.

Fiscal.—¿Ha solicitado usted que se le oiga en esta causa?

Perito.—Sí, señor; necesito afirmar la realidad de las ciencias mágicas negadas por el vulgo de levita, y base de este proceso.

Fiscal.—¿Es usted teórico o práctico?

Perito.—Soy todo. Curo el aojamiento de los niños: sé alzar figura, y he oído en París algunas misas negras que se rezan al revés a medianoche.

Defensor.—¿Cree usted posible la conversión de animales en hombres?

Perito.—Es un adelanto muy frecuente.

Fiscal.—¿Como le consta?

Perito.—He sorprendido algunas confesiones al humo.

Fiscal.—¿Qué confesiones son ésas?

Perito.—La devota sale al tejado en noches sin luna; se arrodilla ante una chimenea que humee; invoca al demonio; éste trepa por el alcabor, saca los cuernos por el respiradero y la confiesa. (Hilaridad. Una voz en el público: «Que aten al perito».)

La Academia y la locura

Forense primero.—Por todas las razones expresadas, consideramos monomaníaco e irresponsable al acusado.

Presidente.—Y su manía, ¿es caso aislado?

Forense segundo.—La Academia, que sólo admite voces de uso común, para que no rebose el idioma en su Diccionario, y excluye casi todo el vocabulario de la locura, dice así: «Licantropía. Manía en que el enfermo se cree lobo e imita sus aullidos».

Tumulto

Pedro Muérdago había dado ayer muestras de impaciencia, interrumpiendo a los testigos, cuando apareció el apoderado de la condesa, envuelto en un gabán de pieles. Se oyó un aullido formidable y el acusado se arrojó sobre el testigo, desgarrando el cuello del gabán a dentelladas. El público gritaba, el jurado se desbandó por los pasillos y no se calmó el tumulto hasta que Muérdago fue sujeto por los guardias. Reconocida la piel, resultó ser de cabrito; dicen que la licantropía da, a los que la padecen, el olfato de los lobos. El apoderado lamenta no haber ido a declarar con carlanca; es decir, collar de pinchos.

Conclusión

Casi todos los periódicos insertan como una circular esta noticia:


La condesa Jorgina ha dado una prueba más de su generoso corazón. Desde que Pedro Muérdago fue declarado irresponsable y recluido como loco peligroso, su salud se resintió con el encierro. La ilustre dama pidió, y obtuvo, que le permitiesen trasladarle a un monte cercado, de su propiedad, donde vive a sus anchas, en una caverna habitable, y aúlla y engorda en plena libertad; los guardas tienen el encargo de procurarle lo que pide y sólo se han excusado en una de sus pretensiones. Muérdago ha manifestado deseos de casarse y pide que le proporcionen una loba.

Epílogo

El lector habrá observado que en el fondo de mi historia algo misterioso flota en torno de la condesa Jorgina; terminaré contando, sin sacar deducciones, la última impresión que tengo de aquella gran señora.

Mis obligaciones me llevaron cerca de la magnífica quinta donde anualmente veranea, seguida de una verdadera corte de amigos y gran comitiva de criados; la noche en que pasearon ante mí estaba muy obscura y el polvo que levantaban los carruajes ocultaba hasta las luces; pasaron como envueltos en una nube y sentí en mi rostro algo parecido al vaho de muchas respiraciones o al aire cálido de las tormentas de verano, que desfilaba invisible, rápido y fantástico.

No vi nada, lo confieso; pero pareciome oír con el rastrallido de los látigos y el choque de los cascos, las voces de todos los animales de la tierra. Creí oír maullidos de gato, aullidos de lobo y ladridos y gañidos de perro; clocar de gallinas, parpar de patos, gruñir de cerdos, balar de ovejas, silbos de serpiente y gorjeos de avecillas; el croar de las ranas, el cuchichiar de la perdiz y el pipiar de las crías en los nidos, mezclado con la ronca del gamo en celo, el resoplido del caballo y el rebudiar del jabalí; voznar de cisnes, graznar de gansos, guañir de lechoncillos, gruir de grullas; el croajar del cuervo y el crotorar de la cigüeña; y un coro desafinado y formidable de piadas, mugidos, bufidos, hipidos, grillidos, berridos, bramidos, rugidos, cacareos, relinchos y rebuznos.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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