La Bruja del Mar

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III

I

—¡Qué terrible es el mar! —dije verdaderamente conmovido por el estruendo del oleaje—. Oigo a la vez en esas aguas revueltas, ruido de cascadas, golpear de puertas, disparo de cañones y gemidos de personas.

—¡Silencio! —respondió en voz baja Braulio, uno de los pescadores más valientes de la costa de Cantabria—. Es que se queja la bruja del mar. Vámonos pronto, o te dejo solo.

Entonces le seguí, no sin trabajo, entre las rocas, por lo deprisa que caminaba; ya en casa, hizo cerrar todas las ventanas, hasta las del piso superior, que le tenía yo alquiladas, sin responder a las pregunta que le hice acerca de la bruja, sino en estos términos:

—De día hablaremos; de día, solamente; es hora de dormir y de rezar.

Atranqué la puerta de mi cuarto, y la curiosidad me determinó a abrir, sin ruido, la ventana, pero una fuerza exterior, como la de un brazo tembloroso que pugnase por entrar, me hizo desistir. Cerré con miedo. ¿De qué? De lo que más pone a prueba el valor: de lo desconocido. Tuve vergüenza, pero sólo me atreví a mirar por el opaco vidrio que había en la parte superior de la hoja de madera, por no abrir el pestillo. No me cabía duda; a lo lejos, sobre una peña muy alta, que remataba por los lados en dos picos, vi moverse una sombra humana que caminaba lentamente, y aun me figuré que las olas bramaban con más furia cuando se detenía, como si aumentase su agitación con sus conjuros. Y aquella noche sentí un malestar que no había experimentado desde los terrores nocturnos de la infancia. Que no hay sugestión como la ejercida por las preocupaciones y el miedo de los otros.

II

—Aquí me pareció ver la sombra —dije a Braulio a la mañana siguiente, que era calmosa, clara y alegre—. Reconozco el sitio por estas dos peñas estrechas, que de noche parecen dos cuernos gigantescos.

—Aquí fue por donde cayó la bruja —contestó Braulio asomándose al acantilado, y retirando al instante la cabeza; le imité en ambas acciones, porque la altura de aquellas peñas, tajadas verticalmente por el lado del mar, causaba vértigos; sólo creí ver en aquella pared lisa unas raíces podridas, en las que flotaba un jirón de tela negra.

—Cuénteme usted la historia, Braulio.

—Si no es nada —respondió—. La tía Gila era la viuda de un marinero, que al decir de los viejos, había sido guapa, pero que echó bigotes y ya no estaba para vista. Dicen que mató a su marido a fuerza de mirarle, y que convirtió a su hijo en ternero, porque salió con el muchacho para despedirle, hará unos quince años, y volvió con el chotillo; y cuando el animal se le murió, le lloró como a un hijo, y éste no pareció nunca. Nadie le ganaba en coger cangrejos y mariscos, y en sortear las mareas por las cuevas y senderos de las rocas. Dicen que silbando a los cangrejos se venían a su cesta, y que atraía a los peces con palabras. Ello es que se hizo bruja; y árbol que tocase, moría al poco tiempo; había encanijado a cuatro criaturas; y barca que viese salir al mar, volvía sin pescado...

—Señor Braulio, ésas son supersticiones.

—¿Supersticiones? La noche de San Juan del año último, quemando los del pueblo unos fuegos de pólvora, la vara de un cohete saltó un ojo a una moza, y otra incendió el pajar del tabernero. «Es la bruja que lo ha estado mirando la que ha causado esas desgracias», gritó una mujer señalando hacia estas peñas... Todos nos enfurecimos, pero callamos para que no lo advirtiese, y el pueblo entero subió en silencio hasta aquí; no podía escapar, porque la teníamos cercada.

»—¿Qué buscáis? —dijo fingiendo que despertaba y levantándose.

»—Venimos a echarte al agua —contestaron las mujeres.

»—No he hecho mal a nadie —replicó llorando.

»—¿Que no has hecho?... —gritaban las mujeres como locas—. ¿Y mi niño? ¿Y mi peral? ¿Y mis redes vacías? ¡Tú ahogaste a mi marido! ¡Tú trajiste la galerna!

»Quiso huir, pero la empujaban hacia el mar... Ella gemía que daba compasión.

—¿Y no la auxiliasteis?

—Sólo conseguimos que la dejasen rezar un padrenuestro. No la podíamos salvar, aunque ya nos daba lástima a los hombres. Entonces debieron empujarla hacia afuera con un remo, porque se oyó un grito horroroso que me hizo poner los pelos de punta. Ese grito lo he oído muchas veces después en las noches de oleaje.

—Pero eso fue una atrocidad.

—Hicieron mal, muy mal; por algo dicen que se quemaba a las brujas y debieron echarla en el fuego del pajar. No hubiera vuelto a flotar sobre las olas, unas veces a horcajadas, otras columpiándose, ni se me hubiera subido una noche por la caña del timón cuando volvía de pescar.

—¿Qué dice usted?

—Que la vi caer sobre mí al romper una ola, y tan de cerca, que la agarré de los cabellos.

—Sería una ilusión.

—¿Son ilusión estas greñas que me dejó en la mano la maldita?

Y Braulio, desenvolviendo un papel, me enseñó un mechón de pelo blanco. Sólo le podía contradecir ante esa prueba llamándole embustero.

—¿De modo que usted no la cree muerta?

—El mar devuelve todo lo que muere cerca de las costas, y no se halló su cuerpo.

—Pueden haberlo comido los peces o los cangrejos de esas cuevas.

—¿Y quién enciende algunas noches cuatro cirios en esta gruta que da de espaldas al mar y de cara a la aldea, que no se puede mirar hacia aquí, porque parece que está la vieja amortajada, y esto se ve desde una legua?

—¿Eso es verdad?

—Mire usted —dijo bajando un poco y enseñándome una especie de gruta que formaba la peña—. ¿Qué es esto?

—En efecto —respondí—, son manchas de cera.

Pero estaba el cielo tan azul, el mar tan quieto y se destacaban al sol con tanta fuerza las casas, los árboles, las huertas y los chicos que corrían por la playa, que no era posible creer en brujas en aquella risueña claridad.

III

Las mujeres daban voces, y chicos y hombres corrían hacia el mar. El caso no era para menos. Entre los dos picos de las peñas más altas habían colocado por la noche una viga, dejando en medio la cueva donde se vieron las luces encendidas; sobre la viga una cruz y debajo una campana pequeña, que tañía a intervalos, empujada por un viento muy fuerte.

—Han hecho una iglesia en lo alto de las rocas —decían las mujeres.

En efecto; una sola línea y una cruz habían dado cierta apariencia de capilla a dos rocas informes.

—Es un milagro —decían las gentes.

—Por allí cayó la pobre.

—Eso es decir que era inocente.

—¿Sería santa?

El cura me llamó desde su casa, y dijo mirándome con fijeza:

—No hay más forastero que usted; conozco a todo el pueblo y nadie es capaz de haber hecho esa obra sino usted.

Me costó algún trabajo hacerle creer en mi inocencia, después de asegurarle que había sospechado que fuera suyo aquel prodigio.

—Entonces —dijo—, ¿cómo nos lo explicamos de un modo natural?

—Veamos; ¿no tuvo un hijo esa mujer?

—Sí; marchó hace mucho tiempo.

—¿Le ha escrito a usted alguien preguntando por la tía Gila?

—Sí; hace algún tiempo, un desconocido...

—Señor cura; esa cruz y esa campana las ha hecho colocar el hijo de esa desgraciada...

—¿Cree usted?... Me parece razonable. Pero, ¿y los cabellos que Braulio arrancó?

—Nada más sencillo; tropezó con el cuerpo muerto de Gila, que debió flotar junto al acantilado algunos días.

—¿Y cree usted que el hijo...?

—Sí; primero quiso castigar al pueblo con luces y terror; pero como el vulgo hizo de su madre una bruja acuática, quiere cristianizar su memoria, convirtiéndola en lo que es: en una mártir de la brutalidad.

—Tiene usted razón.

—Señor cura —decían en la calle—, que la campana no cesa de tocar.

—Allá voy; dejad que me revista.

Poco después el sacerdote entonaba sobre las peñas un responso y el agua bendita caía sobre el pueblo, sobre las rocas y sobre las olas agitadas.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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