Gran día fue el 15 de marzo de 1493 para los habitantes de Palos de Moguer. ¡Qué abrazos recibían los expedicionarios de la Niña y de la Pinta, que sus familias y amigos creían ahogados y deshechos en los abismos del mar tenebroso, y regresaban sanos y salvos, llenos de gloria, cargados de curiosidades y difundiendo los últimos y maravillosos descubrimientos de la Ciencia. Las gentes festejaban, bendecían y aclamaban a Colón, y luego formaban círculo en derredor de sus amigos y escuchaban con admiración las relaciones de aquel viaje romancesco.
—¿Tan excelente es aquella tierra? —preguntaba un bachiller a su paisano y amigo el expedicionario Pedro Luna.
—El clima es delicioso; los habitantes, de un carácter dulce y apacible; las aves y las plantas, de formas y apariencias vistosas... —respondió Pedro.
—¿Te sorprendería aquel descubrimiento... y el hallar hombres y tierras encantadoras en lugar de monstruos y oscuridad, o mares de fuego?
—No me lo esperaba, y me entristeció. El almirante buscaba tierras: yo buscaba encantos y prodigios; barreras de agua defendidas por dragones; el lecho de llamas en que se acuesta el sol, y la fábrica de las tempestades y relámpagos.
—¿Y nada de eso hallasteis?
—Nada de eso; hemos ensanchado los mares y la tierra, con otros mares y otras tierras semejantes: tengo la seguridad de que con una nave, por oriente y poniente, por el norte o sur, sólo se encontrarán aguas como las que estamos viendo, y hombres como nosotros en sus islas. El reino se ha enriquecido, pero mi imaginación se ha hecho pobre y árida. Hemos borrado y perdido el camino de los prodigios y los monstruos...
—¿De modo que ya no nos abandonarás otra vez?
—Te equivocas, volveré a partir en la primera expedición.
—Virtud es...
—No, sino vicio.
—¿Quién te lleva a las Indias?
—Esta hierba aromática. Diéronmela a gustar los indios, de una isla llamada Cuba, y tanto placer me dio, que no traigo oro, ni flechas, ni pendientes, ni caretas, ni loros amaestrados, sino hacecillos de esa planta, con que me perfumo la boca sin cesar.
Y arrimando a un ascua viva, Pedro, un manojillo delgado de hojas de color rubio negruzco, lo aplicó a sus labios por el sitio opuesto de la lumbre, aspiró con deleite y lanzó luego por la boca una nube de humo de olor desconocido y agradable.
—¿Cómo se llama esa hierba? —dijo lleno de curiosidad el bachiller.
—Se llama tabaco.
—Déjame probarlo.
—No lo probarás, por tu bien: esta hierba marea y produce náuseas al que no nació para aspirarla. Envicia y hace esclavo al que se entrega a su deleite.
—Pobre amigo mío —dijo el bachiller estrechándole la mano—; antes vivías de ilusiones; ahora vives de humo: siempre serás el mismo.