La Borrachera del Doctor

José Fernández Bremón


Cuento


El doctor Blásez salía de una comida de bodas, hecho un valiente: todos le habían obsequiado a porfía: tuvo que corresponder a muchos brindis, primero por cortesía y luego dejándose llevar de la algazara general, y como era hombre sobrio y morigerado, y sin costumbre de beber, iba diciendo para sí, al encontrarse en la calle, influido por los vapores del banquete:

—Creo que estoy alegre, y no conviene que me lo conozcan los enfermos. El médico debe tener una actitud severa y digna. ¿Me tambalearé al hacer las visitas? No: mis piernas están fuertes como dos columnas, y si acaso flaquea algo, es mi cabeza..., no porque no discurra bien, sino porque siento un regocijo impropio de mi clase. ¿Y por qué ha de ser el médico un personaje grave y solemne? ¿Quieren que representemos la melancolía y la tristeza? No. Preséntense con cara tétrica los que visitan al enfermo con malas intenciones. Yo voy con propósito de salvarle y puedo y debo estar risueño y juguetón: no soy el moscón que pronostica males, sino la alegre mariposa que trae buenas noticias...

Y haciendo estas reflexiones, llamó a una casa, y dijo al verle la persona que abrió la puerta:

—Ahora mismo han ido a llamarle a usted.

—¿Hay alguna novedad?

—¿Que si la hay? Por desgracia: el señor ha empeorado y me temo que haya empezado la agonía.

—¿La agonía? ¿Luego quiere morirse? Pues vamos a impedírselo.

Y el doctor, después de tropezar en varios muebles, entró ruidosamente en la alcoba, en la cual, la mujer y las hermanas del enfermo rodeaban su lecho.

—¿Qué es eso, don Tadeo? —dijo el médico—. Me han dicho que quiere usted morirse, y vengo a darle la puntilla.

Las enfermeras se apartaron, y el médico pudo ver el aspecto lívido del paciente; tenía los ojos vidriosos; la respiración anhelosa... y separaba con las manos la colcha que le cubría; estaba agonizando.

—¡Ja, ja! —dijo el doctor sin poder contener la lengua que se le desbocaba, en aquel cambio de luz y temperatura—. ¿Quiere usted dejar viuda a su señora? Es preciso que haga usted un esfuerzo para vivir... ¿Qué le apetece a usted?

—¡La Unción! —respondió haciendo un esfuerzo don Tadeo.

—¡Que se la den! Eso y todo lo que usted quiera, don Tadeo; pero no me gustan las caras tristes... Piense usted en cosas risueñas...

—¿Se avisa al cura? —dijo una de las hermanas al oído del médico.

—Pueden avisarle; pero no da tiempo —respondió en el mismo tono el doctor, que ya tenía la chispa declarada.

—¡Ay, Dios mío! —sollozó la mujer.

—¡Silencio! Que no conozca su estado; ríanse ustedes y venga una guitarra, mientras traen los santos óleos.

—¡Una guitarra!

—Sí; una de ustedes toque el piano al mismo tiempo y lástima que no dispongamos de una murga.

—Pero, señor doctor...

—Es el último remedio; se han hecho curas maravillosas con la música; hagamos un estruendo festivo: si tuviéramos cohetes los dispararía dentro de la alcoba: ¿no hay siquiera una bengala? Quiero estimular el sistema nervioso, actuando sobre la vista y el oído que se extinguen...

—¿Qué dirán los vecinos?

—¡Ah!, ¿conque los vecinos son antes que el médico y que el enfermo?

—¡Oh!, eso no...

—Señora: si tuviese un cornetín para tocar en sus oídos respondería de su vida.

Y rasgueando con furia la guitarra, dijo con imperio a las señoras:

—Canten con todos sus pulmones. Y una de ustedes al piano.

Dio el ejemplo con voz desafinada, y todas las señoras y los criados, que habían acudido al estrépito, entonaron en la alcoba del moribundo el coro de «Marina»:


A beber, a beber, a apurar
la espuma del licor...


El enfermo hizo una mueca extraña: se incorporó y cayó a plomo sobre la almohada.

—¡Ha muerto! —dijo la criada con espanto.

El médico tiró la guitarra, la música cesó, y el doctor, inclinándose al oído del enfermo, gritó con todos sus pulmones:

—¡Don Tadeoooo!

Luego, estirando el cuerpo con dignidad y mirando a la familia con voz solemne:

—Ha expirado; hemos hecho por él todo lo posible.

Y dejando a la familia entregada a sus lamentos, salió de la casa, bajó las escaleras, y dijo en la portería:

—Cuando venga el sacerdote a auxiliar a don Tadeo, dígale que se retire: ya le hemos ayudado a bien morir.

Cruzó el doctor Blásez varias calles, y el aire, refrescando su turbada cabeza, le hizo volver en sí.

—Soy un infame —dijo—, un miserable borracho, si esto se sabe me retirarán la licencia de curar; acabo de dar una serenata a un moribundo; sólo ha faltado en aquella orgía que bailase la viuda en la cama del muerto... No tengo valor para ver a nadie...

El médico, afligido y lleno de remordimientos entró en un café sombrío, dio una palmada... y pidió una copa de cognac, diciendo para disculparse:

—Necesito olvidar lo que ha pasado.

Pero el licor, en vez de disipar, aumentó su pena, y cuando pagó al mozo, acordándose de que necesitaba hacer otra visita, se le saltaban las lágrimas.

—Felizmente —se decía— el otro enfermo no tiene nada: es una torcedura del pie que no le impide andar. Como es tan aprensivo ha guardado cama; pero en en realidad no lo necesita: sin embargo, no debo descuidarle: mi cabeza no está firme y se me acaba de quedar un enfermo entre las manos. Mi profesión es muy seria y muy triste; no hay enfermedad que no pueda ser mortal si se deja progresar.

Su borrachera se había hecho triste, y haciendo estas reflexiones dolorosas se encontró poco después en la alcoba del aprensivo don Lesmes, que le tendió la mano y le presentó el pulso con inquietud.

El médico le pulsó gravemente, y el enfermo notó con espanto que el médico lloraba.

—¿Me encuentra usted peor?

—No tal; y porque le encuentro bien, le debo preguntar si ha hecho testamento.

—Comprendo, comprendo: eso es decir que me muero... No disimule usted...

—No hay que alarmarse. Está usted casi bueno; pero somos mortales...

—Me está usted desahuciando.

—Todos nacemos desahuciados.

—¡Oh, doctor! Esta mañana se reía usted, y ahora llora.

—Acaba de morírseme un hombre en medio de una fiesta...

—¡Basta, basta, por Dios! No me abandone usted; hágame la caridad de pasar la noche a mi lado; siento que se me acaba la vida. Aunque no. ¡Consulta, consulta, inmediatamente! Pero no quiero que me asista usted. Usted es el que me ha asesinado, anunciándome mi muerte... ¡Fuera de mi casa!

El enfermo dio un campanillazo. El doctor Blásez salió de la alcoba a toda máquina, con los cabellos erizados.

—¡Los enfermos discuten! —decía con desaliento—. La ciencia está perdida.


* * *


Cuando despertó al día siguiente, preguntó con timidez a su señora:

—¿Han venido por el certificado de la defunción de don Tadeo?

—¿De don Tadeo?

—Sí; anoche... lo maté.

—¿Anoche? Si no visitaste a nadie. Te trajo en coche tu amigo López desde la comida de bodas donde te sentó mal el champagne.

—¿De veras? ¿Luego es un sueño todo?

—¿Pues qué has soñado?

Y el médico contó a su señora lo que acabamos de contar a los lectores.


Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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