La Jaula del Mundo

José Fernández Bremón


Cuento


Dijo la ortiga al clavel:

—Apártate, que tu olor es tan fuerte que marea.

—Ya quisiera apartarme de ti —respondió el clavel—, que tus pinchos me desgarran.

—¡Que yo pincho!

—¡Que yo mareo!

—Haya paz, vecinos —dijo un árbol ventrudo y corpulento—, hay que tener paciencia: habéis nacido el uno al lado del otro y debéis tolerar vuestros defectos y ayudaros en vez de destruiros. Tú, sobre todo, clavel, debes dar ejemplo de prudencia, porque no puedes negar lo fuerte de tu olor, que llega hasta las más altas de mis ramas; y aunque no me parece desagradable, puede molestar a la ortiga que está a tu lado.

—¿Y los pinchos de mi vecina no son nada? —replicó el clavel con acritud.

—Ésos no los veo.

—Pues yo los siento; y no puedes juzgar lo que desconoces.

—No exageres.

Y el árbol, en razonado discurso, demostró al clavel que siendo sus hojas en forma de puás, él debía ser el que pinchara, y no viéndose de cerca las espinas de la ortiga, tenía que ser insignificante la molestia que debían producir. En vano replicó el clavel que la misma sutileza y pequeñez de esos aguijones los hacía más penetrantes. Todas las plantas cercanas convinieron en que el clavel no tenía razón, por no estar demostrado lo principal: que tuviera pinchos la ortiga.

—Sí los tiene —dijo el césped.

—¿Qué sabes tú? ¡Arrapiezo! —respondió el árbol con majestad.

—Lo sé, porque cuando el viento tumba a la ortiga me los clava.

Las plantas murmuraron de indignación ante aquella falta de respeto.

—Vosotras juzgaréis, ¿qué digo?, habéis juzgado ya —repuso el árbol— entre la opinión de un árbol copudo y de mi talla, y el testimonio de una simple hierbecilla que se arrastra por el suelo.

—¡Sí! ¡Sí! —repitieron en coro los arbustos y las plantas.

—Siempre son insolentes los más débiles —exclamó la higuera chumba—, ¡qué azotazo le hubiera dado si estuviese al alcance de mis pencas!

—Sosiéguese usted, vecina —dijo el hinojo—, ¿quiere usted que le envíe unas cuantas hojitas mías? Son calmantes.

—¡Calla, espirituado, que en todo te metes y estorbas en todas partes!

—¡Calma! ¡Calma! —repuso el árbol, interviniendo—, el mundo es estrecho, y no es extraño que los unos se perjudiquen a los otros. Por eso bendigo a Dios que me hizo independiente y aislado. No molesto a nadie.

—Eso de no molestar, lo niego —respondió el clavel—, que tus raíces me empujan hacia fuera y no me dejan ahondar las mías.

—¡Calla! ¿Serán las tuyas un manojito de hilachas que alguna vez me hace cosquillas? Muévelas un poco. Ellas son.

—Ya ves como haces daño.

—Si no muevo las mías —replicó el árbol.

—¿Que no las mueves? —respondieron indignadas las hormigas—. Pues nos han destruido el granero: habíamos hecho la casa subterránea para vivir sin vecindad, creyéndote un vecino sosegado, y en un año nos has destruido los salones principales y tenemos que mudarnos. Tus pies eran enormes y se han hecho espantosos: haces bien en ocultarlos bajo tierra.

—¡Ah! ¿Sois vosotras, gente menuda? —exclamó el árbol—. Pues me alegro de que os mudéis: mis pies serán feos, pero os pasáis la vida royéndome los zancajos y subiendo y bajando por mi tronco.

—¿No dices que eres independiente? —dijo el clavel con ironía—. Pues además de que las hormigas se pasean por tu tronco, veo un nido entre tus ramas.

—Son mis huéspedes: unos músicos que están de temporada.

—¿De temporada? —dijo el jilguero trinando—. Estaremos lo que se nos antoje; las ramas de los árboles son propiedad de los pájaros. ¿Qué sois sino perchas para sostenernos y cortinaje para resguardarnos? Estáis clavados al suelo para que no podáis evitar esta servidumbre.

—¡Calla! ¡Chillón! Desagradecido.

—¿Callar yo? Para eso tengo pico. Piaré lo que quiera hasta que se me reviente la vejiga. ¡Vaya con el señor! Sabed todos que este árbol tan tripudo y que parece desde abajo tan sólido está hueco.

—¡Ja, ja, ja! —respondieron aplaudiendo al jilguero el césped, el clavel, las amapolas y todo el herbaje menudo. El árbol, para no perder su dignidad, fingió que se había quedado dormido, enmudeciendo como un tronco.

—Somos libres los pájaros que volamos por el aire —repetía el jilguero.

—¡Ah ladrón! ¡Te atrapé por fin! —exclamó un gato montés ensartando al pajarillo con sus uñas—. ¿Conque eres libre? —repetía desplumándolo—. Vuela cuando gustes. Si el árbol nació para servir de percha al ave, el pájaro se crió y Dios lo engordó para sustento de los gatos, que somos los amos de los bosques. Qué rico está este jilguero: lástima que sea tan chiquito: sabe a poco. No deberían tener pluma los pájaros: se les cazaría mejor y tendrían más sustancia.

Bajó el gato del árbol, y se disponía a hacer la digestión lamiéndose la panza, cuando recibió una perdigonada en el vientre que le hizo dar una voltereta y un bufido y caer seco en el acto.

—Hermosa piel —dijo el guarda cogiendo por el cogote a su víctima—, hermoso animal: pero si los dejásemos propagarse serían los dueños de esta finca: estoy seguro de que este gato ha comido más pollos y gazapos que yo: pero ha caído: que aquí quien manda es mi escopeta. Durmamos una siesta ahora que mis amos no me ven.

—¿Se ha dormido este bruto? —dijo una malva real de tallo verde claro y flores encarnadas a otra malva de hojas blancas y sedosas.

—¿No oyes sus ronquidos?

—Me alegraría que le pillase durmiendo el lobo padre, el que se comió el año pasado a un sacristán. Me ha roto una rama con el tiro.

—Ya, ya. Los hombres sólo viven de hacer daño: felizmente no les gustan nuestras flores.

—Son unos estúpidos que prefieren el clavel tan menudillo y recortado... Así nos dejan en paz.

—Con ellos; pero ya nos ha caído diversión; ya vienen las abejas a chuparnos el azúcar. ¡Ay, ay! ¡Que me acribillan!

Pero una abeja que venía volando a toda máquina dijo a sus compañeras:

—¡Venid, amigas! Un animal peludo ha derribado la colmena. ¡Venid a defenderla!

—Ya es tarde —exclamó un zángano—, el oso la ha anegado en el arroyo y huye de la tormenta que empieza a descargar. Refugiémonos en el tronco de ese árbol, que parece hecho para colmena: allí debemos trasladarla.

El cielo, cubierto de nubarrones y rasgado de relámpagos, amenazaba concluir con todo lo creado. Buscaban asilo los hombres, las fieras, los insectos y las aves, en chozas, cavernas, agujeros y techados; temblaban las hojas, y las flores y las ramas se apaleaban como locas.

—¡Temblad! —decían a gritos el huracán y el trueno—. Preparaos a sucumbir, hombres, animales, árboles y montes: la tormenta domina y ha decidido aniquilaros.

Y caían los árboles, torcían su curso los arroyos y el agua anegaba los plantíos. Toda la Naturaleza parecía próxima a morir.

Una voz misteriosa dijo en las alturas:

—Calle ya el trueno y se detenga el huracán, que aún no ha llegado el día último.

El trueno enmudeció y el viento se detuvo humildemente. Los hombres que rezaban aterrados tuvieron valor de levantarse: sacudieron las aves sus mojadas plumas: resbalaron las últimas gotas de agua por las hojas: volvieron a su lecho los arroyos y las aves se atrevieron a cantar, y decían:

—Nadie es libre en este mundo: estamos encadenados hombres y fieras, insectos y plantas, las aguas y los vientos. Sólo se escapan de la jaula los que mueren. ¿A dónde volarán?


Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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