La guerra y el amor habían hecho conocer a Julio César todo el valor del tiempo. Cuando el heroico galán observó que la juventud caminaba muy deprisa, no encontrando otra manera de retardar la vejez, alargó el año. La reforma del calendario produjo una modificación de las edades, prolongó el plazo de las deudas y retrasó la marcha de los siglos. Murmuraron los acreedores, y se indignaron los mancebos que tenían impaciencia por ser hombres; pero las matronas romanas se adhirieron por unanimidad a la reforma, si bien no creyeron suficiente el aumento de diez días al año.
No me extraña que en los funerales de César quemaran las romanas sus joyas, regalo tal vez del héroe difunto, ni que su memoria haya llegado a la posteridad con tal prestigio. Todo el que cumple 36 años, a no ser por Julio César cumpliría 37: el indulto de un año de edad es inestimable en esa época de la vida en que los días abrevian como días de otoño, y los años parecen mal medidos, a pesar de tener añadidura. Julio César será siempre el bienhechor de las jamonas.
La suma de esos diez días, aun restando los bisiestos, forma en la Era cristiana una aglomeración de medio siglo: esto nos permite hallarnos en el siglo XIX, perteneciendo en rigor al siglo XX, y viviendo tan al día, hablar con tal seguridad del porvenir. Nuestra generación se columpia entre dos siglos.
Figurémonos que las Cortes abolieran el cómputo de Julio César, disponiendo rectificar la Era cristiana según el año de Numa Pompilio: cada cual tendría que aumentar su edad cincuenta años. Expongo esta consideración a las señoras, para que colmen de bendiciones al héroe romano con cuyo nombre se honra el mes que me ha tocado en suerte: la dama más católica rompería su partida de bautismo si una ley dispusiera que nos hallábamos en el año 1926 o 27, al ver que la fecha de su nacimiento se hundía en el pasado, y que en adelante rodarían los años más deprisa.
No es posible ocuparse del mes de julio, ni saludar su risueña aparición, sin tirar al aire el sombrero, gritando a la humanidad:
—¡Loor a Julio César!
I
El cielo parece la paleta en que ha probado su pincel un gran artista; los rasgos son delicados, los colores lujosos y brillantes: se ve la ejecución del gran maestro que en un día de inspiración improvisó la luz y el firmamento: no hay plan y asombra la armonía: no hay seres y se siente que allí hay vida.
La tierra refleja la alegría de los cielos. Los viejos montes, que duermen de pie, aparecen de uniforme al toque de diana: llevan casaca azul y borlas de oro en la cabeza. El aire besa las espigas, que ondulan de placer, como la piel del gato acariciada por mano cariñosa. Las pálidas manzanas y el amarillento albaricoque recobran su salud y sus colores; y las guindas, rebosando salud, se columpian en las ramas. Las olas corren sobre el agua, juegan al escondite entre las rocas, y rendidas y llenas de espuma se tienden en la arena.
Hasta las golondrinas retozan en el aire sin recordar que están de medio luto: hasta los sapos cantan en el caño de las fuentes: cada árbol es una orquesta: los pájaros cantan y las hojas acompañan.
—Callad o descerrajo un tiro —grita un dormilón, moviéndose perezosamente entre las sábanas.
—¡Pi, pi, pii! —contestan riéndose los pájaros.
—¡Hu, hu, huu! Ya es de día —repiten las moscas al oído, con pesadez insoportable.
—¡Fuera de mi alcoba! —replica con mal humor, dando bofetones que caen sobre su rostro.
Las moscas huyen y vuelven a acercarse, sorteando la mano y haciendo quiebros en el aire. Están jugando al toro con el hombre. Unas le rozan la frente con las alas, como echándole un capote; otras le pican con la trompa, y la más diestra le pone en la nariz un par de banderillas.
El infeliz, sofocado, salta del lecho y se asoma a la ventana: las brisas, abanicándole la cara, calman su irritación: la mañana de julio, con su luz, sus encantos y alegría, le obliga a sonreír.
El labrador aventa el rubio grano, como avaro satisfecho que juega a paletadas con el oro: las aves tiemblan de placer al ver montañas de pan para sus hijos: los peces saltan del agua, haciendo cabriolas en el aire, y bajan hacia la playa, envueltas en trajes vaporosos, niñas madrugadoras que reciben los besos del aire y los abrazos de las olas, lanzando carcajadas.
¡Qué fugitivo es el placer!
El sol avanza a toda máquina, y cesa de repente aquella animación, como cuando se presenta un gran señor en una fiesta popular. Olas, muchachas, pájaros y brisas se dispersan y se ocultan.
II
Son las doce del día: las brisas duermen la siesta en las cavernas de los montes sin hacer caso de las rocas que se abren suplicándoles que salgan: la tierra abrasa, sudan las estatuas de bronce y el mercurio sube a saltos la escala del termómetro.
Las ranas, que se han dado baños de placer durante toda la mañana, empiezan a dudar si las están cociendo en un caldero, al ver que sus vecinos, los cangrejos, se ponen colorados; salen del fango al agua clara, sin cuidarse de que su desnudez puede aumentar el rubor de sus vecinos; saltan a tierra sin vestirse, y al sentir la impresión de la abrasada arena, dicen afligidas:
—Hemos caído en el rescoldo.
El sol roba a los ríos su caudal; se toma los sorbetes que reservaban las montañas para refrescar el aire en los días de verano, y en pago les calienta las espaldas: abre grietas en sus cimientos para que el divino Arquitecto las denuncie; y dilata los gases comprimidos en sus cuevas, con el objeto de volarlas. Los montes parece que quieren sacar la cabeza fuera de la atmósfera para no respirar llamas.
Doblan los árboles sus ramas, buscando su propia sombra, y los insectos se esconden en sus sótanos, huyendo de aquel fuego graneado. Algunos reptiles asoman la cabeza por sus puertas y ventanas, y algún viejo lagarto, de esos que buscan siempre el sol que más calienta, se arrastra cortesanamente ante el rey de los astros; las hormigas, aprovechando el descanso universal, salen, fingiendo devotas procesiones, a saquear las solitarias eras.
—¡Qué chasco os vais a llevar! —dice un gusano—; los granos echan lumbre. He tenido que soltar el más hermoso, porque me abrasaba las antenas.
—Imbécil —le contestan las hormigas—; ¿no ves que nosotras los agarramos con tenazas?
El caracol, que marcha a pequeña velocidad, en competencia con los trenes españoles, se detiene desconfiando alcanzar la sombra en aquel día. Vuelve al mundo las espaldas, cierra con la hoja de una zarza la choza en que vive solo, por horror al matrimonio, y parece decir: «No estoy en casa».
Han cesado los trabajos: sólo el segador gallego lucha a brazo partido con las mieses: este barbero de los campos no dormirá hasta dejarlos rapados a lo quinto; ancho sombrero de paja cubre su cabeza, porque llueven tabardillos; pero el sol tuesta sus brazos y su espalda, de los cuales se desprenden húmedos vapores. Un mastín que duerme bajo un árbol levanta perezosamente la cabeza, y dice olfateando:
—Huele a carne asada.
Una mujer dice quejándose a su galán indiferente:
—Antes me perseguías y ahora te escondes de mi vista.
—Como que tus ojos son dos soles y estamos en canícula; te buscaría si fueras una sombra.
Se oye una detonación en la bodega.
—Ya comprendo lo que pasa —dice un borracho—: han bajado el botijo del agua a la bodega, y las pipas de vino le han hecho una descarga.
—Calla, que estás chispo y vas a arder en estos días —responde la criada—. Ha sido el tonel vacío que estalló con el calor.
—No creas que esa muerte es natural —replica el borracho—: el pobre tonel, al ver que no le echaban vino, se ha levantado la tapa de los sesos. He oído el disparo y estoy seguro de que se ha quedado seco.
Disminuyen en el campo poco a poco los rumores: aumenta el calor; arrúganse las hojas de las plantas, como si envejeciesen por momentos: zumban las moscas, imitando el cantar de las nodrizas, para evocar el sueño; y los pájaros buscan toldos de ramas, al ver que las nubes no extienden una sola cortina por el cielo, que parece una bóveda de estaño.
La tierra abre mil bocas bostezando: los árboles inclinan la cabeza: crujen los edificios como dispuestos a tumbarse. ¡Silencio! La creación duerme la siesta.
El horno está encendido y a su mayor temperatura: es el momento propicio para las elaboraciones orgánicas. La Naturaleza, al ver cerrados todos los ojos indiscretos que pudieran sorprender sus misterios, incuba los gérmenes invisibles, reparte el calor, alma animal, en infinitas criaturas, y dice, golpeando con su varita de virtud en los sepulcros, en las aguas, en los troncos y en el aire:
—Alzaos y vivid.
Y despuntan en la tierra, nadan en los charcos, vuelan y se agitan en una atmósfera inflamada menudas y graciosas hierbecillas que florecen de repente, volátiles imperceptibles y ejércitos de infusorios, cuya vida tropical se extinguirá en el mayor número, cuando el termómetro descienda algunos grados.
Son hijos del fuego, y su existencia es un relámpago.
III
La tierra, narcotizada, sueña agitadamente. Las criaturas que despiertan temblorosas ven con asombro extenderse por la atmósfera las vanas y deformes visiones de aquella pesadilla. No pueden tener vida los monstruos que se apoderan del aire en las rápidas tormentas de verano; ni ser sino ficciones las montañas invertidas, cuyas rocas amenazan caer sobre el planeta: el ruido de los truenos debe ser tan ideal como el estrépito que retumba bajo el cráneo en los delirios de una fiebre: el relámpago lo demuestra: su luz, que a todos nos envuelve, no tiene calor. Las tempestades de julio son recuerdos del caos y de antiguas convulsiones geológicas, que cruzan por el abrasado cerebro del planeta.
Si fuera real aquella horrible lucha de monstruos y gigantes, de fuego y agua, de luz y de tinieblas; si tuvieran cuerpo los inmensos y amenazadores brazos que se alzan en el aire; si existiesen esas espantosas criaturas que parecen tener vida, pues aparentan forma, voz y movimiento y los más furiosos desahogos de la ira; todos los seres vivientes desaparecerían en los torbellinos de aquel formidable cataclismo: serpientes descomunales oprimirían con sus anillos el cuerpo del planeta: la tierra sería estrecha prisión donde luchasen, aglomerados y coléricos, lanzando fuego por los ojos y negro aliento por las bocas, fieras, reptiles, gigantes y fantasmas.
Y sin embargo, todo es humo: combinación de ligerísimos vapores, que no tienen el peso de una pluma. Lo impalpable haciendo ostentación de solidez: lo invisible aglomerándose para fingir cuerpo y formas colosales: lo mezquino desencadenando su soberbia en simulacros de poder y majestad.
Todos los vivientes de la tierra miran al cielo con alarma. El aire sacude las ramas y golpea puertas y ventanas para despertar a los que duermen. Gira atolondrada la veleta. La respiración del hombre se acelera, como si el aire hubiese perdido la sustancia de la vida, y vibran sus nervios sacudidos por ráfagas magnéticas. Las cruces y los pararrayos de las torres se encienden por si la tierra queda envuelta en las tinieblas.
Caen por fin sobre el calcinado suelo algunas gotas de agua, que aquél rechaza por insuficientes y mezquinas: la lluvia aumenta cada vez más, y el suelo bebe con el ansia de un calenturiento.
Los truenos se alejan; las nubes huyen atropelladamente, dejando ver el sol, que va también de retirada. Parecen los nubarrones en su fuga ejércitos derrotados, de todos trajes y de todas las naciones: los cristianos deshechos en Alarcos, los moros alanceados en las Navas de Tolosa, y los franceses vencidos en Bailén.
Poco después: ¿qué queda de aquel aparato formidable? Una atmósfera tibia y olor a tierra húmeda.
IV
Los gusanos de luz han encendido sus faroles: grillos, cigarras, codornices y ruiseñores celebran en el campo la verbena de Santiago: el aire huele a albahaca, clavel y hierbaluisa: se oye muy cerca y a lo lejos, rumor de agua, música, cantares y poéticos murmullos.
El murciélago, ratón disfrazado de pájaro, vuela dando tumbos, huyendo de la luz, como brujo perseguido que ve en cada resplandor la imagen de la hoguera.
Oscilan sobre los charcos o se elevan de la tierra emanaciones luminosas, flores de luz bordadas en la sombra, llamas que arden en el agua, fuego sin calor que se elabora en el cuerpo helado de los muertos. Mariposas nocturnas, envueltas en ligeros abrigos de teatro, recorren alegremente y sin peligro aquellas fogatas de verano.
Las hojas se estremecen, palpita la hierba, denunciando parejas que ocultan sus amores misteriosos, o insectos de mala traza que caminan buscando las tinieblas: desfilan ejércitos menudos, cuyas corazas brillan en la sombra.
¡Cuánto hablan y cómo se divierten los seres trasnochadores que buscan aventuras bajo la hierba y en las ramas!
—¿Quién encenderá los faroles en el cielo? —dicen murmurando las luciérnagas—. Apenas se ve esta noche el camino de Santiago. Cómo envidiarán nuestras luces los de arrba.
—¡Eh!, señor grillo —grita una cigarra—; ¿qué le parece a usted lo que ha cantado el ruiseñor?
—No me gustan esos trinos, si he de hablar con franqueza. Vecina, prefiero nuestros aires nacionales.
—¡Ya lo creo!, son más alegres y se pegan al oído. ¡Ea! Eche usted una copla.
Grillo (cantando).
El año tiene dos fechas
en que se alegran los mundos;
el mediodía de mayo,
la medianoche de julio.
La cigarra entusiasmada repite la copla; el grillo la canta otra vez y vuelve a repetirla la cigarra.
De vez en cuando caen desde los árboles las orugas que habían trepado a las ramas con un día entero de trabajo.
—Paciencia —dicen acurrucándose en el suelo—; mañana subiremos otra vez: cuánto cuesta a los humildes llegar a las alturas; pero en tomando alas nos remontaremos de un vuelo mucho más.
Un tropel de mosquitos se acerca cantando y detienen sus ligeras zancas sobre las hojas de un geranio.
—¿De dónde venís, criaturas? —les pregunta una araña con acento zalamero.
—De donde sopla el viento.
—Y ¿a dónde vais?
—A donde el viento nos arrastre.
—Venid a descansar en esta hamaca que he tejido para los viajeros fatigados.
Pero el viento empuja a los alegres calaveras, que desaparecen cantando y dando gritos, para caer, sin duda, en la bodega más cercana.
La luna asoma en el horizonte su cara picada de viruelas, pero graciosa y animada. Las sombras se esconden detrás de los montes y los árboles, imitando sus figuras y jugando al escondite con la luz. Redobla la algazara de aquel mundo nocturno: los enemigos de la luz cierran los ojos por no verla: la codorniz canta en vascuence: el grillo y la cigarra saludan a la luna, repitiendo a toda orquesta:
El año tiene dos fechas...
El año tiene dos fechas...
La medianoche de julio...
La medianoche de julio...
Al oírlos, silban en el aire hasta los mochuelos y lechuzas.
Entre las lejanas sombras brotan siluetas de torres y palacios: culebras de plata se deslizan por el agua: una casita blanca ha surgido en medio de los campos, con las ventanas festoneadas de enredaderas, y que parece evocada por la luna.
Astro importuno y delator de los enamorados. Un hombre se aleja de la ventana presuroso, y la luna ilumina de frente un rostro hermoso y joven de mujer. Pasa un rato; se oye entre los árboles el lejano compás de una bandurria, y la muchacha canta a media voz desde la reja:
Cuando llega el mes de julio
siento dos vidas en mí;
Julio se llama mi amante
y en julio le conocí.