Paco Silba y Bustinduy.
La Botánica, lo mismo que la Historia, ha tenido su mitología,
sus fábulas y sus maravillosas creaciones; áun recetan los médicos
algunas plantas cuyas virtudes resisten á la malicia de este siglo
incrédulo, como el árnica: no las nombro, porque no es mi ánimo atentar á
la reputacion de esos respetables vegetales, que ocupan honroso puesto
en la anaquelería de los drogueros y herbolarios: plumas algo más
revolucionarias que la mia relegarán al humilde empleo de ensaladas á
muchas hierbas que vende el boticario usurpando sus funciones á la
honrada verdulera. Contentémonos, por ahora, en no creer, como asegura
Nieremberg, que pueden nacer espinos en el vientre, como cuenta de un
pastor, añadiendo que todos los años florecia aquella planta : y
lamentémonos de que se haya concluido, y no se venda en nuestros
mercados, la fruta llamada mirbolanos, que, segun Ficino, prolonga la
vida y preserva de la vejez, si bien me inclino á sospechar que esa
fruta existe todavía, mirando á ciertas mujeres que hace veinte años
podian ser mis abuelas, y hoy pasarian fácilmente por mis hijas.
Otros autores más ó ménos graves que cita el reverendísimo P. Fuentelapeña, afirman cosas relativas á las plantas, no ménos admirables y estupendas. Solórzano habla de una hierba, que cuando pasa álguien cerca de ella, alarga una de sus varas y le sacude un garrotazo; figúrese el lector la situacion de un viajero extraviado en un bosque donde abundasen dichas plantas.
Plinio asegura que las ortigas marinas mudan de sitio y se encogen, para ensancharse cuando se aproxima un pececillo, envolverle en su red y devorarle. Otros varios autores citan una planta llamada Boromez, que tiene la figura de un cordero, pace la hierba que crece alrededor, y muere cuando el pasto se le acaba: Zonaras y Mayolo sostienen que existe una hierba que huye de las gentes, por lo cual sólo deben sembrarla los labradores que tengan buenas piernas para recoger á la carrera sus cosechas: y finalmente, Fortunio Lizeto refiere que en los montes Caspios se crian unos melones muy grandes, cada uno de los cuales tiene en su fondo... (asómbrese el lector) un robusto cordero.
Si todo esto se creia en el siglo XVII, y no se podia ménos de creer cuando lo afirmaban personas sérias, ¿qué extraño que en el siglo XV, época de mi historia, tuviesen fe los sabios en otras patrañas semejantes? De ellas estaban atestados los libros griegos y latinos: los moros y judíos mezclaban en sus escritos las observaciones del físico con las supersticiosas maravillas orientales. El célebre D. Enrique de Aragon, marqués de Villena y protagonista de este episodio, en su arte cisoria recomienda á los cortadores que trinchan en las mesas reales, el uso de sortijas con piedras «valientes contra ponzoña é aire infecto», y entre otras, la llamada «pirofiles, la que se face del corazon del home muerto, con veneno cocho, lapidificada en fuego reueruerante», piedra descrita por Aristóteles: y cita el mismo Marqués, entre otras carnes que se comen por medicina, «la del Ome, para las quebraduras de los huesos... la del Habubilla para aguzar el entendimiento, la carne del cauallo para fazer Ome esforzado...», y otras muchas.
La hierba de fuego no es invencion mia; mucho despues del siglo XV se creia en su existencia, si bien calculo que nunca llegó á venderse en las boticas: llamábanla zinopasto ó Agla ofentide terrestre. Si ni nuestros abuelos, ni nuestros padres, ni nosotros la hemos alcanzado, no debe sorprendernos: tanto ha llovido desde entónces, que esa hierba quizás se haya apagado.
I
Don Enrique de Aragon, señor de Iniesta, el sabio, el célebre Marqués de Villena, el más aristócrata de los brujos en las consejas populares, yacia en una silla, postrado y sin fuerzas en el cuerpo, miéntras en su espíritu se atropellaban las ideas, á juzgar por la movilidad de su fisonomía. De pié y en un rincon estaba un escuálido escudero que, por su traje negro y raido, más parecia físico sin enfermos que criado de un alto personaje: el pobre hombre, ora observaba con cariñosa inquietud al enfermo, ora seguia con estúpidas miradas las nubes de humo que producia en el hogar la leña verde y tragaba con avidez la campana de una gigantesca chimenea. Grandes volúmenes colocados en una antigua estantería; manuscritos desordenados con caractères góticos de colores variados é idiomas diferentes, instrumentos de Geometría y otros objetos de estudio que llenaban una ancha mesa; un laud viejo colgado en la pared, un lecho monumental con las armas de la casa de Aragon, y algunas sillas rotas, daban á aquella estancia un aspecto de majestuosa pobreza.
El señor de Iniesta, envuelto en un largo balandran de mucho abrigo, tenia los piés cerca del fuego, y el cuerpo apoyado en un cabezal puesto en el respaldo de la silla. Era hombre de unos cincuenta años de edad, aunque representaba ya sesenta: su estatura era corta, su cuerpo grueso y su color arrebatado.
—¡Miguel! dijo con voz desfallecida D. Enrique, es preciso que haga un esfuerzo y que salgamos esta noche.
—¿Vuesa merced está en su juicio? contestó alarmado el escudero: ¿salir á estas horas en un 15 de Diciembre? La villa de Madrid es de las más frías y malsanas que conozco: el glorioso rey D. Alonso VIII perdió en ella su hijo primogénito; aquí han muerto...
—Déjate de citas, buen Ramirez, porque no has menester convencerme de lo que por mí propio experimento; desde que estoy aquí la gota apénas me ha dejado reposar, y hoy me quita la vida esta maligna fiebre.
—Lo mejor sería llamar al bachiller Fernan Gómez... dijo Miguel Ramirez.
—Guárdate bien de traer á ese importuno, que me hablaria de los húmedos y de la sangre corrupta, y extraeria tazas de sangre de mi cuerpo como se saca vino de un cuero.
—Pires es un físico aprobado, y de la cámara Real.
—Yo le repruebo; ademas de inexperto es hombre sin letras é incapaz de escribir una mala carta. Por otra parte, siento subir la fiebre y voy creyendo que no hay poder humano ni medicinas que puedan ayudarme.
Miguel Ramirez rompió á llorar como un niño.
—Miguel, dijo con acento conmovido D. Enrique, voy á explicarte el interés que tengo por adquirir esa hierba prodigiosa que ha visto Asser en la huerta del obispo de Cuenca. Era yo jóven cuando vino á la córte le mi difunto primo el rey D. Enrique III, Un embajador del gran Tamerlan de Persia, hombre práctico en el estudio de las lenguas y eminente en las ciencias ocultas: llamábase Mahomad Alcagi , y á pesar de ser pagano, gustaba de conversar con monjes y no frecuentaba el trato de los nobles, que sólo le hablaban de cabalgar, del juego de la lanza y de la barra y de ejercicios corporales: como le dijeron mi aversion á toda clase de armas, me tomó gran aficion, y un dia hizo mi horóscopo, segun usan los persas. «Pasaréis grandes trabajos, me dijo, y se verterá por vuestra causa mucha sangre; pero no lograreis ser verdaderamente sabio, feliz y respetado, hasta que poseáis la hierba de fuego, que sólo se ve de noche y en tinieblas. Esta la encontraréis cuando os veáis en la mayor tribulacion.»
—Señor, contestó Ramirez, vuestra merced me ha dicho muchas veces que la Iglesia reprueba esos hechizos.
—Es verdad; pero contempla nuestro estado: los nobles me desdeñan, la que fué mi esposa me abandona, el seguir mis estudios requiere mucho oro, y ni áun tenemos con que pagar mis medicinas; la enfermedad me ahoga, y si hoy muriese, apénas dejaria para pagarte tus soldadas.
—¿Y piensa vuesa merced en esa miseria? dijo Ramirez afligido. Yo le sirvo por lealtad; gocé á su lado el tiempo próspero, y tengo orgullo en participar de sus desgracias; no cambiaria mi destino por el de mayordomo de palacio; sólo me aflige que vuestra merced se entregue á ciertas lecturas y frecuente ciertas compañías....
—Escucha bien, Ramirez: si hoy muriese, quemarian mis libros sin leerlos: mis libros, que son tantos como ningun otro ha escrito: no tengo hijos ni herederos que vuelvan por mi nombre, y dejo en la tierra muchos enemigos poderosos. ¿Puede darse mayor tribulacion? Y hoy me asegura Asser que ha visto esa planta. ¿Cómo he de permanecer indiferente? Ramirez, mi buen amigo, yo no puedo moverme de esta silla, es necesario que vayas tú á esa huerta y hagas por mí este último servicio.
—Repare vuestra merced que se trata de una brujería.
—¡Miguel! repuso D. Enrique en voz muy baja, tú tienes tiempo para arrepentirte y yo me muero.
—¡Señor! dijo Miguel besando la mano, iré su amo, iré ahora mismo; pero no puedo dejar sólo á vuestra merced.
—Tendré paciencia un rato.
—¡Oh! no; puede faltar leña á la lumbre, puede sobrevenir un desmayo...
—Tienes razon, repuso el señor de Iniesta, y dijo tímidamente á su escudero: Llama al pobre Asser.
—¿A ese miserable judío? señor.
—Es un sabio, querido Miguel.
—El escudero hizo una señal de resignacion, y dijo luégo:
—Volveré pronto, muy pronto.
—Cuida de apagar la linterna, porque esa planta es tan sensible á la luz, que desaparece á cualquier rayo: lleva un paño negro en que envolverla, y si la consigues, colócala en un desvan oscuro, pero no entres con ella en este cuarto. Ramirez, en tí deposito mi última esperanza, porque creo que ésta es tal vez la noche postrera de mi vida. Apresúrate: siento que me agravo por momentos.
El escudero salió enjugándose las lágrimas y moviendo con desconsuelo la cabeza.
Ya en la calle, llamó á la puerta de una pobre casa, y dijo en tono brusco al que salió á abrir, hombre de edad y en traje de judío:
—Mi amo te necesita; sígueme al instante.
El israelita le siguió con humildad, como hombre acostumbrado á la obediencia.
—¿Quereis decirme si se ha agravado vuestro amo? dijo con interes el judío al escudero.
Está peor, en efecto; pero se trata de que no quede solo miéntras busco la hierba que dices haber visto en la huerta del obispo D. Lope de Barrientos, y con la cual le has vuelto el juicio, brujo miserable.
—Y tanto como la he visto: levantaría del suelo cerca de una cuarta, y oscilaba al menor soplo de viento. Está como á la derecha de la puerta: daria un buen hallazgo al que me presentase un solo tallo.
—¿Y cómo no escalaste la tapia?
—Líbreme Salomon de ese atrevimiento: el obispo don Lope es muy severo con nosotros.
—Entra, dijo Ramirez al judío abriendo la puerta de la posada de D. Enrique; cuida del fuego y habla poco, que tu conversacion es dañosa para el alma. Si mi amo se queja de tí, ó si yo noto á mi vuelta algun descuido, te acompañaré hasta tu casa alumbrándote á linternazos.
El judío bajó la cabeza y entró murmurando entre dientes:
—No sé si hallarás la hierba; muchas noches me ha engañado la apariencia: puede ser tambien una de esas piedras que brillan en lo oscuro... Pero de seguro te encontrarás con los perros del obispo, bárbaro escudero.
Cuando Asser entró en la habitacion de D. Enrique, éste se hallaba adormecido: á la excitacion de la fiebre habia sucedido un gran abatimiento. El judío, al verle, hizo un gesto de dolor.
—La enfermedad ha caminado muy de prisa; le han muerto sus propios pensamientos, dijo con tristeza, tomándole el pulso: no le queda apénas una hora de vida; volverá en sí un breve rato, y luégo la máquina cesará sus movimientos. ¡Lástima de hombre! con él se extingue la mejor inteligencia de Castilla. Gran amigo pierdo; él me apretaba la mano y me trataba como á igual, miéntras los criados y villanos me humillaban como superiores: ¡qué sería de nosotros si esos implacables plebeyos se convirtiesen en señores!
Y Asser contemplaba con melancolía la cabeza de don Enrique, cuya barba descansaba sobre el pecho.
Dentro de un rato, prosiguió el judío, volverá Ramirez, y buscará un confesor para aterrarle con las tristes ceremonias con que su religion despide al moribundo. Y despues de una vida de trabajos, morirá temblando, arrullado por el monótono rezo de agonía. ¡Oh, no! yo debo pagarle su amistad prestándole el último servicio.
Y el judío sacó de su faltriquera una bolsa, y de ella una pequeña caja que contenia unos polvos; vertió cierta cantidad en una copa con agua, agitó ésta y se acercó al enfermo con cariño.
—¡Don Enrique! ¡D. Enrique! dijo golpeándole con suavidad en el hombro.
El señor de Iniesta alzó la cabeza y fijó una mirada en Asser sin conocerle.
—¿No conoceis á vuestro amigo?
—Ramirez, ¿no es verdad? Esa luz que veo será la planta que buscábamos.
—Ha empezado el delirio, pensó Asser; aumentémosle, convirtiendole en satisfaccion ó voluptuosidad; el efecto de este narcótico durará más tiempo que vida le queda á mi pobre amigo; el delirio que produce tiene una extraña apariencia de verdad y siempre lleva al ánimo ideas de ventura. Tomad la medicina, añadió aproximando la copa á los labios del enfermo.
Este bebió maquinalmente la mitad de la dósis, pero fué imposible que la tragase toda.
—No importa, siguió diciendo para sí aquel extraño enfermero; tiene ya lo suficiente.
Y Asser derramó el sobrante de la copa.
—Conviene no dejar huella ninguna; dirían que esto es veneno ó un hechizo, no siendo otra cosa que el tallo seco del cáñamo.
Despues el judío quedó observando á D. Enrique de Aragon con interes extraordinario.
Pasaron muchos minutos; el señor de Iniesta articuló palabras incoherentes, y por último apareció en su rostro una sonrisa que se reflejó al instante en el atezado semblante del judío, pero acompañada de dos lágrimas.
—Muere gozando dijo Asser, tú que has sido infeliz toda tu vida.
II
La vida real continuaba verificándose aparentemente en el cerebro de D. Enrique, con tal verosimilitud y con tal relieve, como si en efecto aquello sucediese: el narcótico daba reposo al cuerpo, y á la imaginacion vida y movimiento.
Don Enrique, ágil y contento, paseaba por la cocina, y Miguel
Ramirez, con una llave en la mano, puesto al lado de la ventana, parecia
aguardar á alguno, impacientándole su tardanza.
La mesa estaba puesta: blanco mantel la cubria, plateles, copas, naos y demas utensilios de vajilla que se usaban en el siglo XV, pues corria por entónces el mes de Diciembre de 1434: cuchillos de várias clases con las armas de la casa de Villena en el mango plateado, relucian sobre el mantel en compañía de aquellos instrumentos de dos ó tres púas, llamados brocas ó tridentes, que fueron los abuelos de los modernos tenedores.
Sin embargo de estos preparativos, ningun caldero hervia en el inmediato hogar, ningun ave volteaba en el asador; la mesa estaba dispuesta, sólo faltaba la cena.
El Sr de Iniesta escuchaba en la calle el diálogo de dos curiosos, que sin duda estaban observando á través de una rendija de la ventana.
—Créeme y alejémonos de esta casa: es la hora en que los espíritus hacen de las suyas.
—Déjame un instante y no temas; nunca salgo de noche sino cargado de reliquias.
—¿Notas algo? decia el más tímido con recelo.
—Ya lo creo: estoy observando que hay dos asientos preparados en la mesa y una sola persona: nada veo calentándose en la chimenea, y el Marqués se pasea pensativo, discurriendo sin duda una buena cena, que aparecerá probablemente por los aires.
—Dicen que es muy sabio; pero ¿crees que con la imaginacion y á fuerza de estudios se pueden improvisar perniles y faisanes, como trovas y libros de cocina?
El escudero, á quien se hacía la broma algo pesada, dió en la ventana algunos golpes con el cuento de la espada, y se oyeron en la calle los pasos precipitados de dos personas que huian como seguidas de fantasmas.
—¿Qué haces, Miguel Ramirez? preguntó D. Enrique suspendiendo su paseo.
—Señor, espantaba á dos villanos que estaban junto á la reja tratándonos de brujos.
—Mala fama tenemos, respondió el caballero sonriendo. Pero dime, ¿estás seguro de la promesa de Jarava?.
—Figúrese vuestra merced si habré prestado atencion á sus palabras; no nos quedaba para cenar otro recurso. « Decid á vuestro amo, me repitió, que quiero esta noche lucirme en su presencia, trinchando, segun las reglas de su arte cisoria, algunas viandas cuyo córte me han alabado y cuya destreza debo á sus lecciones: tened vos, señor escudero, dispuesta la mesa, que la cena yo la llevaré en persona.»
—Pues el amigo Sancho Jarava se retrasa.
—Se habrá prolongado la cena del Rey vuestro sobrino.
—Tal vez: su oficio de cortador es de los que requieren más puntualidad en la asistencia.
—¡Él es! dijo con júbilo Ramirez ovondo algunos golpes en la puerta; y descolgando un candil plateado, salió á abrir á Jarava, que entró seguido de dos mozos, cada uno de los cuales llevaba una tabla en la cabeza, y en el brazo derecho un cesto ó una arqueta.
Don Enrique de Aragon salió al encuentro de su huésped y le recibió con verdadera alegría.
—Perdonad, le dijo, que os reciba de una manera tan pobre, como conviene á un señor sin estados: ya lo veis, no hay paños franceses en las paredes, ni piezas de oro y plata en mis aparadores, ni pieles de leon en las puertas, como tiene el Condestable en su casa de Escalona.
—La honra de servir á vuestra merced es lo único que buscaba al venir á esta posada, señor maestre.
—¿Maestre? contestó D. Enrique: lo fuí de Calatrava, pero hace veinte años que anularon mi eleccion.
—Pues bien: señor Marqués de Villena, Conde de Rivagorza y de Cangas de Tineo.
—Hice renuncia de mis estados en favor de la Corona: llamádmelo que soy, D. Enrique de Aragon, señor de Iniesta, y suprimid la merced, que estamos entre amigos, y vamos á cenar.
Los mozos habian colocado las viandas junto al fuego, y la cesta y el arqueta en el aparador.
—Voy á serviros en toda regla, dijo Sancho Jarava abriendo el arqueta, de la cual sacó un estuche de cuero de ciervo y algunos paños finos: colocó éstos sobre una nao plateada, puso encima los lienzos, y sobre ellos cinco cuchillos de formas diferentes, que cubrió con un paño finísimo en que estaban bordadas las armas de Castilla.
—Perdonad, amigo, dijo el señor de Iniesta deteniéndole: no consiento que entreis en esos pormenores. Años hace que practicáis vuestro oficio en la mesa Real, y no necesitáis hacer más pruebas: partiréis con el cuchillo las viandas, puesto que os empeñáis en hacer gala de destreza. Ahora sentaos, que Miguel Ramirez os tiene preparada el agua de manos.
Sancho Jarava hubo de rendirse.
Ramirez, que habia colocado las cacerolas en el fuego, aspirando con deleite su perfume, y vaciado de la cesta algunos panes, botellas, hojaldres, nuégados, turrones y otros postres, colocó al lado de Jarava una ensalada de coliflor.
—No me habeis dicho, amigo Jarava, cómo está el Rey mi sobrino y qué pasa en la córte.
—Su señoría el rey D. Juan II tiene excelente salud, y se ocupa en arreglar unas estrofas del poeta Juan de Mena.
—¿Y el condestable D. Alvaro?
—Aquí, entre nosotros, D. Alvaro de Luna cree que sois su enemigo y estais en combinacion con un fraile del Monasterio de la Mejorada, famoso nigromántico, que ha predicho su ruina y su caida.
—Veo en ello la mano de mi antigua esposa doña María de Albornoz, su parienta, que le ha nombrado en vida su heredero, temiendo acaso que yo la sobreviva y reclame sus dominios. Hace mal: soy más viejo que ella y el estudio me ha quitado mucha vida.
Y D. Enrique de Aragon, el ex-marqués de Villena, el ex-maestre de Calatrava, miró fijamente á Sancho Jarava, cortador del Rev D. Juan II, y dijo despues con ligereza:
—Partid ese cabrito, cuyo abultado vientre me indica alguna sorpresa del cocinero.
Sancho Jarava hundió el tridente en el cuerpo del animal, que dividió con verdadera maestría, sacando una chocha en el tenedor, la cual colocó sobre una rebanada de pan extendida en un plato para que no la enfriase el contacto de la loza, y sirvió á D. Enrique en un instante los muslos del ave y la pechuga.
—Admirablemente partida: no he visto jamas tal prontitud y ligereza: no ha perdido nada de su calor: parece que habeis hecho la operacion por arte mágica.
Jarava y D. Enrique hicieron los honores al asado como personas entendidas.
—¿Es vuestra la idea de haber sazonado el ave echando la sal y el jugo de limon ántes de asarla? dijo el de Aragon.
—Mia es, contestó Jarava con orgullo.
—Pues hemos de corregir mi arte cisoria, y donde dice que se echen la sal y el zumo de limon templado con agua de rosa, en las aves partidas, debe escribirse: ningun ave ó vianda se presente sin la sazon y el agrio conveniente, que debe darse al manjar en el horno mismo. Dadme sesos de cabrito, amigo Sancho, que huelen á jengibre que es un consuelo.
El cortador del Rey se habia esmerado en la cena: lomo foraño adobado; besugo fresco, plato entónces en Madrid muy estimado; un pavo servido con la cola en forma de abanico, y otras viandas de las que se componían los monótonos pero abundantes banquetes de aquel tiempo; se habian destapado diversos vinos, unos procedentes de los vecinos pueblos, otros venidos de Málaga; vino que, á pesar de ser cristiano, no estaba bautizado.
—Me dais un festin suculento: nunca he comido manjares mejor sazonados ni bebido vinos tan aromáticos.
—Aun os falta lo mejor, contestó Jarava sonriendo.
—¿De véras? Sois un verdadero encantador, y mi fama de brujo palidece ante vuestro arte: hemos debido cenar en el triclinio, como hacían los romanos, para gozar con descanso y voluptuosidad de este banquete.
—Partid, D. Enrique, esa empanada.
—¿Sabeis que me tiembla el pulso de emocion ántes de alzar la tapa? Creo que ha de salir de este pastel el ave Fénix... Pero ¿qué es esto? un escrito con firma Real.…
Y el Sr de Iniesta, trémulo y lleno de esperanzas, leyó un alvalá en que el Rey le concedia un cuento de maravedises, miéntras se le ponia en posesion de sus Estados ó de otros equivalentes, cual convenia á su inmediato parentesco con D. Juan II.
—Me parece un sueño, repetía con júbilo D. Enrique, levantándose y dando un abrazo á Sancho Jarava.
—El Rey, contestaba éste, ha leido algunos de vuestros escritos, y en particular el Arte de trovar, y desea veros para manifestaros su satisfaccion.
—Iré mañana mismo á besar la mano de su señoría.
—Ademas, ayer en la comida, respondió por vos á una alusion que os hicieron.
—¿Alusion?
—Un paje, que hablándose de cierta brujería, dijo que se habia hecho por arte de D. Enrique de Villena, «Reportaos, contestó el Rey severamente: D. Enrique es pariente mio, y es un sabio y un católico: leed su libro titulado Los doce trabajos de Hércules, que está lleno de máximas y ejemplos, y debían aprender desde los príncipes hasta los siervos.»
Don Enrique de Aragon no podia disimular su regocijo.
Probablemente aquella íntima satisfaccion habia producido las sonrisas que observó Asser conmovido.
Cuando Sancho Jarava se hubo despedido, Miguel Ramirez entró otra vez en la habitacion, y dijo con mal humor á su amo:
—Señor, una judía quiere hablar á su merced: ¿le digo que está ya recogido?
—¿Es jóven?
—No lo sé, replicó de peor hilante el escudero; viene tapada; acaso sea vieja.
—Es lo mismo; hazla entrar, buen Miguel: el santo rey D. Fernando temia más que á los moros las maldiciones de las viejas.
Instantes despues, D. Enrique recibia cortésmente á la tapada; ésta parecia acobardada de su atrevimiento, y el señor de Iniesta tuvo que animarla para que se sentase y expusiera sus deseos.
—Señor, me han dicho que es vuestra merced muy bueno con nuestros hermanos.
Don Enrique se sonrió.
—Me han dicho tambien que es vuestra merced muy sabio y que ha escrito un libro sobre el mal de ojo.
—Es verdad lo último, contestó el de Villena, pero declaro en mi obra que ninguno debe hablar de lo que no ha visto, y en lo que allí trato me refiero á la autoridad de otros escritores. ¿Teneis enfermo algun hijo?
—¡Oh! no, señor, se apresuró á decir la judía; yo no soy casada.
—Perdonad; como estais tan encubierta
—Es que ahora me avergüenzo de haber venido, y quisiera salir.
—¿Tan pronto y sin atreveros á hacerme vuestra confidencia? ¿Acaso mi aspecto no corresponde á la idea bondadosa que de mí habiais concebido?
—No tal, se apresuró á replicar la hebrea; vuestra merced me era conocido.
—¿Y yo os conozco?
—Tal vez si me descubriera; aunque acaso no recordeis haberme visto.
—¿Sois jóven?
—Tengo quince años.
Aquella respuesta combinada con el grato perfume de ámbar que exhalaba el traje de la hebrea, despertó el interes de D. Enrique.
—¿Puedo saber vuestro nombre?
—Vuestra merced todo lo puede.
—¡Oh! suprimid el tratamiento; para las bellas no hay rango ni etiqueta.
—¿Quién os ha dicho que soy bella?
—Me lo dice el corazon.
—Porque vuestro corazon es muy bueno, lo cual me ha animado á venir sola á esta casa.
—¿A consultarme sobre la fascinacion ó mal de ojo?
—Sí; mi padre me asegura que hay personas que dañan con la vista.
—Dícese que algunas mujeres matan con la mirada.
—Y ¿qué sienten los aojados?
—El fascinado busca el lecho, pierde el apetito, rechaza las medicinas, aprieta las manos escondiendo los pulgares, tiene el oido muy fino, suspira, y sus ojos miran hácia el suelo. Pero vos no estais seguramente fascinada.
—¿Por qué?
—Porque el ámbar es preservativo, como el almizcle, el áloe, el clavo, la corteza de manzana y todos los buenos olores.
—¿Y si á pesar de todo estuviera fascinada?
—Los moros suelen usar para curarse el rocío de Mayo, y cuelgan del cuello monedas horadadas, libros pequeños, escritos y conchas de colores. En Castilla cuelgan á los niños en el cabello manezuelas de plata con pez é incienso: tambien se emplea el coral, la raíz de mandragora, piedra esmaltada de jacinto, dientes de perro y otras muchas supersticiones. En Persia cubren con un paño mojado la cabeza del niño, y déjanlo secar; si salen manchas en el paño se queda en ellas toda la maldad del hechizo.
—Y ¿qué remedio me aconsejais entre tantos?
—¿A vos? ¿Cómo quereis que os medicine si escondeis la cara y no os he tomado el pulso?
La hebrea sacó de debajo el manto una mano blanquísima. El Marqués se apoderó de ella al instante y dijo en tono grave al ver cómo temblaba aquella mano dentro de la suya:
—No basta aún: el pulso se toma á los hechizados sobre el mismo corazon.
—¿Sobre el corazon? exclamó la niña retirándose.
—Y la razon es muy sencilla, añadió D. Enrique: á vuestra edad se confunde esa dolencia con otra ménos grave.
—¿De véras?
—Con la del amor.
—¿Creeis que ame? dijo la niña con voz trémula.
—¿Os ha mirado con mucha fijeza algun hombre?
—Me ha mirado.
—Pues por la vista entran el amor y los hechizos.
—¿Y se confunde la enfermedad?
—Tanto, que he oido decir á una maga que ejerce su profesion en Valladolid: «Sólo vienen á consultarme madres con niños en los brazos, ó jóvenes enamoradas.» ¿Quereis saber si es amor ó son hechizos? dijo el Marqués sonriendo.
—Tengo miedo.
—¿De estar embrujada?
—¡Ah! No señor.
—Y temiendo la prueba, ¿cómo os habéis determinado á venir á mi posada? El Marqués sintió en la mano de la desconocida un brusco estremecimiento.
—¿Quereis que averigüe el nombre de la persona á quien amais?
—No, no, dijo levantándose la judía.
—¿Y no me diréis el vuestro? ¿No os descubriréis el rostro como me habeis prometido?
—Ya es imposible, contestó haciendo ademan de retirarse la desconocida.
—¿Qué es esto? pensó D. Enrique: ¿será posible que mi corazon rejuvenezca y venga el amor á buscarme á mi retiro? Y añadió dirigiéndose á la hebrea: ¿Os alejais?
—Perdonad si os he molestado.
—¿Creeis que no sabré vuestro nombre, aunque tratéis de ocultármelo?
La niña se detuvo y preguntó con terror:
—¿Teneis medios de saber quién soy?
El Marqués, viendo el buen efecto de su ardid, añadió con tono muy formal:
—Y de averiguar quién es el hombre á quien amais.
La judía lanzó un gemido y se recostó en la pared para no caer al suelo; el Marqués se aproximó á ella con grave respeto y la dijo con dulzura:
—¿Por qué tratais de abandonarme, si para mí no puede haber secretos?
—Pues bien, tened compasion de mí y no digais los mios á mi padre, dijo la niña descubriéndose la cara.
Don Enrique se quedó maravillado; era la linda Sara, hija de Asser, cuyos negros ojos y hermosísimo rostro habia contemplado algunas veces suspirando.
—Pero ¿y vuestro padre? dijo atrayéndola hácia sí, y mirando con deleite aquel semblante virginal y delicado.
—Mi padre trabaja y me juzga recogida. Vos teneis la culpa de mi atrevimiento.
—¿Yo, divina Sara?
—Sí, vos: ¿por qué me mirabais tanto siendo brujo?
Asser echaba leña en el fuego miéntras D. Enrique continuaba dormido.
Entre tanto la accion del narcótico iba en aumento en el cerebro del enfermo, y el sueño iba tomando cada vez un carácter más vago y vaporoso.
Sara habia introducido sigilosamente á D. Enrique en el
laboratorio de Asser, que retiraba del fuego un crisol hecho ascua,
derramando su contenido en una piedra.
—¿Es oro? dijo D. Enrique, sin saludar al judío, y presentándose bruscamente.
—No, contestó éste sin sorprenderse aute aquella aparicion: es mercurio filosofal, obtenido bajo la influencia de los astros que presidieron á vuestro nacimiento: derramado en esta piedra y pronunciando las palabras rituales, he podido evocaros.
—¿Luego he venido involuntariamente por vuestro conjuro? preguntó admirado D. Enrique.
—Sí, amigo mio.
El Marqués de Villena estaba lleno de asombro, y dijo á su compañero de trabajos:
—Sois más afortunado y diestro: en vano he pasado las noches mirando al firmamento, ó evocando á los ángeles buenos y malos: las estrellas callaban; los espíritus no me obedecian; las nueve esferas me parecían figuras ideales, y sólo veia un espacio ilimitado, sin divisiones ni casillas, de aire sutil, en el cual giraban los astros. El cielo y los libros me parecían en contradiccion, y las matemáticas ineficaces para explicar la relacion entre los astros y los hombres...
—¿Habeis consultado las entrañas de las aves?
—Sí; pero en vez de hallar en ellas lo porvenir, sólo he encontrado el arte de trinchar.
El judío sonrió y D. Enrique dijo:
—¿Me necesitabais?
—De nadie necesito.
—¿No sois un pobre judío?
—Según vuestros libros, pertenezco al estado de mercader, en mi calidad de boticario.
—No tal, respondió el Marqués; perteneceis al estado de maestro.
—Estais equivocado, mi clase no está descrita en vuestra obra. Soy del estado de los espíritus.
Don Enrique de Aragon le miraba con extrañeza.
—Sí, amigo mio, viven aparentemente al lado vuestro hombres y mujeres, con aspecto corpóreo, que nacen y mueren al parecer, y fingen vivir como vosotros: miéntras los demas hombres se preocupan de su propio bienestar y gastan su vida en procurarse goces materiales, nosotros alimentamos las ciencias, descubrimos los secretos naturales, perfeccionamos los idiomas, difundimos las ideas y trabajamos para todos. ¡Ay de la generacion en que falten los espíritus y que sólo produzca esos individuos egoistas que viven para sí exclusivamente! Escucha, Enrique: voy á pagar tu amistad con el pobre judío, proporcionándote el agla ofentide, aquella planta que Mahomad Alcagi juzgó necesaria para que fueras sabio, feliz y respetado: esa hierba sólo se encuentra en mis jardines.
Asser cogió de la mano á D. Enrique de Aragon, y abriendo una puertecilla, le condujo á un jardin fantástico, iluminado por una claridad vivísima, que en vez de ofender, producia en la vista extraño deleite.
Los árboles y las plantas eran de fuego; hilos de luz, en forma de menuda hierba, brotaban de la tierra, é insectos luminosos se arrastraban entre la hierba; cada flor tenía su matiz propio; veíanse colores completamente extraños y desconocidos, un chorro de luz brotaba de un surtidor de jaspe, y aquel líquido de fuego, al caer sobre la piedra, se deshacia en chispas y circulaba por estrechos cauces.
Don Enrique cortó una magnolia de fuego y aspiró con ánsia sus emanaciones, sintiendo que su vida se aumentaba, que ensanchaba con rapidez su entendimiento, que su corazon se inundaba de alegría, que todos los secretos de la creacion se le revelaban, y vió á Sara que le miraba con amor y le esperaba sonriendo.
Pero en aquel momento sintió en su rostro una impresion dolorosa, y haciendo una contraccion sobre sí mismo, se encontró en su alcoba, delante del hogar; Miguel Ramirez estaba arrodillado ante su silla y terna un hisopo en la mano, con el cual le habia rociado el semblante de agua bendita, pero helada. El Marqués, que se creia amado y poderoso, se encontró pobre, viejo y moribundo.
III
Miguel Ramírez habia llegado hasta la huerta lleno de escrúpulos y recelos: ninguna claridad se distinguía en el interior, y cuando se determinó á saltar la tapia, un coro de ladridos le hizo ver que era imposible el asalto.
No tenía otro remedio que retirarse, lo cual repugnaba á su fidelidad; así es que despues de muchas vacilaciones se decidió, no sin haber perdido mucho tiempo, á llamar á la puerta y declarar lo que sucedia al dueño del jardin, que era D. Lope de Barrientos, obispo de Cuenca.
—Hacéis mal en intervenir en asuntos de esta índole, buen Ramirez, é hicisteis peor en dejar á vuestro amo moribundo en poder de un judío, dijo el prelado. Sin embargo, he oido hablar de esa hierba, y no como amuleto, sino como curiosidad, quiero saber si realmente crece en esta huerta: una hierba de fuego no es imposible para el que ha sembrado el orbe de tantas maravillas. Apresurémonos, que quiero ir en persona á auxiliar al moribundo, y enviar aviso á Palacio para que el Rey no ignore el grave estado de su tio.
Recogidos los perros, el Obispo y Ramirez recorrieron la huerta, que era pequeña, en todas direcciones, sin encontrar vestigios del vegetal maravilloso.
—Me han engañado, señor, dijo Ramirez con espanto: ese judío ha querido alejarme para que mi amo muera sin auxilios espirituales.
—No hay que perder un minuto, contestó con interes el Obispo: D. Enrique necesita más que otro el amparo de la Iglesia.
Don Lope de Barrientos dió algunas órdenes, y acompañado de Ramírez y de varios servidores, llegaba poco despues á la posada del Marqués de Villena.
El escudero descolgó una pila de agua bendita y un hisopo que tenía tras de la puerta, y precedió al prelado, rociando los muebles y paredes.
—¡Se ha escapado el judío dijo Ramirez abriendo la alcoba del enfermo. Ese miserable ha huido llevándose el alma de mi pobre amo.
Y cayó de rodillas ante el señor de Iniesta, rociándole el rostro copiosa y piadosamente.
IV
Más que la desagradable impresion del agua helada, hicieron volver en sí al Marqués de Villena la presencia de su escudero, el triste espectáculo de la realidad, y esa reaccion final con que la vida se defiende de la muerte.
—¡Áun vive! exclamó con efusion el escudero.
Don Enrique, entre tanto, le interrogaba, sin hablar, con su mirada fija y expresiva.
—¿Ha sido inútil tu viaje? dijo por fin el enfermo.
El escudero no se atrevia á contestar: D. Enrique prosiguió diciendo:
—¿Por qué habré despertado?
Y cerró los ojos, tratando de reanudar el sueño y volverse al mundo fantástico de Sara; pero cuanto más queria alejarse de la realidad, ésta se le representaba con más triste relieve.
—Ramírez, dijo el Marqués con amargura: descuelga mi laud y échale al fuego. Ese instrumento de placer sollozaria entre mis manos: mi alma ya no existe: si áun parece que vivo, es porque el dolor, dentro de mí, hace las veces de alma.
El escudero arrrojó el laud al fuego.
—¿Ves que bien arde? Era muy viejo, como mi corazon; los corazones secos tambien se incendian fácilmente.
El Obispo de Cuenca permanecia detras del enfermo, sin que éste reparase en su presencia.
—Adiós, doña Maria, primer amor mio: adios, blasones de mi nobleza; adios, Asser, mi compañero de estudios; Ramirez, compañero de pobreza; Sara, último latido de mi corazon. Adios, libros mios, lazo que me unirá con las gentes venideras, depósito de todos mis pensamientos, resúmen de todas mis vigilias. Adiós, cuerpo envejecido, cómplice de mis flaquezas y estímulo de mis vicios, diligente servidor en otro tiempo, y hoy caduco y molesto huésped. Todos sois amigos que dejo atras, miéntras mi alma continúa su viaje solitaria y afligida.
—El alma que se eleva á Dios no es un alma solitaria, dijo el Obispo adelantándose.
—¡Ah! ¿sois vos, D. Lope? exclamó D. Enrique sorprendido. ¿Qué venís á hacer en esta casa?
—Cumplir mi deber, D. Enrique; somos los cortesanos del dolor, y aquí reina en toda su grandeza.
—¿Habeis oido?
—Don Enrique, la religion abre los brazos al afligido, pero no adula al soberbio. Reconcentrad el espíritu y ved si habeis merecido ese dolor.
El Marqués de Villena calló.
—Recordad que por la ambicion del Maestrazgo os divorciasteis de doña María Pensad... si cumplisteis bien con vuestro carácter de prelado: si la adulacion pudo más en vos que vuestros deberes de esposo; meditad en la sangre que por vuestra culpa se ha vertido, y decid si con semejante vida teneis derecho á pedir una muerte apacible y sin contrariedades.
—Hace de eso tanto tiempo... contestó el Marqués.
—El pecado no prescribe sino con la penitencia.
—Ademas, añadió el Obispo, ¿en qué empleasteis la ociosidad en vuestra villa de Iniesta?
—He pasado veinte años estudiando.
—Sí: se os ha visto en compañía de astrólogos, gastando vuestro entendimiento en locas especulaciones prohibidas por la Iglesia; habéis saciado vuestra gula, y no habéis combatido las tentaciones de la carne; habreis tenido correspondencia con infieles
—La fama de mi nombre hacía que me consultasen.
—Como entendido en la cábala y en la magia, ¿no es cierto? Don Enrique, no buscabais la ciencia por el camino recto, y vuestro entendimiento se ha extraviado: y si no, ¿qué habeis encontrado en esas ciencias que no se enseñan en nuestras universidades?
—Nada: verdades desfiguradas, errores bien vestidos, misterios, sombras, miedo. Supersticiones de viejas convertidas en sistema científico por locos.
—Don Enrique, más os ha seducido la lectura del libro Raziel que la de los Santos Evangelios.
—Yo buscaba la verdad en todas partes.
—¿Y creiais que un ángel habia revelado á un hijo de Adan las fórmulas con que se llama á los espíritus?
—Yo no creia: averiguaba...
—¿Habéis hecho algun bien?
—He sido tan pobre...
—No, D. Enrique, no habeis sabido gobernar vuestra hacienda; habeis roto con la Nobleza, aficionándoos al trato de gentes despreciadas, y despreciando el ejercicio de la guerra, que es obligacion natural de todo cristiano en una tierra conquistada por infieles. No es el mundo quien os abandonó, sino vos el que os alejasteis de ese mundo, rompiendo sus costumbres, saltando por sus leyes y muriendo como incrédulo.
—¿Incrédulo decís? exclamó D. Enrique con extraño acento.
—Estais muriéndoos; teneis la conciencia cargada de delitos; se halla á vuestro lado un sacerdote y no le haeéis pedido confesion.
Don Enrique bajó aterrado la cabeza, consultó su memoria, miró en torno suyo, y dijo humildemente:
—Acercaos, D. Lope, que voy á decir todas mis culpas.
El Obispo de Cuenca se aproximó al enfermo, y su oido penetró en aquella oscura o fantástica conciencia: el enfermo palidecia; el confesor temblaba; los troncos que se retorcian en el fuego lanzando gemidos parecian espíritus que protestaban de aquella santa ceremonia.
V
Media hora más tardo, el Marqués de Villena, tranquilo y resignado, decia con voz casi apagada al Obispo de Cuenca:
—Todo es vanidad; sólo es real lo eterno. Haced que sea quemada mi librería; húndanse conmigo esos volúmenes que he amontonado por orgullo, y que á nadie pueden aprovechar, puesto que no me disiparon ni una sola duda. ¿Qué es la fama, si áun lo tangible se vuelve humo al borde de la tumba?
Aquellas fueron las últimas palabras del Marqués, que alzó al cielo los ojos miéntras el sacerdote le al solvia.
El Obispo de Cuenca veia espirar al moribundo sin que llegase la Comunion: la respiracion del Marqués se hizo fatigosa y sus miradas se extraviaban.
—Muere en Dios, dijo al ver que lanzaba un largo suspiro, acaso el último.
En aquel momento se oyeron grandes voces en la calle.
—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!
Cuando entraba en la posada el sacerdote que iba á administrar la Santa Eucaristía al enfermo, un bulto, que salia huyendo de la casa, atropelló al sacerdote.
Era Asser, que, ciego y temeroso, aprovechaba aquella ocasion de huir para ocultarse.
Alzóse un gran clamoreo: unos decian que el bulto era el demonio, que huia de aquella casa para siempre. Las viejas aseguraban que la confesion no habia sido sincera, y que el alma del Marqués de Villena, al abandonar su cuerpo, habia querido impedir que el cuerpo de Nuestro Señor entrase en su morada.
La religion habia absuelto al pecador: la voz del pueblo seguia condenándole; para aquélla era un cristiano arrepentido; para la segunda un brujo impenitente.
Epílogo
Si el rey D. Juan II no auxilió en vida á su tio don Enrique de Aragon, en cambio le hizo enterrar con toda pompa. Su cadáver fué depositado en la iglesia de San Francisco, junto al altar mayor, al lado de la Epístola; pero concluidas las ceremonias fúnebres, á que asistió de luto la Grandeza, quedó arrinconado para siempre aquel hombre singular, enemigo de las armas en un siglo de guerreros, apasionado por las ciencias en una época de oscuridad: aquel hombre que en vida vió á la Nobleza de Castilla y Aragon disputarse con las armas sus Estados, y á quien para conservar su maestrazgo le faltó, más que la proteccion del rey D. Enrique III, el amoldarse á las preocupaciones y gustos de su época.
Frente á su sepulcro estaba situado el de un hombre notable, Ruiz Gonzalez de Clavijo, embajador de D. Enrique III en Persia, cuyo libro de viajes áun hoy se lee con gusto , y del cual se extraen noticias importantes. Cuando el templo fué derribado para construir la gigantesca mole que hoy existe en el mismo sitio, ¿qué se hicieron los restos de aquellos célebres señores?
Deciamos que el sepulcro del Marqués de Villena quedó completamente abandonado, y hemos sido injustos. Un hombre seco y macilento, de traje negro y raido, iba todos los dias á rezar sobre el sepulcro y oir una misa por el alma del difunto: parecia uno de esos perros fieles que no pueden apartarse de la tumba de sus amos. Todas las noches, al retirare á su posada, se detenia Miguel Ramirez ante la puerta del templo, y quitándose el sombrero, encomendaba á Dios el alma de D. Enrique.
Una noche, al aproximarse á la iglesia, notó Ramirez que la puerta estaba entreabierta, sin duda por descuido de algun monje. La curiosidad y la atraccion que ejercía para el escudero el sepulcro de aquel á cuyo lado habia vivido tantos años, le determinaron á entrar cautelosamente en el templo. La iglesia estaba á oscuras: sólo se veia una claridad vaga sobre el sepulcro de D. Enrique de Villena: Ramirez creyó al principio que aquella luz era una lámpara, pero mirando atentamente, vió unos efluvios luminosos que se elevaban del sepulcro, oscilando suavemente como movidos por el aire: eran esas fosforescencias que brillan por la noche en los cementerios.
Ramirez cayó de rodillas, y en vez de sus acostumbradas oraciones, sólo salian de sus labios estas palabras:
—¡Gracias, Dios mio, D. Enrique es feliz sin duda; la hierba de fuego crece en su sepulcro!
Ilustracion Española y Americana, 8, 15 y 22 de Febrero 1874.