La Buenaventura

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Todo lo que ha ganado Madrid en limpieza, comodidades y extensión en el último medio siglo lo ha perdido en carácter. Ya no se ven por las calles de Alcalá, Segovia y Toledo ni las sillas de posta, ni las galeras, ni los pintorescos calesines, ni los variados trajes que distinguían al catalán del andaluz y al maragato del manchego; nadie recuerda al buñolero que vendía su mercancía enristrada en una caña; ni al pobre de San Bernardino, mecha en mano, ofreciendo fuego a los fumadores y recogiendo la limosna en un cepillo de hoja de lata; ni apenas hay idea del arroyo, o sea el declive central o lecho para que corriesen las aguas pluviales por en medio de las calles; ni del ruido de los chaparrones cuando caían de todos los tejados gruesos caños de agua que retumbaban en la bóveda del paraguas; ni de la sucia servidumbre que convertía los portales en desahogo de los transeúntes; ni de las mulas que llevaban pendientes de unos garfios la carne descuartizada para distribuirla en las tablajerías. Entonces los serenos tenían que hacer prueba de su voz para obtener su plaza y cantar las horas de la noche, cruzar con la escalera al hombro y la cesta en lo alto de ella, con los paños de limpiar y la alcuza del aceite. Entonces hacían la compra de las casas los aguadores, que vestían montera y traje corto, y quisiéramos para los políticos más probos su fama de honradez, que compartían con los mozos de aduana, conocidos por su robustez, su chapa y su sombrero de anchas alas. Era la época de las trabillas, y la milicia nacional, el telégrafo de torre, la ronda de capa, las jaranas y el Diccionario de Madoz. En donde está hoy el palacio del marqués de Linares había un edificio mezquino y redondo dedicado a pósito de trigo; lo que hoy es barrio de Salamanca era una sucesión de campos de cebada; la Puerta del Sol era más que plaza una encrucijada de calles de forma irregular.

Hacia el mes de marzo de 184... (no recuerdo el año), llegaban a Madrid por la puerta de San Vicente dos jóvenes de la misma edad próximamente, el uno a caballo, el otro a pie, vestido aquél con un traje elegante de camino, y el otro con montera de paño en la cabeza, calzón corto y polainas. Mientras los carabineros registraban el equipaje del jinete, que el zurrón del otro sólo contenía un traje de domingo, una camisa y un trozo de pan, una gitanilla se empeñó en decir la buenaventura a los dos jóvenes.

Extendió la mano el que parecía amo del otro, y le dijo la gitana:

—Si quieres tener buena suerte en este mundo, vuelve a Madrid la grupa del caballo y no pares hasta el lugar de donde vienes.

—¿Sabes, muchacha, que me haces un buen recibimiento?

—Digo la verdad.

—Pues dísela también a este muchacho: yo pago por los dos.

—Es inútil que trates de asustarme —añadió el del calzón corto—, yo no tengo caballo con que volver a mi aldea y entraré en Madrid por fuerza.

—Y harás bien: Madrid se ha hecho para personas como tú: entra sin miedo, que hasta los gorriones de la villa se quitarán los granos del pico para dártelos.

Los dos jóvenes entraron en Madrid sorteando la tapia de la montaña del Príncipe Pío, finca entonces cercada, y que hoy contiene una estación, un barrio y un cuartel. Cruzaron por Palacio, calle Mayor y pararon en la posada del Peine. Ya en ella, ambos preguntaron las señas de dos celebridades. Don Luis Montalvo preguntó por Espronceda: Juan Pérez por el opulento Cordero, el Maragato.

II

—¡Ha muerto Espronceda!

—La poesía ha muerto.

Y todo eran lamentaciones en aquel grupo de jóvenes románticos.

—Cierto que hemos perdido un gran poeta —replicaba un clásico—, pero ¿acaso no quedan Quintana, Gallego, el duque de Rivas, Zorrilla, Hartzenbusch y García Gutiérrez?

—¿Y puede compararse ninguno de esos en melancolía y amargura al poeta que acabamos de perder?

Todos los que usted cita sonríen alguna vez —dijo Montalvo—. Espronceda es el único que sostuvo siempre la tristeza romántica en sus versos.

—Pero ¿acaso la poesía es lo plañidero y lo sarcástico nada más?

—Le diré a usted —repuso Montalvo—, hay quien llama poeta a Moratín.

—Yo soy uno de ellos.

—Pues es usted un afrancesado.

—Me parece dura esa palabra.

—La sustituiré con otra más propia: si no es usted un afrancesado es usted un bárbaro.

Los amigos los separaron, pero concertaron un duelo entre el romántico y el clásico.

—Yo creo, querido Luis —le decía uno de los padrinos—, que esto ha podido arreglarse, si hubieras sido más transigente.

—No convenía serlo; si mato a ese hombre, habrá un clásico menos en el ??? ??? ???

Como el clásico era un buen tirador, sacó un ojo a Montalvo con la punta del florete.

Juan Pérez, que era cobrador del banco de San Carlos, estuvo a visitarle y le proporcionó un ojo de cristal, ganándose un cincuenta por ciento en el negocio.

III

—¿Pero es posible, don Luis, que haya usted perdido un brazo, aunque sea el izquierdo, por una cosa que le importa a usted tan poco? —decía Pérez en 1846 a don Luis Montalvo.

—¿Pues no sabes lo que sostenía el que me ha herido? ¿Que la reina debió casarse con el conde de Trápani o con Montemolín?

—No veo motivo para un lance.

—¿Cómo que no? La boda debió hacerse con Leopoldo de Coburgo, por lo mismo que se oponía el rey de los franceses. Pero mi adversario insistió en oponerse al matrimonio y me llamó iluso; yo le llamé bárbaro...

—¿Otra vez?

—Comprendo que se me escapó la palabra; pero en lo demás estuve correctísimo. Y tú, ¿qué has ganado en estas fiestas reales? Porque sé que prosperas de día en día...

—He puesto una fonda y está llena. Ya la honrará usted cuando se cure.

—Ya lo creo; iré a vivir en ella.

—Además, trafico en todo; si quiere usted un brazo de madera...

—Hombre, sí; tómame la medida.

—Puedo proporcionarle piernas también.

—Estoy por encargarte dos, porque merecería andar con cuatro. ¡Haber perdido un brazo por defender la candidatura de Coburgo contra la de Trápani y casarse la reina con su primo don Francisco!... No me lo perdono.

IV

—Ante todo, tutéame; ya eres banquero, Pérez.

—Muchas gracias, don Luis; pero me costaría trabajo. Vamos, ¿qué le ocurre?

—¿Te acuerdas haberme prometido en broma dos piernas hace un año? ¡Pues las dos me hacen falta!

—¿Cómo? ¿Ha tenido usted dos desafíos?

—Ni uno siquiera; estoy baldado por haber querido salvar la vida a una señora que se arrojó al estanque del Retiro, marcando el termómetro uno sobre cero. Yo me zambullí para sacarla, y cuando la encontré ya estaba muerta y yo tullido...

—Pero ¿cuándo aprenderá usted a cuidar de sí mismo? Mientras usted hacía esa locura yo hacía un préstamo al Gobierno. Pero siquiera esta vez no ha sido el daño por haber llamado bárbaro a nadie.

—Te equivocas. Ese pícaro desahogo me ha vuelto a perder. Se lo llamé al guarda que me dio fricciones para que entrara en reacción. «Bueno —respondió—, que le haga ese favor sin que le duela otro más listo»; cuando llegó un practicante ya era tarde. ¡Juan! Si Dios me permite mejorar me vuelvo al pueblo. Allí nadie extrañará que en mi indignación le llame bárbaro: todos saben que lo son y se resignan. Además, tengo el alma triste; tú no sabes lo interesante que era la suicida: la vi en una de esas hermosas alamedas del Retiro, frente al cuartel de ingenieros; iba muy pálida: llevaba un redingote de tafetán de última moda, con blondas blancas, y una capota recogida con flores artificiales; la seguí lleno de esperanzas...

—¡Don Luis, don Luis! Por ese camino sólo se va al hospital... Aprenda usted de mí; ya soy rico y lo seré más si consigo lo que he solicitado del Gobierno.

—¿El qué, Pérez?

—A usted se lo diré. Un gran negocio, que no se le ha ocurrido a nadie. El monopolio de los buñuelos.

V

—Yo le acompaño a usted a tomar la diligencia, no se hable más; juntos vinimos a Madrid y quiero despedirle.

—Acepto, acepto —dijo don Luis Montalvo—. Dame el brazo, que aún no me sostengo bien.

Y bajando la escalera subieron en un tres por ciento con dirección a la calle de Alcalá. Cuando llegaron al parador de San Bruno, sonó muy cerca una descarga: era domingo y la calle estaba muy concurrida de gentes que iban al paseo, produciéndose a los primeros disparos tal confusión y tales atropellos, que el cochero aturdido se bajó del pescante, para defenderse con la caja del vehículo.

—¿Qué sucede?

—¿Qué sucede? Un tropel de hombres con trabucos dispara contra todo el mundo.

—¡Qué barbaridad! —exclamó don Luis Montalvo.

—¡Silencio, por Dios! —dijo Pérez, deteniéndole cuando se asomaba a la ventanilla.

Pero ya era tarde: ya don Luis, con voz estentórea, había apostrofado a los amotinados, diciéndoles:

—¡Bárbaros! ¡Bárbaros!

—No pudo repetirlo más; una bala le había atravesado el pecho: sólo vivió lo suficiente para hacer testamento en favor de Juan Pérez.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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