La Buena Dicha

José Fernández Bremón


Cuento



I

—¡Vamos! —decía el sacristán de las Descalzas Reales a los pobres que pedían a la puerta—, que voy a cerrar. Idos enfrente, a San Martín; es la hora de la sopa. Hoy ha sido buen día, ¿no es verdad? Ha repartido entre vosotros un real de a ocho la dama de los chapines con virillas de oro.

—¡A la sopa! —dijo un lego benito saliendo de la iglesia de las Descalzas—. Ya van a repartirla en mi convento.

Los pobres atravesaron corriendo la plazuela, parándose en la puerta de San Martín mientras el sacristán decía al lego:

—Qué bien huele vuestra ropa, hermano.

—Ya lo creo; desde que entró en Madrid la peste, sólo me lavo con agua de rosa y hojas de violeta, y nunca abandono este saquito lleno de sándalo y azafrán, almizcle y estoraque. Pero ya di los escapularios de parte de mi abad a sus hijas de confesión, sor María de Austria y sor Margarita de la Cruz, la hija y nieta de Carlos V. Qué monjas: la una ha sido emperatriz, la otra no ha querido ser reina de España, casándose con su tío don Felipe II, que Dios nos conserve; es verdad que el rey está algo estropeado...

—Escondeos, que vuestro abad sale de San Martín, no os vea aquí hablando.

Un benedictino de alta estatura, flaco y con la capilla echada hasta los ojos, había salido de San Martín y se dirigía al postigo de aquel nombre. Alzó un instante los ojos al cielo, y resbalándose la capucha hacia la espalda, dejó al descubierto una cabeza, correcta y desnuda, sin más adorno que el cerquillo, y un rostro tan demacrado, que a no ser por la luz de sus miradas, hubiera parecido el de un difunto; la aguileña nariz y la boca, aunque algo grandes, no daban dureza a las facciones, como si hubiera sido dulcificada su primitiva expresión a fuerza de violencias. El monje compuso su capucha y quedó oculta otra vez aquella pálida cabeza que destacándose sobre la negra cogulla de anchas mangas y pliegues majestuosos y ondulantes le daban la apariencia de un santo de talla que hubiera abandonado su hornacina.

Un transeúnte, al verle, se detuvo sorprendido y le siguió durante un rato con la vista: miró después alrededor y preguntó al lego:

—¿Puede decirme quién es ese monje?

—Como que soy el que le hace los recados. Es el primer abad de ese monasterio que antes era priorato, y es, por lo tanto, párroco de San Martín: fue predicador mayor en Soria y Nájera: prior en Valladolid y abad de varios monasterios: es el reformador de nuestra orden: fue visitador en Portugal, y el rey don Felipe II estima y pide sus consejos...

—Basta, que no acabáis —dijo con impaciencia el desconocido.

—No basta. Es el fundador del hospital de la Buena Dicha para pobres de su parroquia, que ha convertido en hospital de apestados mientras dure la epidemia y donde ejerce la caridad heroicamente. Vive en perpetua oración: sólo habla en el púlpito: barre, friega y trabaja como peón en las obras del convento: es manso como un cordero: lleva sobre sus carnes rallos y una túnica de cerdas: apenas come: duerme sobre una tabla y no se ríe nunca.

—¿Queréis callar? Pregunto cómo se llama.

—Se conoce en la pregunta y en vuestro acento que venís de muy lejos. Es el padre fray Sebastián de Villoslada.

—No es el que creía. ¡Ah! ¿Sabéis si mudó de apellido al entrar en religión?

—Apenas habrá fecha. Tomó el de su pueblo y dejó el de su ilustre familia, que era Nájera.

—¿Dónde he de encontrarle? —dijo el extranjero, oprimiendo el puño de su espada.

—Acaso no tengáis valor.

—¡Qué decís!

—Calmaos y no echéis fuego por los ojos: quise advertiros que le hallaréis entre apestados en su hospital de la Buena Dicha, calle de Silva; pero... mirad, caballero: es la tercera vez que sale el víatico: arrodillaos... —le dijo en voz baja el lego.

—No quiero.

—Descubríos, siquiera; que pasa Dios.

—¡Eh! Quedad con el diablo.

Y dejando atónitos y arrodillados al lego y al sacristan, el desconocido se alejó en seguimiento del abad de San Martín.

II

—Preparen a este enfermo la habitación en que escribo —decía poco después el padre Villoslada, enfrente de la Buena Dicha.

—Dejémosle en el arroyo —contestaba el lego hablador, que llegaba asustado y sudoroso—. Ha querido asesinar a vuesa reverencia, y Dios le ha castigado atacándole repentinamente de la peste.

—Obedeced.

El lego vaciló, viendo que el abad se disponía a cargar con el apestado, y repuso:

—Yo os ayudaré; estáis muy débil, no coméis.

El padre Villoslada despidió al lego con un gesto, y contempló al enfermo, hombre robusto, de barba gris, aspecto militar y vestido a la flamenca, que yacía en el suelo, con la espada desnuda y sin conocimiento. Inclinose después, alzó el pesado cuerpo, lo depositó sobre su hombro y entró en el hospital. Las pocas gentes que atravesaban por la calle le saludaron con respeto.

III

—No hay esperanza: recobrará el sentido para morir —decía al padre Sebastián un hombre vestido de negro.

—Yo le auxiliaré —respondió el padre.

—No lo consiento. Aquí todos nos relevamos, y sólo vuestra reverencia no descansa. En los hospitales manda el médico: idos a reposar.

—Es un caso de conciencia. Ese hombre me injurió siendo estudiante conmigo en Alcalá y le di una bofetada; nos separaron y me retó; era yo ordenado, y en vez de satisfacerle, arrojé con soberbia la sotana y los manteos, me armé de punta en blanco, y le esperé cuatro horas en el sitio de la cita. No acudió, impidiéndome cometer un gran delito; por él visto de la cogulla de San Benito, y soy un penitente en vez de ser un condenado.

—Sois un santo —dijo el médico, mirándole con admiración—. Haced lo que gustéis.

IV

Cuando el padre Sebastián entró en la alcoba del moribundo, éste se incorporó y dijo:

—¿Recordáis aquella bofetada? Fui un cobarde.

—Vengo a pediros perdón de aquella injuria —respondió el abad, postrándose ante el lecho.

—Fui un cobarde; estabais ordenado y no tuve valor de cometer un sacrilegio; pasé a Flandes; fui soldado, y un antiguo condiscípulo me recordó en público aquella afrenta; íbamos a reñir cuando los enemigos embistieron; mi adversario murió en aquella acción sin poder satisfacerme. Noté de aquel día en adelante que los camaradas evitaban mi compañía, y llamando aparte a uno de ellos, le pedí una explicación de aquel desprecio.

»—Pues bien —me dijo al ver mis instancias—, en el ejército os llaman el abofeteado.

»—Y vos, ¿qué pensáis de ello?

»—Pienso como los demás.

»Sacamos las espadas y allí mismo le maté; tuve que huir y me hice luterano.

—¡Infeliz! —dijo el prelado levantándose.

—Escuchad. En Flandes hice familia y el señor me dio una hija. Dios no fue; que se hizo católica y ha huido de mi casa; supe que el gobernador la auxilió en su fuga a España y la he seguido; espías de mi religión la han visto en Madrid en lujosa carroza, vestida de brocado y con chapines de oro, lo que me prueba que está perdida doblemente. Tienes valimiento; yo te odio; pero si me devuelves mi hija te perdono.

—¿De brocado?... ¿La auxilió el gobernador?... ¿Cómo se llama vuestra hija?

—¿Cómo ha de llamarse con aquella cara? Sol.

—No está perdida; está salvada; esas galas se las dio sor María de Austria para probar su vocación; mañana entrará de novicia en las Descalzas.

—¡Nunca! ¡Mi ropa! ¡Mis armas! —Y quiso levantarse, pero volvió a caer sobre la almohada.

—Pensad en vuestra salvación; volved a vuestra iglesia.

—Cuál, ¿la que abofetea?

—Yo os beso la mano, llorando; perdonadme —dijo el monje.

—Aparta. ¿Crees que no me he satisfecho de la injuria? ¡Cuántas veces he entrado en vuestro campamento, abollando cascos y rasgando cuellos, y diciendo a los moribundos al rematarlos: «Es el abofeteado quien te envía a tus infiernos»!

—Mira esta imagen.

—¡Cuántas de ésas hemos quemado en Flandes, para cocer nuestro rancho y comerlo en los altares!

—¡Señor, señor; perdónale!

—No quiero tu perdón. ¿Sabes lo que quiero? Devolverte la bofetada que me diste.

—Sí, sí; satisfácete en mi mejilla —dijo el padre Sebastían presentándole su rostro—. Pero haz luego penitencia.

El moribundo alzó la mano con ira para abofetear al religioso, pero la mano no cayó, quedando rígida en el aire. El luterano había muerto.

—Señor —dijo el monje—, no impidáis el castigo que merezco: dad esa reparación al que ofendí.

La mano del cadáver cayó sin fuerza sobre la venerable mejilla del prelado.

—¡Sacrilegio! —gritó el lego entrando en aquel instante—. ¡Sacrilegio!

—¡Silencio! Es una mano muerta la que me dio esta bofetada.

Y el abad se arrodilló, diciendo entre sollozos:

—¡Impenitente! ¡Impenitente!

Luego besó la mano del cadáver y bajó al cementerio a cavar su sepultura.

V

Al día siguiente el lego hablador escardaba en la huerta de San Martín con otro compañero; dijo el primero al segundo:

—¿Sabéis que he tenido una revelación?

—¿Vos?

—Sí, he visto el entierro del hereje de ayer. Llegaron primero muchos escorpiones, y tejiéndose entre sí, le hicieron un ataúd; varios reptiles, enroscándose, formaron cuatro ruedas; se colocaron dos cocodrilos como ejes; hicieron de tablas ocho viejas, clavándose unas a otras con las uñas; enganchó Satanás al carro diez almas en pena y montó sobre la última; encendieron las brujas lámparas de azufre y salieron aullando camino del infierno.

—Eso lo habréis soñado.

—Lo he visto.

—Eres un embustero.

—¿Embustero? —dijo el hablador enarbolando sus disciplinas—. ¡Toma!

—¿Creéis que no traigo las mías?

Y empezaron a disciplinarse con gran furia.

—¿Qué es eso? ¿Riñen ellos? ¿Así deshonran el hábito? —dijo un monje muy viejo que pasaba por el huerto.

Los legos se arrodillaron y contestó sin vacilar el hablador:

—¿Reñir? Nos disciplinábamos el uno al otro para hacer la mortificación más dura y para que el Señor libre a estos reinos de la peste.

—Eso es otra cosa. No estorbo la penitencia y me retiro: continúen los hermanos en sus piadosos ejercicios.

Nota histórica

Pocos años después murió con universal opinión de santo el padre Villoslada. A ruegos de sor María de Austria, su cuerpo pasó por delante de las Descalzas, rodeado de las religiones y devotos que acudieron con hachas: los cantores en vez de responder en la letanía ora pro eo, contestaban sin querer ora pro nobis, como se hace con los santos. Hubo revelaciones de que estaba ya en la gloria y se le atribuyeron muchos milagros. En 1619 trasladaron su cuerpo con gran solemnidad a la Buena Dicha, y el nuncio apostólico autorizó las primeras diligencias para su beatificación. ¿En qué oficina se detuvo el expediente? ¿Qué se hizo el hospital que existía hace cuatro o cinco años? Visitando la modesta iglesia, sólo hemos visto enfrente del púlpito una lápida reciente que dice así:


D. O. M.

Aquí yace el cadáver del venerable y prodigioso padre fray Sebastián de Nájera, primer abad del real monasterio de San Martín y fundador de este santo hospital e iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia y Buena Dicha. Falleció el 7 de diciembre de 1597.


Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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