Juegos de Muchachos

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Qué haces por las noches cuando sales del trabajo? —pregunté a un aprendiz de diez años de edad. Tenía curiosidad de saber en qué se ocupan ahora los muchachos; creía que irían al Bolsín, escribirían dramas, o hablarían de política. Cuál habrá sido mi sorpresa al saber que hacen diabluras todavía.

—Esta noche voy de pesca —me dijo gravemente.

—¿Y dónde hay pesca en Madrid?

—¿No ha visto usted en el jardín de la plaza de Oriente dos estanques? En el que está enfrente de Palacio hay peces encarnados y en el otro peces blancos. Llevo un hilo, un alfiler y miga de pan untada en aceite; me siento al borde del estanque, sujeto el hilo a una piedra y miro de reojo si se mueve; ¿se mueve?, hay pesca; saco el pez, lo envuelvo en mi pañuelo, lo mojo en el estanque, y luego en todas las fuentes que hallo al paso, hasta llevarlo vivo a casa.

—¿No te riñen tus padres?

—No lo saben.

—Pues, ¿dónde escondes esos peces?

—Los echo en la tinaja.

—¿Cuántos peces tienes?

—Lo menos una libra.

—¿Y si se descubre?

—Despedirán al aguador creyendo que trae el agua del mar. O se lo confesaré a mi madre en un día de vigilia.

—¿Y el guarda?

—Cuando nos ve sentados nos registra, y si nos encontrase el anzuelo nos daría una paliza; el que había antes tenía otra costumbre: primero nos daba la paliza y después nos registraba.

—Y ¿tardan los peces en caer?

—Sí: son muy pesados: yo sé un medio de llamarles la atención: se enciende un fósforo y acuden los peces a la luz; pero tiene el inconveniente de que también acude el guarda.


* * *


—¿No bajas también al Prado?

—Sí, señor; a deshacer los corros de las niñas.

—¿Te gustan? ¡Arrapiezo!

—Cuando tienen el pelo suelto, sí, señor.

—¡Habrase visto!

—Tengo pelo de casi todas.

—¡Cómo! ¿Te han dado pelo esas niñitas?

—No lo dan: pero echo a correr tras ellas y se lo arranco. Sirve para flechas.


* * *


—Veo que te diviertes...

—Cuando me divierto de verdad es entrando en los jardines del Retiro.

—Pero eso cuesta una peseta.

—Es que nosotros entramos por la verja de la calle de Alcalá.

—Siempre he visto un guardia vigilando.

—Pero como para dar el asalto vamos dos, el uno le entretiene, mientras el otro trepa por los hierros.

—¿Qué haces para entretener al vigilante?

—Es muy sencillo: le decimos que una mujer muy guapa, de pañuelo a la cabeza, le espera en el aguaducho que hay junto a la puerta del Retiro.

—¿Y el guardia va?

—Algunos dudan y preguntan las señas de la prójima: le decimos que tiene los ojos y la cara muy bonitos... Y todos los guardias van al aguaducho.


* * *


—¿Cazas también?

—Sí, señor: antes cazaba una gallina todos los sábados por la noche.

—Cuéntame esa historia.

—Había descubierto el gallinero de una familia rica que vive en Chamberí. Me subía a un poyo y por un agujero estrecho que daba a donde dormían las gallinas, disparaba la cerbatana. Al día siguiente veían una gallina muerta, al parecer de enfermedad, y la tiraba. Y yo esperaba a la puerta el domingo por la mañana para sacar de la basura mi gallina. Después la guisaba mi maestra.

—Y ¿quedan aves en ese gallinero?

—No lo sé: los dos últimos domingos que fui a recoger las gallinas, sólo estaban las plumas en la espuerta.

—¿Se las comían los amos?

—Sí, señor: y yo cazaba para ellos.


* * *


—¿Montas a caballo?

—Monto en los caballos de un columpio, que quedan abandonados por la noche y he montado en el caballo de bronce de la plaza Mayor.

—¿Se puede trepar a él?

—Sí, señor; se sube con una cuerda; ya arriba, se agarra uno a la pierna del jinete, luego a la silla del caballo, después a la cintura del rey, y caben muchos chicos en las ancas.

—¿Y qué hacéis allí?

—Cazar murciélagos. Como están acostumbrados a que el rey no se mueva, dan vueltas alrededor y se vienen a nuestras manos creyéndolas de bronce.

—¿Y no os ve nadie?

—Elegimos las noches muy oscuras; pero una noche, salió la luna cuando estábamos arriba; desmontamos más que aprisa, y nos encontramos en el suelo sin saber por dónde habíamos bajado. Después tuve que subir otra vez porque me había dejado la gorra en la cabeza de la estatua.

—¿Qué tal caballo tiene Felipe III?

—Me parece un poco duro.


* * *


—También salimos a torear los trenes y a correr para alcanzarlos, y cruzamos por la vía delante de la máquina.

—Pero ¿no os pilla nunca?

—No, señor; el tren no coge a los muchachos.

—¿Y dices que lo alcanzáis?

—Yo he puesto un rabo al tren del Mediodía que iba a toda máquina.


* * *


—También robamos gas de los faroles.

—Pero, ¿cómo lo hacéis?

—Compramos en el Rastro una tripa de carnero, de esas que sirven para rellenarlas de manteca. Gateamos al farol para apagarlo; abrimos luego la llave y colocamos la tripa vacía hasta que se infla.

—¿Y qué hacéis con ese gas?

—Echamos la tripa al viento y sube como un globo.

—¿Y se perderá?

—Lo soltamos con una cerilla encendida, que se consume poco a poco hasta que llega al globo y lo incendia. El gas se inflama y no puede usted imaginarse qué fuegos artificiales hacemos tan hermosos.


* * *


—Vete a tu casa —le dije— que ya es tarde.

—No, señor: si nos estamos divirtiendo.

—¿Cómo os podéis divertir si aquí no hay nada?

—Estamos jugando con aquella campanilla.

Miré y sólo vi un alambre que pendía de la pared. En aquel momento pasaba un aguador y uno de los chiquillos se le acercó y le dijo con mucha seriedad:

—¿Hace usted el favor de llamar a aquella campanilla, que no alcanzo?

El aguador agarró el alambre y lo soltó precipitadamente: después lo volvió a tomar y volvió a dejarlo diciendo con asombro:

—¡Ah, condenados!, ¿qué habéis hecho?

Pero el chico a quien yo estaba preguntando y todos los demás habían desaparecido.

Examiné el alambre y vi que estaba en comunicación con el del telégrafo.

Me acerqué al asturiano y le expliqué lo que era aquello y por qué había recibido aquellas sacudidas.

Y dijo el pobre hombre:

—El demonio son los chicos. Me han metido en el cuerpo un parte telegráfico, y como non sé leer no lo he comprendido.


Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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