La Cena de un Poeta

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Arturo concluyó su última redondilla tenía mucha hambre, pero no había en su chiribitil sino algunos tomos de poesías, y el Diccionario de la lengua roído por los ratones; para colmo de dolor se elevaban de todas las cocinas de la vecindad vapores apetitosos. Era la noche de Navidad. Arturo, que hasta entonces sólo había pedido inspiración a las Musas, suplicó rendidamente a las nueve hermanas que le diesen de comer.

—Ya sabéis —dijo mentalmente para conmoverlas— que no tengo más familia que vosotras.

Después, como tenía fe en la poesía, se asomó a su elevada ventana y esperó, fijando la vista en la chimenea más cercana para ver si distinguía algo entre las columnas de humo, pues sabido es que el humo es el correo con que se comunican los de abajo y los de arriba.

¡Oh sorpresa! A pesar de la actividad que reinaba en todos los fogones, que atestiguaban excitantes olorcillos, y el escandaloso estruendo de los fritos, y las graves cadencias de las cacerolas, la chimenea no humeaba. Pero había una razón: estaba cubierta por una especie de globo metálico que terminaba en un tubo retorcido, que se extendía en espiral cayendo después entre las tejas. ¿Quién interceptaba aquel humo? Arturo calculó la dirección y longitud del canal de hierro, y no tuvo la menor duda de que los gases eran conducidos a la habitación inmediata, la única guardilla vividera que había al lado de la suya, residencia de un profesor jubilado, cuya obesidad contrastaba con la pobreza en que vivía.

El poeta se indignó de aquel abuso no previsto por las leyes; cortar los humos a una casa, encarcelar lo más libre de la naturaleza, quitar a un habitante de la guardilla lo único que pasa por delante de su ventana era un atentado, y resolvió pedir cuenta a su vecino.

—¿Quién? —dijo éste desde su cuarto al sentir que llamaban a su puerta.

Arturo expuso desde fuera su queja, y antes de que terminase, el vecino abrió precipitadamente la puerta, y le dijo, manifestando gran temor:

—¡Adelante! Adelante, caballero. Yo se lo explicaré a usted todo si me acompaña usted a comer.

—Eso es otra cosa —replicó dulcemente Arturo—, y es usted dueño de tapar la chimenea cuando guste. Evite usted toda explicación.

La mesa estaba puesta, pero no había platos, sino unas a manera de cafeteras de las cuales salían dos tubos de goma como los de las pipas. En el centro había un braserillo enrojecido.

El profesor colocó una de las cafeteras sobre el fuego, y presentando a Arturo uno de los cabos, le dijo con cortesía:

—Caballero, chupe usted.

—Gracias —contestó el poeta—, acabo de fumar.

Arturo creyó que se burlaba de él; pero la mirada de su vecino era tan dulce y serena, que no vaciló en llevarse a los labios la boquilla que le presentaba.

—Cuide usted de no dejar escapar el gas: se llenaría de sopa todo el cuarto.

El poeta aspiró con precaución una sustancia densa y deliciosa que tenía el sabor aromático de una agradable sopa de yerbas, y confortaba todo su organismo.

—¿Qué es esto? —dijo Arturo.

—Es vapor de sopa prensado. Pero si usted gusta, tomaremos otra cosa.

El sabio, porque indudablemente era un sabio su vecino, colocó otra cafetera. Y los dos comensales se pusieron a chupar.

—Es sustancia de ave condensada.

Era una gelatina deliciosa de pavos y capones. Después aspiraron humo de besugos, pescadillas y otros pescados propios de las Pascuas.

Arturo callaba y se entregaba a las delicias de aquel banquete semimágico.

Cuando concluyeron, el profesor le dijo con orgullo:

—Ahora va usted a aspirar el café mejor que ha tomado usted en su vida.

En efecto, todos los aficionados al café lamentan que el sabor de aquel líquido no corresponde jamás al exquisito olor que se desprende de él al ser tostado.

Pues bien, el café que tomaba Arturo era sustancia volátil, que nadie ha podido fijar en una taza.

—¿Comprende usted ahora —dijo de sobremesa el vecino— por qué intercepto el humo de esa chimenea? De todas las chimeneas de la tierra vuelan al espacio, deshechas en humo, infinitas sustancias alimenticias, las más finas, las más sustanciosas, las que la naturaleza considera demasiado buenas para el estómago zafio de los hombres: es el alimento de los espíritus; yo he interceptado esos aromas con mis alambiques porque tengo derecho a ello, como reconocerá usted mirándome despacio.

El poeta miró fijamente a su vecino, y se levantó con respeto al reconocerle. Era Miguel Cervantes Saavedra.

—Siéntese usted —dijo el gran autor—, las musas le han oído, y me dieron el encargo de acompañarle a cenar.

—¡Oh, señor don Miguel! ¿Tendré el honor de oír un capítulo del Quijote?

—No; esta noche debe dedicarse a usted. Léame las magníficas redondillas que ha hecho usted hoy mismo.

El poeta conmovido las leyó casi temblando.

—Léamelas usted otra vez —replicó el Manco de Lepanto.

Arturo, lleno de gozo, repitió las redondillas.

Cervantes se levantó y puso sobre la frente del poeta una corona de laurel, y se alejó sobre una nube.

Cuando Arturo despertó al día siguiente, se halló en la misma situación que el vecino del cuarto principal que había cenado opíparamente.

Los dos tenían hambre.


Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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