La Charca

Cuento... fabuloso

José Fernández Bremón


Cuento


I
II
III
IV
V

I

El agua de la charca, caldeada por el sol, estaba deliciosa, y ranas y pececillos tomaban un baño de placer. Los caballitos del diablo patinaban sobre la superficie sin mojarse, y las avispas alargaban la trompa para beber, posando sus zancas en los guijarros de la orilla. Una vegetación verdosa formaba islas flotantes en aquella agua tranquila, rodeada de playas arenosas, de piedras en acantilado o de juncos y hierbajos. Era un mar en miniatura, cuyo espejo reflejaba el tronco y la copa de un peral, y los caprichosos dibujos de una zarzamora. Millares de insectos rebullían alegremente tomando el sol, sin obligaciones ni cuidados, o se refrescaban en la humedad y reposaban a la sombra de las hojas. Sólo las hormigas trabajaban a lo lejos, dirigidas por sus jefes, en correcta formación, y algunos gusanillos se divertían en verlas desfilar como nuestros muchachos cuando pasa un regimiento.

Era la hora de más calor de un día canicular, y se apeaban de los perros, cabras y otros animales que pasaban a lo largo toda clase de insectos, cuando de la panza de un gato que se estaba lamiendo al sol saltaron a la arena cuatro pulgas, una de ellas jamona y bien cuidada, y las otras pequeñas y deslucidas, pero retozonas y traviesas.

—¡Quietas, niñas! —decía la mamá—: no deis esos brincos, que vais a extraviaros; considerad que sois tres señoritas y que os observan los que veranean en la playa. Van a creer que os habéis criado al aire libre, cuando sólo os he dejado asomaros a la naricita del gato.

Pero las pulguitas, en vez de seguir consejos tan prudentes, daban saltos prodigiosos, asombradas de su elasticidad y ligereza, no reparando si caían en la cabeza de un gorgojo o en el duro coselete de algún escarabajo.

—¿Son de usted esas negritas que están dando tanto escándalo? —dijo un ciempiés a la pulga gordinflona.

—Se han criado conmigo por lo menos.

—Pues me han nublado un ojo, metiendo en él una pata; por lo que digo que ni ellas ni usted tienen vergüenza.

—Quien habrá metido, no una, sino muchas docenas de patas, es usted, que necesitaría un almacén para calzarse. ¡Mala lengua!

—¡Bruja!

—¡Patón!

—¡Chupagatos!

—Repare usted que soy una señora...

—Haya paz —dijo un sambenito abriendo su charolado manto rojo—. Todos tenemos nuestros defectos y nuestras cualidades. ¿A qué fijarse en lo malo únicamente? Usted, señora pulga, confiese que este caballero ciempiés será difícil que salga nunca al campo con muletas; y usted, caballero, póngase a los pies de esta dama y declare que sus hijas son tres morenitas muy graciosas.

—No estoy para perder tiempo en disputas; ¡ay, que esas locas me están dando cada susto!... Creí que la mayor se ahogaba..., pero... ¡lo que saben esas niñas! Veo que me pueden dar lecciones. Usted lo pase bien.

Y se perdió de vista en cuatro brincos, mientras el ciempiés lanzaba juramentos; el sambenito alzó los élitros, y desplegando las alas que guardaba para las grandes ocasiones, voló a un peral para alejarse de aquel maleducado.

—¡Calle! ¿Usted por aquí, señora? —exclamó al ver una cabecita que asomaba por un agujero redondo abierto en la cáscara verde de una pera.

—Bienvenido sea usted —respondió una lombriz rosada—; aquí vivo sola en esta fruta; ¿quiere usted probarla?

—Gracias; he almorzado uvas.

—No le digo que pase adelante, porque no cabría usted; no tengo más habitación que un pasadizo.

—¿Y cómo ha venido usted tan a menos? Yo que la he conocido cuando tenía usted palacio.

—Como que me he criado en un melón. ¡Qué quiere usted!... El viento me ha arrastrado. Pero vivo contenta; esta casita es muy alegre y tiene vistas al mar.

—¿Por qué no baja usted a la playa?

—Porque hay mucho lujo y estoy casi desnuda; ¡cuidado si van compuestas las avispas! Moscas he visto luciendo corpiños de oro viejo, y orugas arrastrando terciopelo leonado.

—¡Si hoy va a la playa todo el mundo!, hasta los gorgojos que me dan lustre en las botas me han pedido licencia para baños. Creo equitativo que se den lustre alguna vez. ¿Eh? ¿Quién me toca?... ¡Ah! Felices, señor moscón.

—Dispénseme usted; como soy corto de vista, tropiezo en todas partes.

—Pero no se le oculta ninguna noticia siendo mala. ¿Ocurre algo?

—No me es posible revelar lo que sucede.

—¿Es desagradable?

—Gravísimo.

—Vamos; ¿qué es ello?

—Pueden oírnos. ¡Adiós!

Batió el moscón las alas y se perdió por entre las hojas murmurando, mientras decía el sambenito:

—Ese moscón siempre anuncia males, y el caso es que acierta casi siempre.

En aquel momento, todos los hilos que las arañas habían extendido por el árbol vibraron a la vez, como si muchas manos ocultas tirasen de infinitas campanillas.

—Las arañas se comunican entre sí —dijo la lombriz—; ¿se habrá dejado prender en sus redes el moscón?

—¿Conque hay arañas, y yo aquí tan tranquilo?... —repuso el sambenito disponiéndose a volar.

—Si son muy buena gente; siempre las veo con la rueca y nunca dejan la labor.

—¡Adiós, señora!

Y mientras los timbres de alarma funcionaban, bajaban muy tranquilos a la playa, por el aire, por ramas y veredas los insectos más lucidos y elegantes.

II

Los caracoles arrastraban sus mantos por la playa con coquetería femenina, o amenazaban varonilmente a los enemigos enseñando los puños, según el capricho de su naturaleza bisexual. Algunos escarabajos jugaban a los bolos; las relucientes cucarachas se daban charol entre los menudos parásitos, que admiraban su tamaño, y los gusanos culebreaban por la arena con sus más graciosos movimientos de cintura. Los insectos alados revoloteaban imitando el volar de las mariposas, o movían las alas a manera de abanicos para darse aire; algunos músicos ambulantes pedían limosna entre los grupos; bandadas de mosquitos se divertían gritando junto al agua, y algunos piojos, paseando con gravedad, se daban tono de señores entre aquel mundo elegante, donde las bellas lucían trajes verdes, encarnados, azules y pajizos.

Las gorgojas, entremetidas y fisgonas, criticaban los adornos y disputaban si era más elegante para lutos el negro escarabajo o el negro cucaracha.

Los tábanos no dejaban honra con pellejo, y en un grupo de cínifes cada cual publicaba sus conquistas.

—¿Dices que estás citado con una mariposa? —preguntaban al más ligero.

—Y el que lo dude puede acompañarme; me ha prometido enseñarme una tela de grana que posee.

—Eres un embustero; las mariposas no tienen tela...

—No nos engaña, señores —dijo en el corro el más vejete—; es simplemente el engañado: ha tomado por mariposa una polilla.

Más allá, los aficionados al canto, sentados en la arena, escuchaban con interés el concierto de las ranas, y aplaudían en su idioma las notas más profundas de los bajos.

—No hay voz como la de la rana —decía un zángano inteligente—; oiga usted esta romanza.

—No niego su mérito, pero la voz del moscón me parece más dulce y más velada.

—¡Bah, bah! Eso es canto llano. Aquí hay más arte; oiga usted este número, ¿eh? Cada cual canta por su lado, y repare usted qué conjunto tan armónico; los ignorantes creerán que no hay compás y que cada voz hace su capricho y que el maestro está loco...; pero fíjese en este crescendo..., debe ser el pueblo de las ranas pidiendo rey..., ¡monumental! Ahora callan. Escuchemos. Nada; no se oye nada. ¿Qué más se puede pedir, musicalmente, a este silencio?...

Un grupo de moscas hacía corro alrededor de una mora despachurrada.

—¿Qué tal el dulce?

—Exquisito: no se come mejor en las confiterías de Madrid.

—¡Ah!, ¿viene usted de allí?

—Acabo de llegar en un coche-salón.

—Tendría usted buena cama...

—He dormido en la calva de un ministro.

—¿Y qué tal viaje trajeron ustedes?

—Por mi parte bien: su excelencia ha debido estar algo molesto.

—Comamos otro poquito.

—Es lo único que se saca de la vida.

—¿Quién da esos gritos angustiosos?

—¡Ay, ay, que me desgarran mis alas de colores! —gritaba una mariposa que se había posado un instante en las hojas de una zarza—. ¡Socorro!

—Es inútil acudir en su auxilio —dijo un abejorro—. No hay quien la pueda valer: la infeliz ha caído en poder de una garrapata, y ésas no sueltan nunca lo que cae entre sus garfios.

—¿Quién piensa en esas lástimas? —dijeron las moscas—; comamos otro poco.

—Sí, y cuando estemos hartas, bailemos en el aire unos rigodones para volver a abrir el apetito.

—Señoras, ¿no hay una limosna para el grillo que improvisa?

—¿Versos? Recita versos nuevos.

El grillo, acompañándose con su cri-cri:


El viento es un suspiro
con alas de color:
la música es un vaho,
la luz es un rumor
>sin olor.

El cielo es un casquete
balsámico y sutil:
la Tierra es una bola
de perlas y marfil,
en abril.


—¡Bravo, bravo! —repetían las moscas admiradas—. Esos versos no se entienden, pero gustan.

—¡Si no dicen nada!, si son disparatados e insustanciales —vociferaba el abejorro.

Pero las moscas aplaudían.

El abejorro, buscando quien pudiera comprenderle, reparó en el ciempiés que no hacía coro a los demás, y le preguntó:

—¿Qué opina usted de toda esta gente?

—Hombre, por regla general, opino mal de todo, y aquí no veo ventaja ninguna en alabar nada de lo que estamos presenciando. Pero, si usted quiere, escribiré en la arena, no una opinión, veinticuatro opiniones distintas a la vez: para eso tengo veinticuatro extremidades.

—Es inútil. Tengo un criterio y me basta. Veo gentes dadas a la música, al baile, al lujo, a la glotonería, al juego...

—Y otras que se divierten corriendo —añadió el ciempiés.

—Con permiso de usted, no creo que corran por diversión...

—¿Qué dice usted?

—Que se oyen gritos; que se atropellan unos a otros.

—¿De veras?

—Sí, señor; se ha armado y hay carreras.

En efecto, un tropel de insectos huía en completa dispersión, llevando la delantera las curianas: los fugitivos derribaban cuanto hallaban al paso, escondiéndose en los hoyos, trepando por las ramas, y algunos, ciegos por el espanto, caían en el agua: los que tenían alas volaban más tranquilos, y el moscón aumentaba el pánico gritando por todas partes:

—¡Sálvese el que pueda! ¡Sálvese el que pueda!

III

—Pero ¿qué hay? —preguntaba el ciempiés, corriendo sin acertar por dónde y desandando aturdido su camino.

—Una cosa gravísima —le dijo el abejorro que se había elevado para abarcar más horizonte—: se han sublevado las hormigas, y están cometiendo excesos. Todas las bocaminas de los hormigueros se desbordan y se extiende la inundación por todas partes como una mancha negra y circular; son innumerables: abiertas de tenazas y furiosas acometen, invaden, destruyen, saquean, insultan, roban y asesinan.

—¿Qué camino debo tomar?

—Han tomado todos.

—¿Cree usted que me respeten?

—Lo dudo: las he visto detener y sujetar a un alacrán. Con su permiso, vuelo.

En aquel momento desembocaban por diversos lados, extendiéndose en círculo formidable, pero sin orden y como locas, miríadas de hormigas que ostentaban en sus frentes toda clase de despojos: ya un trozo de la armadura de un escarabajo, ya un jirón de seda desgajado de los telares de una araña; plumeros elegantes arrancados del copete de un insecto, briznas y estambres de moradas y cosechas destruidas. Otras hormigas, más feroces, levantaban en alto cuerpos desfigurados de cocos y pulgones y ensangrentadas cabezas de saltamontes y cigarras, y sacudían, arrastraban y despedazaban el cadáver de una oruga. Era el mundo pequeño tomando apariencias gigantescas y terribles.

El ciempiés comprendió que no tenía medio de escapar, y esperando a la turba, dijo con tono declamatorio:

—Hormigas: Admiro con entusiasmo vuestro triunfo porque soy de los vuestros; apruebo lo que hacéis, y sólo se me ocurre gritar: ¡Vivan las hormigas!

—¿Qué garantías nos das de que no mientes?

—Una prueba decisiva: que teniendo tantos pies no he querido huir.

—¿Y por qué tienes tantos pies? —repuso con ira un hormigón reconociéndole.

Se oyó un murmullo feroz, y el ciempiés sintió que le estrechaban.

—Confieso que la naturaleza abusó conmigo.

—¿No eras de los nuestros? Pues es preciso que te iguales a nosotras, que tenemos seis pies nada más.

—¡Sí, arrancádselos, o que entregue la cabeza!

—Hermanas: Estoy dispuesto a sacrificar por vosotras una parte de mi cuerpo; contentaos con un par de patas.

—Ea, quitadle la mitad de las que tiene y acabe el regateo: ¡pronto! ¡Panza arriba! Ya sabéis, compañeras, hacedle solamente doce amputaciones.

El ciempiés tragaba veneno en silencio, proyectando la fuga con los doce pies que habían de quedarle.

—¡Aquí, aquí! —gritaron en otro sitio las hormigas—. Venid, que la tierra suena a hueco.

—Escarbemos, desenterremos, registremos —decían muchas a la vez.

—¡Llamad!

—Nadie responde.

—Arrancad las piedras de la fachada.

La fachada de las hormigas es el suelo.

—¿Qué queréis? —dijo al fin un gusano cuyos espantados ojos relucían en la obscuridad.

—Venimos a saquear vuestra despensa.

—Somos pobres; vivimos en comunidad y sólo comemos tierra; respetad nuestra clausura.

—Ya no hay respetos: vaciad esa gusanera, que nos hace falta vuestra piel para calzarnos.

Sólo los caracoles, pegados en el suelo y conteniendo el aliento, resistían impávidos el sitio de las hormigas; en vano mellaban éstas sus tenazas, y en vano trepaban por el muro resbaladizo: siempre caían por el lado opuesto de la cúpula.

—Dejadlos —decían las más sensatas—; son inexpugnables.

La invasión de la zarza fue la empresa más ruda y gloriosa: allí llegaron a sus límites el estrago y el tumulto. Las hormigas trepaban por las ramas y se extendían por los tallos y hojas, deshaciendo madrigueras, estrangulando vivientes y despeñando sus cuerpos: era inútil la resistencia que hacían con sus aguijones las arañas y alacranes; agobiados por el número, eran despedazados poco a poco. Todo quedaba estéril y desierto por donde subía la turba destructora: ni los gérmenes que palpitaban en los huevecillos, ni los microbios confiados en el incógnito de su pequeñez eran perdonados. Las hormigas trepaban y trepaban talando y matando con cólera implacable.

IV

Telegrama transmitido por una araña, desde las alturas de la zarza, a otra habitadora del peral, y por ésta a todas las arañas de la tierra:


El orden ha quedado restablecido en la Charca; pero las víctimas y destrozos son incalculables. Fue un caso de locura colectiva que los sabios atribuyen a una influencia del tiempo. Las hormigas, tristes y cabizbajas, entran poco a poco en sus hoyos y los insectos salvados empiezan a asomarse a las ventanas. Se ha abierto una suscripción en favor de un ciempiés que perdió gloriosamente doce patas en defensa del orden: todas son de un mismo lado, y necesita, por consiguiente, doce muletas para andar.

V

Dos días después no quedaban vestigios del saqueo: los pájaros se habían comido los cadáveres, todo había recobrado su aspecto de siempre, y las hormigas habían vuelto a la querencia de la sumisión y del trabajo, formadas en columna, según la disciplina tradicional, y obedeciendo de nuevo a sus jefes por la fuerza social de la costumbre. ¡Con qué docilidad ejecutaban las voces de los cabos, que gritaban: «¡Pelotón! ¡A la obligación! ¡Carguen el grano!».

Formando contraste con la uniformidad de las hormigas, y como si nada hubiera sucedido, los insectos más brillantes bajaban a su recreo acostumbrado, alegres y compuestos.

Mirándolos a todos desde cierta altura, apenas había diferencia. Parecían dos hormigueros, uno que caminaba hacia la era, y otro que se dirigía hacia la playa: el hormiguero negro y el hormiguero de color.


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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